Ya se me ocurrirá algo.
Por mientras, iré con Ariana... ella seguro no me acosa [ u.u ]
En fin, de esto nació un relato, no podemos decir que es su hijo ya que lo dio en adopción y ahora es mi hijo. No me siento muy orgulloso de él, es feo... sí, feo.
--------Prueba del infierno (Pacto de admisión)---------
Veinte pasos lo separan de su travesía, pero esta no es cualquier travesía, es la que decidirá quién será él en el futuro. Sus piernas tiemblan un poco, y ve nerviosamente a sus alrededores; otro, más tranquilo, observa a todos como si los monitoreara y se recuesta en la pared.
“Él no sabe lo que le sobreviene”, piensa el primero y se concentra en agarrar su lápiz número dos nerviosamente.
El segundo tiene puestos los auriculares, conectados a su celular, en sus oídos. No escucha nada ya que el celular permanece apagado, pero se ve bien, y les hace pensar a los demás que no puede escuchar lo que dicen.
El portal se hace gigante a la vista de algunos, con un diseño aterrador que te hace pensar en alas de murciélago, un aura morada, y un humo negro. Se oyen risas burlonas, risas de gente que llora, sollozos y una orquestra angelical tocando nerviosamente al otro lado de la puerta. Han perdido sus alas, sus halos, sus alas… preciadas alas.
El violín de uno de los ángeles desprende humo, su túnica se desgarra lentamente. Un demonio enano le lame el cuello, susurra cosas y ríe. Ríe triunfante. Las manos sangrantes del chelista se van descomponiendo, vive el proceso de descomposición, y el primer humano en la lista entra al salón se pregunta si podrá vivir con eso. Luego recuerda que hay algo más importante, sentarse en la primera silla de la última columna. Sí, eso viene primero.
El espaldar le parece frío y suda por el calor. Pone su lápiz entonces encima del pequeño escritorio y siente un cosquilleo extraño en sus pies, a lo que ve abajo y se asusta. Se asusta primero que nada porque se ve así mismo, luego intenta ver mejor y es él, es él… pero su mano está en los huesos, y un líquido espeso y negro sustituye al piso. Eso está mejor, piensa el de abajo, sonríe a la cara de horror de su contraparte y le levanta el dedo en signo de suerte, pero el pulgar se cae.
Ya han pasado diez personas desde entonces y el terror se va difuminando, ahora parece más pánico y la guillotina bonitamente colocada al frente del pizarrón se hace más vistosa, y en ella aparece un humano bípedo con piernas de conejo, tras él están dos sujetos encapuchados. Sus trajes negros, sus manos grises y rugosas. “¿Están muertos ellos?” Se pregunta uno, pero la cara de susto del hombre-conejo le aterra, y dirige su mirada abajo, donde brea caliente consume sus pies. Lo soportará, eso cree. Pero lo debe soportar.
Las patas del conejo tiemblan como la de muchos de los sentados. Él sí tiene valor, él sí. Bajo los escritorios y sillas ven una multitud enfurecida. La cabeza del hombre-conejo es puesta en el lugar correspondiente de la guillotina. El “clack” de la madera contra la madera, entonces recuerdan que tienen que esposar sus manos también, pero al más robusto de los encapuchados le parece mejor cortarle las manos simplemente. Un grillo le detiene, es mejor atarlo, le murmura.
El más nervioso de todos entra a la sala, acaba de firmar un pacto con el diablo. Buena remuneración la que obtendrá se dice, solo se compadece. Y la cabeza del hombre-conejo va ensangrentada hacia donde él se dirige, a su asiento y las orejas se mueven graciosamente. El demonio firmando los pactos se ríe y el hombre-conejo se queja de su sueldo, le sonríe al muchacho y le pide que lo lleve hacia donde está su cuerpo.
Las multitudes saltan furiosas buscando la cabeza del hombre-conejo, él no mira hacia abajo. Está acostumbrado a este acto, sabe que si mira hacia abajo perderá la calma, después de todo, no verá su cuerpo, verá el tumulto clamando su muerte, su cabeza, literalmente.
El muchacho empieza a llorar, la cabeza le intenta consolar, pero comprende que el muchacho es un llorica y que no tiene sentido hablarle. Le pide ayuda al muchacho de los auriculares, pero él no le ve. Él solo ve un cuarto austero y fastidioso, si no, estaría un tanto excitado y quizá el miedo le provocaría un estremecimiento. Ese muchacho, el de los auriculares, no se conoce lo suficiente.
El diablo ríe ante el alboroto de algunos muchachos, le pide a la orquestra que aceleren la cadencia. Es una orgía para los ángeles de sexo femenino, una cámara de torturas para los ángeles hombres. Mancillan horriblemente el honor de los cielos, no hay decoro en el mundo de los demonios. El alcohol etílico, quita el calor y el sudor del sexo es el regulador de temperatura natural allá abajo, en el infierno. La imagen es perturbadora a la vista, pero el morbo de algunos es mayor. Pervertidos.
Una vez el diablo dice eso (lo de la cadencia), entra a la sala y cierra la puerta. Ve claramente que no todos están nerviosos como algunos, y que otros ven con seriedad la situación. Algo grave y triste a su parecer. Dice algunas palabras a fin de enervar a algunos, calmar a otros, violar oídos y satisfacer preguntas. Otra orgía, un tanto más perturbadora, para él.
Al cabo de unos quince minutos llega su compañero con un maletín. La multitud se emociona. Sus contratos, sí. Se emociona, siente miedo, desesperación. Se conmueven sus almas y se perturban sus mentes, y el recién llegado puede percibir esto y ríe, pero intenta inhibir su risa.
Proceden a repartir los contratos, 17 hojas llenas de letras y letras. Quieren confundirlos. El plectro en el bolsillo del de los auriculares estorba en la búsqueda de su borra, acude al lápiz, a su gallarda borra.
El nerviosismo se transforma en determinación para algunos, las paredes se van tornando blancas y el dolor ya no existe. El diablo toma forma humana y el piso ya no es una multitud. La cabeza de conejo perturba a quien tiene que perturbar. La guillotina engulle el cuerpo del hombre-conejo, y los encapuchados señalan y ríen, porque acaban de ganar.
El infierno vuelve a su lugar habitual, y el canto de un pájaro distrae en ocasiones a una que otra mente abstraída. La melodía apresurada se vuelve un silencio prolongado como muchísimas redondas a lo largo de las partituras. Los ángeles ya no son torturados, porque ya ni existen para aquellos que han vuelto al mundo. Para aquellos… aquellos que ya vendieron su alma.
«¿Alguna vez te has preguntado por la edad de las estrellas? Digo, obviamente que tienen más que los hombres y demás seres vivos que podamos encontrar. En libros y la televisión dicen que tienen miles de millones, ¿o acaso se referían a la distancia en años/luz de éstas? Quizás a ambas. En fin eso resulta algo impreciso para alguien que se la pasó oyendo rock, consumiendo snacks, durmiéndose en clases y saliendo, eventualmente, con chicas lindas como…»
Guardo silencio y no me muevo. Sigo echado en la arena y alrededor de la fogata en esta noche que llama al frío. Mi acompañante en este viaje, aunque más parezco ser yo el acompañante de él ya que no sé ni a dónde vamos, sigue ocupado con sus apuntes, pieles y comida nocturna. En medio del desierto y alguna parte del Oriente – supongo –, dos hombres nos ponemos a charlar para que el fuego ni la noche hagan silencio. Gabriel me lanza uno de esos panecillos que no son panecillos a los que ya me he acostumbrado, me lo como en silencio, pese a ser horribles y que no tengan comparación a esos snacks picantes de maíz que tanto me gustaban. Al parecer no me está escuchando o es que lo he molestado con algo que dije.
« ¡Claro!, además de eso… dudo que alguien que tuvo la cabeza sumergida en centenares libros de literatura sepa algo sobre ellas…» «Son millones de años/luz de distancia. Con respecto a la edad la Biblia dice que son como unos 5 mil, pero lo más probable es que tengan más de 7 mil millones de años. A pesar de eso muchas de ellas no mueren, continúan su extenso ciclo y conservan las características de forma regular por mucho tiempo. Por ejemplo el sol que vimos hoy es mucho más joven que el que viste hace unos 2 años pero eso no marca ninguna diferencia ya que sus cualidades son las mismas.», dice mientras se acuesta junto a su camello. Ya dejó el papeleo y se dispone a descansar.
Callamos. Solo dejamos las llamas de la fogata flamear y rodear con su luz ese pequeño espacio en la noche. Oímos el viento que sopla en silencio y dejamos de sentir agrado por unos momentos.
«Lo siento. No quise decir eso…» «Descuida. Entiendo perfectamente. Ya debería estar acostumbrado a esto. Tanto como con estas… cosas. – termino murmurando mientras sostengo “el panecillo” – Buenas noches, me iré a escribir.» «No entiendo por qué quieres hacerlo.» «Te dije que era para no olvidar. – Sigo acostado en la arena. Me cubro con un abrigo viejo y le doy la espalda como buscando algo de privacidad. – Nos vemos en la mañana, Gabriel.» «Nos veremos, Morrison.»
Desde algún desierto oriental.
Llegué a este lugar hace un par de años. Lo último que recuerdo, antes de conocer a Gabriel, es que caminaba sobre el desierto y luego de eso, debido al cansancio y lo despiadado del sol, perdí el conocimiento. Una vez despierto, me di cuenta de que estaba en una especie de casucha, maniatado y que frente a mí se encontraba un tipo, el que me sacó del desierto, quien se presentó bajo el nombre de "un buen samaritano".
«Gracias por todo. Por cierto, las ataduras fueron un gran detalle. Puedes llamarme Jim Morrison», no pude contenerme y se lo dije de manera sarcástica. Al parecer, el sol no pudo contra mi espíritu. Comenzó a reír de forma calmada. Pese a eso, no pude notar la alegría que lo envolvía. Dijo que me soltaría, pero que antes tendría que hablar un buen momento conmigo. Me dio de beber algo de agua, necesitaba re-hidratarme, y comenzó con su discurso.
«Recuerdo aquel rayo, aquel estruendo luminoso, lleno de silencio y lejos de acompañar a una tormenta. Recuerdo que estaba en casa releyendo una crónica de Tlön e imaginaba una manera más de refutar su idealismo. En ese momento pensé que me hubiese gustado ser parte de la empresa de su invención. Tomé cinco libros del estante en la sala, mis más recientes adquisiciones, y los llevé a mi biblioteca personal. Quise guardarlos. Encendí las luces de aquel oscuro pasadizo y luego… vi destellos, vi silencio, enseguida estaba en el suelo – en otro suelo –, fuera de casa y de todo lugar conocido. Alrededor de mí se acercaron una gran cantidad de personas que hablaban en un idioma extraño. Pienso ahora que haber sido profesor de literatura me ha sido de mucha utilidad. De todas las palabras que oí aquel día solo pude reconocer unas tres voces: cielo, extranjero y dios.», me decía todas esas cosas y yo sin entenderlas. Le dije que eso no tenía relación conmigo, que no sabía dónde estaba y que me ayudase a volver a la capital, a casa.
Continuó con su – hasta ese entonces para mí – parloteo. «¿Crees estar cerca? En primer lugar, geográficamente… lo dudo, y temporalmente no lo dudo, estoy seguro de que estas muy lejos del lugar del que viniste.»
Seguía sin entender, probablemente me daba a la idea de lo que estaba sucediendo, pero se me hacía raro y no quería hacerlo.
«Cuando vi ese destello, la noche anterior, sabía que eso volvió a suceder. Me dirigí hacia donde surgió la luz. A la mañana siguiente (hoy, casi al mediodía) te encontré. No sabes la felicidad que me causa eso. Necesitaba con quien compartir parte de la cultura contemporánea – ahora que recuerdo esas palabras me parecen muy graciosas –. Ya me había cansado de charlas triviales, hablar del clima, de la comida y demás superficialidades.»
No quise ser grosero, pero volví a sentir sed y hambre. Le dije que estaba cansado, que me liberase. Le pedí que vaya al grano. Me dijo que, “en síntesis”, éste ya no era el siglo XX, que por lo que había visto en estos lugares no hay referencias sobre la cristiandad y que por eso, probablemente, estemos estancados en algún momento histórico antes de Cristo. Al oír eso no pude evitar que se me escape una sonrisa burlesca, luego de eso me liberó. No dijo ninguna palabra al respecto, sólo se quedo viéndome, al parecer, algo decepcionado. «Si quieres sal y corrobora lo dicho.» Le dije que buscaría a alguien que hablase español o inglés, que buscaría un teléfono. Y me fui sin olvidar darle las gracias.
«Eres un buen samaritano, algo loco, pero bueno al fin y al cabo.»
Salí de paseo por el pueblo, pero no encontré nada de lo planeado. Recordé muchas de sus palabras. Robé un trapo blanco y con barro escribí EE. UU o USA, pero nadie parecía saber lo que había trazado. Tomé 2 maderos viejos e improvisé una cruz. La arrastré como si fuese Jesucristo, pero a nadie pareció importarle, nadie volvió la mirada hacia mí. En el camino de regreso a casa del samaritano me percaté de que no había rastro alguno de lo que llamaba tecnología, ni una rudimentaria lámpara a kerosene.
Toqué la puerta, la abrió enseguida y con una sonrisa en el rostro dijo: «Soy Gabriel Estrada y eres bienvenido.» «Puedes seguir llamándome Morrison. Dame un tiempo a solas, tengo mucho en qué pensar.»
Y hasta ahora sigo pensando, creo que es algo peligroso que lo haga, ya que me voy percatando de muchas cosas.
Allison, te extraño.
Tras escribir eso me voy a dormir. Gabriel dijo que pronto llegaríamos a otra ciudad. Escribiré desde donde esté.