.+.+.+.+.+.+. Ariana. Capítulo noveno.+.+.+.+.+.+.
El tiempo pasaba y ella guardaba en sí una gran
desesperación que era imposible de demostrar. Pedir auxilio resultaba inútil,
porque nadie la escucharía, y tampoco podía moverse. Inútil, inútil. Todo era
perfecto. No tenía cómo escapar. Pensaba, por momentos, que desearía que el
anciano reapareciera. De esa manera podría tomar venganza. ¿Pero qué venganza?
Si ahora estaba imposibilitada de cualquier cosa. Luego temía y deseaba que
nunca lo hiciera. Pero, ¿si resultaba todo aquello un malentendido o una
lección de vida por parte del anciano?, ¿qué pasaría?, ¿la regresaría a la
normalidad? Al final, concluía que solo podía esperar a esto último. Regresar a
la normalidad.
Sonó una campanilla —podía escuchar, sí, y ver, además de
pensar. Era lo único que podía hacer—. Era la de la puerta principal. Ella
podía ver claramente hacia allá. Tantas veces había sonado desde que fue
abandonada por el anciano, ninguna de ellas fue llevada. Ya empezaba a querer
que la compraran, por muy raro que esto suene. Era producto de la soledad.
Aunque no estaba completamente sola. El hombre de la
radio siempre salía a vigilar la tienda y, algunas veces por semana, como esta
vez, un joven estudiante trabajaba como ayudante. Escuchaba las conversaciones
entre ambos, sus soliloquios… Observaba a los clientes, también los escuchaba.
Y así se le pasaban los días.
El hecho es que en ese momento sonó la campanilla y por
la puerta entraron una mujer y su pequeña niña. La niña tenía los ojos llorosos
y parecía haber empezado a calmarse al llegar a la juguetería. La madre era una
mujer de muy buena presencia, pero con un porte un tanto arrogante.
—Muy buenas tardes —dijo el joven ayudante. Justo en ese
momento salió el tipo de la radio, a supervisarlo todo, y por si era necesario,
y se colocó detrás del mostrador—. Bienvenidas. ¿Busca algo en especial?
La mujer no contestó. Miró al joven de pies a cabeza y
siguió su camino jalando del brazo a su hija, que se vio obligada a seguirla.
Dieron vueltas por toda la tienda, como si estuvieran buscando algo que no
estaba allí.
— ¿Te gusta algo? —preguntó a su hija sin siquiera
verla—. Se hará tarde y no tengo tiempo para estar aquí. Más te vale escoger de
una vez.
La niña señaló una de las muñecas más caras de la tienda.
Era hermosa, pero no era Ariana. Ariana sintió una extraña sensación. Quería
ayudar a la niña, salvarla de su madre, pero no podía, solo era un juguete.
— ¡¿Qué?! —dijo la mujer de pronto—. No tengo tanto
dinero como para eso—bajó la voz—. Anda, escoge otra cosa.
La niña se encogió en sí misma y comenzó a llorar con
fuerza. El hombre de la radio fue a su rescate.
— ¿Sucede algo, señora? —cuestionó.
— A esta niña le gustan las rabietas. Debe aprender a
comportarse —y luego se dirigió a la niña—. ¡Mira qué vergüenza! No puedes
hacerme mañas aquí. ¡No, señor! Ya te dije que tengo poco tiempo. Cálmate de
una vez.
El hombre de la radio comprendía la situación, así que
calmó a la niña con unos dulces que sacó de su bolsillo. “Eran para la tarde,
pero creo que a ti te hacen falta” le dijo. Luego la alzó en brazos con el
permiso de su madre y empezó a divagar con ella:
— Entonces necesitas a una amiga, ¿verdad? —la niña dejó
el llanto— Lamentablemente la muñeca que quieres es demasiado cara. Pero,
¿sabes? Hay muchos otros juguetes. No todos son iguales, pero cada uno es
especial en sí mismo. Todos ellos harán su mejor esfuerzo por hacerte compañía.
Puedes escoger el que quieras, no habrá problema. Sea lo que sea, tienes
asegurado un buen amigo.
— Vaya técnica de mercadeo… —murmuró la mujer. El hombre
de la radio le sonrió, como si asintiera, o como si se burlara de su
comentario. Es obvio que la mujer entendió lo primero. Le convenía pensarlo
así, aunque no fuera cierto. ¡Ah!, claro, el joven ayudante. Él se había
quedado observando todo como embelesado hasta que la mujer hizo su inminente
comentario. Entonces se fue a otro rincón de la tienda a verificar el orden de
los juguetes—. Entonces será lo mismo con cualquiera, ¿no? —paseó su mirada por
todos los rincones—. Entonces que sea ésta —y cogió a Ariana, que era una de
las de mediano precio.
La niña no parecía muy contenta, pero al menos estaba
tranquila. El hombre de la radio concretó la transacción y ambas salieron de la
juguetería. Ariana era sujetada del brazo y colgaba como… como… un colgante. Se
sentía, aunque aquello no le causara vértigo o fatiga alguna, bastante
fastidiada al mismo tiempo que desdichada. Había sido comprada por una mujer
odiosa y su hija malcriada. Era lo peor. Estaría lejos de la juguetería y
esperar al anciano ya era algo imposible. Él nunca sabría a dónde fue, y tal
vez ni siquiera le importara buscarla.
Sin embargo, Ariana no permaneció todo el tiempo colgando
de la mano de la niña. La mujer tenía un auto y se irían en él. Hizo que la
niña subiera y se aseguró de que la muñeca estuviera con ella, luego dio la
vuelta y también subió. Le colocó el cinturón de seguridad contra su voluntad.
— ¡No quiero! —decía.
— ¡Tienes que ponértelo! O te quitaré la muñeca —pero
parecía no importarle mucho la muñeca, porque se la tiró en la cara. La mujer
ardía en cólera. Forcejeó con su hija para ponerle el cinturón. Lo logró. Acto
seguido, encendió el auto. Aún tenía la muñeca en la mano—. Será mejor que no
la veas hasta llegar a casa.
>>Se ubicaron uno frente al otro, porque a ambos
les agradaba mirar el paisaje por la ventana —sí, ambos al lado de la ventana—.
Y, cuando menos lo esperaban, el tren partió.
Y tiró a Ariana a los asientos traseros, lejos de ambas,
pero tan cerca de ellas que llegaba a asustarla.
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¿Creen que estoy demente? Me parece haber preguntado esto antes. Supongo que el tema me pone demasiado ansioso. Pero ya. Ariana está aquí y allá. ¿Qué creen que suceda ahora? En fin. Contéstense a ustedes mismos. Gracias por su lectura. ¡Adiós!
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