¿Conoce a Isabela Duncan?
-¿Conoce a Isabela Duncan, mi amigo?- preguntó Romualdo mientras se servía otro vaso de cerveza. La pregunta había surgido en un intento de que la conversación girara en torno a ella para resolver una duda que consideraba tonta, pero que de igual manera, al igual que todas las dudas existentes, le aquejaba el no darle respuesta.
- Claro, cómo no conocer a tan distinguida y bella dama italiana- respondió Matías-. ¿Por qué la repentina pregunta?
- Por nada, compadre¬- respondió Romualdo, bajando levemente la voz. Se arrepintió de haber preguntado; por temor a que lo próximo que dijera fuera tomado como una tontería.
- Ande, debe haber un motivo por el cual preguntó por la cantante- insistió Matías.
-Bueno… ya que insiste… Pensará que es una tontería, sinceramente, pero créame que la vi la otra vez caminar de la mano con un hombre nada agraciado. Sé que es imposible; pero no miento, ella era idéntica. Como dos gotas de agua. Si de verdad existen nuestros dobles en algún lugar del mundo; ella es la prueba- respondió Romualdo, totalmente exaltado, poniéndose de pie. Un movimiento involuntario producto del éxtasis.
Las demás personas del bar voltearon para ver quién era el loco que estaba gritando. Algunos escucharon fragmentos, otros el comentario entero; en ambos casos lo dicho por Romualdo les pareció una tontería, propia de alguien que no tiene nada mejor que decir. Romualdo, al ver que era el centro de atención de miradas extrañas, se sentó lentamente, con un rojo intenso que denotaba lo avergonzado que se sentía.
- Oh, conque de eso iba todo- se apresuró a decir Matías tratando de ignorar las burlas de las otras personas.
- No le miento, compadre no tengo por qué ponerme en ridículo sin motivo-comentó Romualdo tratando de justificarse-, no soy ningún loco.
- Descuide, le creo. Yo también la he visto. A que son idénticas. Uno diría que son la misma persona y que Isabela Duncan se escapó de su país natal para venir a vivir aquí plácidamente, alejada de toda fama.
Las palabras que dijo provocaron que la cara de Romualdo cambiara a la típica expresión de sorpresa: abrió los ojos como un par de platos y su boca se abrió discretamente para proferir palabras que se quedaban atascadas en su garganta. “¿No puede haber creído lo que dije o sí?”, pensó Matías, “es una tontería”
- Compadre, en verdad, no sé cómo no se me ocurrió eso antes- arguyó Romualdo ante la sorpresa de Matías, que luchaba por no soltar una carcajada -. Pero qué raro que la prensa no haya notado esto. Debe ser porque vivimos en un pueblito que apenas y figurará en los mapas más especializados-agregó, luego de pensar unos escasos segundos.
Matías ya no pudo contener la risa que se encontraba suspendida, estalló en carcajadas. Las personas del bar volvieron a voltear, esta vez ya un poco molestos: “Vaya par de locos”, fueron algunos de los comentarios.
- ¡Es una broma, compadre! ¿No ve que le estoy tomando el pelo?- gritó Matías entre carcajadas, a la vez que palmoteaba el hombro de Romualdo.
- No se juegue así. Yo estaba hablando en serio. ¡Ya ve!, por eso no quería contarle nada- respondió Romualdo algo resentido.
Matías se limitó a mirar a Romualdo con una mirada un poco lastimera. “¡Cómo soy amigo de este huevón!”, pensó.
- Isabela Duncan ya murió hace dos años compadre. Por un momento pensé que usted ya lo sabía y simplemente se hacía el loco para divertirse un poco.
-Yo no sabía que ya había muerto. Sabía que se había retirado, pero no que había muerto.
- Pero dígame, de casualidad, cuántos años le pondría a la Isabela que viste.
- Es una jovencita, a lo sumo tendrá veinte años- respondió Romualdo un poco desconcertado.
-Exacto, si Isabela Duncan estuviera viva, ella ya sería una mujer de edad madura. La que usted vio parece salida de una de sus fotos de joven o ¿me equívoco? Tenga en cuenta que el tiempo cronológico de un recuerdo, en especial si es bello, parece inalterable. La memoria parece, en ocasiones, solo recordar lo bello.
Romualdo se quedó en silencio, las palabras de Matías habían generado un eco en él. En verdad, la recordaba joven y bella y se le hacía difícil cambiar esa imagen. Miraba al techo como buscando ayuda divina; no para sacar las cuentas acerca de su edad sino para terminar de aceptar la realidad.
- Tiene razón compadre, Isabela ya debe estar por los cuarenta y algo, hasta me atrevería a decir que un poco más… Entonces quién es esa jovencita que yo vi. Está claro que sabes quién es, para qué seguir manteniendo el misterio.
Matías se acarició la barbilla, tomó un sorbo de su helada cerveza y prosiguió.
- La chica se llama Rosario y el hombre, sin duda afortunado, con el que usted la vio es conocido como Sin sombra. Santiago sin sombra.
Lo que pasará a continuación ha de ser observado con parsimonía, sin mucha cautela pero con atención,
Lo que verán son poemas, como lo fue "Ella"... poema en prosa. Y es que mis poemas no son más que pequeños textos con fin de provocar ciertas impresiones. A fin de cuentas, nunca me consideré (y aunque lo hiciera sería muy erróneo), ni consideraré "Poeta", pues es muy complejo. Fin.
Calor
Perdido en un charco de agua fría, casi congelada.
Moviéndote a un ritmo enfermo, casi miasmático.
Sintiendo la muerte en tu olfato, la peste, la peste.
La nivea espesura cayendo, al son de los rayos del sol.
Tus dedos, tu mano moviéndose enferma en un ritmo pausado.
Tus ojos, tu cara mirando hacia el cielo en la hedioundura miasmática.
Tu olfato perdiose en paisajes, paisajes argénteos, paisajes niveos,
paisajes que sabes que no olfatearás jamás.
Olores que sabes que no verá jamás.
Sensaciones que sabes que perdurarán en tu muerte, la muerte.
Tu corazón cayendo a la cadencia pausada,
tus torrentes fluyendo, o intentándolo, en el invierno.
Congelándose, cristalizándose, enrojeciéndo la nívea espesura.
(Nota: Ja!, los engañé -- me engañé-- este poema está en verso.)
Miedo
De alguna forma este adiós no parece un adiós. Agitas tu mano, me estremesco. Apuras el paso, el anochecer va cayendo lentamente. Tengo miedo.
De alguna forma, esto no parece una despedida. Sonreíste. Temí.
El adiós quedó impregnado en mi boca pero no salió. En mis ojos quedó la lágrima cristalizada, un dolor hecho cristal. En mis manos quedó tu esencia, en mis manos quedó tu adiós. Pero yo no tengo idea de que sucedió.
En mis ojos está tu imagen, formada como fantasmagoria. Estás tú, tú hablando, los sonidos acechando. Estás tú, tus sensaciones, a la poltergeist; retumbando en mi mente, desordenando mi orden.
Y yo, yo no sé que será de mí, tampoco sé qué sucedió. La noche cae. Mi mano extendida incluso ahora siente tu calor, tu calor vuelto frío... que acaricia mi mano, vuelto brisa. Tu calor vuelto miedo que atraviesa mi mente como un fantasma; como un recuerdo de un pasado más lejano que mi vida. Y en sepia te veo morir, te veo caer en mi memoria. Te veo caer como a mi lágrima. Te siento fría como mi cuerpo.
¿Estás conmigo ahora?
El tiempo ha pasado.
El suspiro que nace entre el bochorno, escondido entre dos corazones: uno hesitante, otro seguro en su duda. El suspiro que nace en la boca, como halito de dragón, que se pierde entre un fuego tenue, entre el pasado que no existió. El vapor que de tu boca sale, intentando contener la lágrima, intentando contener el grito.
Todos forman parte de ti, y ninguno es realmente tuyo.
La angustia que busca escapar, la angustia que te come por dentro, pero que es más bien hervíbora, que se congestiona, se arremolina entre otras sensaciones no menos inicuas, para más burlonas. Escarneciéndose, de ti, parodiándote, pasando por encima de ti, como si ellos no fueran el fruto de ti, como si ellos no fueran más que las semillas que creaste con el tiempo y que ahora rechazas. ¿Es la burla consecuencia de tus actos? ¿Es la burla algo intrínseco?
Deseas mirar al cielo, alegre, entre el ambiente frío y un adiós lejano. Ya son kilómetros de diferencia, mas lo sientes detrás, relamiéndose,estremeciendo todas tus espinas. Entumesiendo tu veneno, paralizando las sinapsis. Ya no eres tú la que vive sino un reflejo de lo que pasó. Movimientos que no quieres, pensamientos que evitas pero que tienes. Miedo que te tienta, te tienta; se cierne sobre ti y todo cambia.
El suspiro no es el mismo, ni es el mismo el vapor, la angustia ya no es angustia, y solo vestigios de lo que eras, solo escombros de una edificación yacen en ti. El tiempo ha pasado.
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Fin, estos son los poemillas que escribí hace, en estos días, semanas y meses y que tenía que publicar en algún lado. Espero que les agraden.
Me cansé... Gasté toda la artillería, incluso una espada láser, herencia de Dark Sith, y una pokebola. Pero el orgullo pirata es más fuerte que eso. Me hundiría con todo el barco si era necesario para desaparecer a mi copia barata. La ira me hizo quitarme el parche —que utilizo solo para parecer más pirata—, y tirarlo sobre los tablones. Lo pisé, y lo pisé, y lo pisé, y el capitán copiado me miraba ahora angustiado. Cuando lo advertí, volteé a verlo... Era realmente un idiota. En su afán por copiarme, se quitó también el parche, dejando al aire una oscura cavidad, un agujero de gusano de esos que se ven en las películas de ciencia ficción. Reí. "Yo tengo ojos", le grité, y una risa maquiavélica me invadió. Reí tanto... que nunca me di cuenta del momento en que su barco finalmente se hundió. Exactamente, señores aspirantes a piratas, hundí un barco por un ojo.
Sin embargo, la vainilla es un enemigo feroz al que debemos combatir, por esta razón, les presento el siguiente relato que tiene nombre de canción de salsa o algo así:
"Viejos Rencores"
El tiempo estaba nublado, era de noche. La luna llena se asomaba de vez en cuando y las nubes eran su óbice para dejarse ver, para lucirse entre las estrellas. Su mano duda al apoyarse sobre la tierra de las trincheras, maltrechas. Mira a su compañero, más confuso que él, meditando qué ha pasado para llegar a su situación actual.
La brisa fría estremece sus espaldas, sus ropas mojadas. Tiritan, como titilan las estrellas. Se esconden de zancudos asesinos; de cazadores furtivos, de un enemigo que se ganaron a fuerza de experiencia. El perseguidor se siente aludido por cada trozo de luna llena que se deja notar. Se siente insultado, como si ella no le creyera capaz. Ignorando que ésta tiene asuntos más importantes, tales como podar el césped.
Sus movimientos son inseguros, buscan huir pero no saben para dónde. Se agachan, se escabullen por las trincheras, trincheras de otrora; de guerras sin razón que aparentemente dieron vida a una posterior alianza. Ellos, en contraposición, están en una guerra sin razón debido a una amistad inicua. Sienten el cansancio en sus espaldas, como un yunque, uno de ACME.
Entonces sienten el crujido de una rama y se creen descubiertos… El temor pasa por cada poro de su piel, liberando, o dando esa impresión, a sus vellos. Son ellos lo que se han descubierto, pues el rifle del sujeto aquél que cree saber que hace, está con seguro puesto y anda más perdido que ellos mismos. Es un juego de gato y ratón donde la línea entre estos es difusa. Donde Tommy se ve acorralado por Jerry, pero Jerry sabe que en cuanto a poder no tiene posibilidades (quizá sería pertinente decir que ambos son ciegos, y que, a la hora de descubrirse, el olfato de Tommy está en ventaja). Ríen en voz baja, pidiendo perdón a los santos de su devoción.
Al final reparan en ir para la izquierda, pues de Este y Oeste solo saben que el Norte está en el Sur. El cazador por intuición o más bien por cosa del azar va a la derecha. Se atraen mutuamente. Las relaciones de pareja siempre son recíprocas, tú das, ella da. Tú haces sufrir, ella te hace sufrir. Tú vas hacia la izquierda y ella hacia la derecha. Van al centro… Al centro del problema, donde el desenlace viene para ser deshilachado por cada uno de sus contendientes.
La luna da un poco de luz. Los sujetos en la trinchera divisan a las tres en punto a una persona acercándose a ellos, posiblemente con un rifle. Sus corazones paran, bombean sangre, temerosos de ser oídos, mas sus tambores no disminuyen la fuerza. La sangre se halla fría recorriendo sus cuerpos, estremeciéndolos con la certeza de que no se moverán, funcionando como un inhibidor.
Un paso en falso pone a prueba a uno de los perseguidos, suelta un gritito. Tommy agudiza los oídos y Jerry siente la amenaza. Echan a correr como si hubieran visto a Beelzebub. El perseguidor suelta el seguro y da un tiro hacia donde siente el ruido, roza el brazo derecho del más inseguro de los dos perseguidos. Éste cae al acto, a veinte metros de distancia… Tommy olfatea pero ya no está seguro de lo que sucedió. Está viejo, sus bigotes no son lo que eran antes, sus reflejos son un pasado distante que se burla de él.
“¿Qué ha pasado conmigo?” Se pregunta. Teme saber la respuesta y aunque en términos generales seguiría siendo el mismo viejo gato de siempre, suelta una lagrimita. En serio, ¿qué ha pasado con Tommy?
El herido y su compañero dudan de lo que deben hacer, ya no están seguros de si correr, esconderse o darse por muertos (si ACME fuera lo que era antes). El temor de la muerte ya no es una simple posibilidad remota. Ahora es el gigante Goliath hecho cíclope y ellos son poco más que un David tuerto. Ningún Ulises ingenioso que los sacara de este lío, ningún milagro de un Dios que mira hacia abajo como nosotros al mendigo con ropa haraposa y sucia que nos pide dinero, como a un adicto, un maldito, maldito adicto.
En aquel momento la rubia Febe se deja ver hermosa, entre las nubes oscuras que contrastan con su plateado. La noche se llena de vítores, lisonjas y gritos de pasión. Ilumina todo a su alrededor, deja ver todo lo que era un secreto del velo de la noche. Los amores que no deben ser, los actos de violencia sin razón, los desamores, al coco… y al hombre lobo por el que teme el niño al oír el aullido de un perro. Todo se desvanece ante Febe, la oxigenada rubia Febe, ningún Lobo es Lobo sin ella, ningún amor es amor sin ella. La miel en el seno de su amor invita a lo romántico, a lo que ahora conoceríamos como el más puro estado del amor.
Empero, esta vez es diferente. El miedo sobrecoge a todo aquel que se encuentre en el inhóspito campo de batalla; a todo aquel que teme por su vida, que teme porque su senectud lo deja atrás, a las puertas del inframundo, con cancerbero como portero. Y si no es el miedo el que los sobrecoge es la victoria recorriendo sus venas… ¡Tommy, ya no eres el mismo!
Se siente ganador, ganador, no se da cuenta de que todavía no ve nada… Nada. Siente que puede oler más, que su visión mejoró, que ahora si los tiene en su boca. Sabe que no cenará humano esta noche, pues sería caníbal, pero sí sabe que se jactará de esto con sus amigos, veteranos como él. Sabe que con esto se evita un problema; esto no es confrontación, él lo sabe. Si comete un pecado le da lo mismo, ya Dios no es el mismo viejo con miopía de antes, las cataratas le juegan una mala pasada.
Entonces suena un celular y los sentidos de Tommy se sienten más vivaces. El miedo ya no los sobrecoge (a los perseguidos), los llena por cada átomo que tienen. La rubia Febe sonríe, ¡qué espectáculo más hermoso! Los grillos callan pues conocen lo próximo que pasará, saben qué es exactamente. Cuál es el orden de lo que va a arribar, lo han visto muchas veces.
Tommy se guía por sus oídos, más útiles, según él, que su olfato y vista. El par de Jerry moriría de hipotermia si hiciera un poco más de frío, el terror los congela… el perseguidor herido se pregunta por qué trajo su celular consigo, el otro lo maldice por cien mil eternidades. Y Jorge se despierta de un extraño sueño, con el sudor recorriendo sus sienes, con un corazón palpitante y recordando que es Lunes y que su rutina comienza de nuevo. Revisa su celular, cinco llamadas perdidas de su ex-esposa.
¿Un poco de acción nunca viene mal, no? Jorge ríe al cabo de una hora, cuando recuerda el sueño.
Herido de muerte
El coronel Leoncio se hallaba hospitalizado, gravemente herido; a duras penas podía moverse. Se encontraba totalmente inmovilizado— gran parte de su cuerpo estaba enyesado— en una de las tantas habitaciones del hospital. Un tropiezo y un rodar por las escaleras fueron las causantes de su actual situación. De no haber sido por Sergio, uno de sus vecinos, que lo escuchó maldecir quejándose de sus dolores, nunca los otros vecinos se hubieran enterado que el coronel había sufrido un accidente. Era muy orgulloso como para ponerse a gritar por ayuda. Al ver que Sergio le preguntó si se encontraba bien; y como no tenía de otra, solo se animó a decir: “no me puedo mover, tengo el cuerpo destrozado, mierda”.
Se necesitó llamar a un cerrajero para abrir la gruesa puerta de fierro. Apenas, el cerrajero logró entrar a la casa pudo ver como el cuerpo del anciano se hallaba desparramado como una manta raya por las escaleras. Los vecinos se habían quedado muy sorprendidos de que un anciano de setenta y siete años hubiera sobrevivido a semejante caída; pero más que eso les sorprendió el hecho de que pese a el accidente el coronel solo se la paso disparando lisuras a diestra a siniestra en vez de quedarse tranquilo mientras era subido a la camilla de la ambulancia.
Varios de ellos lo visitaron en un principio; pero el coronel al ver que solo era por compromiso les prohibió que le volvieran a visitar. Pasarían un par de días para que volviera a estar acompañado; otro anciano llamado Mario, que había sido internado por motivo de una cirugía que se le había aplicado para curarle una úlcera, se convertiría en la persona que lo acompañaría por un breve tiempo.
Solían intercambiar anécdotas, pero sobre todo hablar mal de todos los políticos. Bastaba que uno de los dos mencionara el tema— siempre el mismo tema— para que la tertulia se desatara.
—Son una sarta de vendidos: los actuales, los que los precedieron y los que vendrán. ¿No lo cree?
—Pero por supuesto. Es necesaria toda una fumigación a fondo para eliminar a esas viejas ratas y sus crías.
— Lo que se necesita en el gobierno es un militar bien plantado.
— Yo votaría por usted sin dudarlo.
Le entusiasmaba recordar esas conversaciones, no por el contenido de las palabras, sino por la intensidad con que las que se dijeron. Pero ahora se hallaba solo… otra vez. Su única distracción era pensar. Se pasaba todo el día pensando, odiaba pensar, porque siempre que pensaba, recordaba que fue feliz: la peor tortura para un anciano, solo vivir en sus recuerdos.
Recordaba cada parte de su vida como una película de triste final: sus primeros conflictos, sus amores, sus pasiones, sus triunfos, sus derrotas; a las personas importantes que pasaron por su vida: sus padres, sus amigos, los viejos camaradas. La gran mayoría de sus amigos ya se encontraban enterrados. Nunca fue muy sociable y era muy huraño como para conocer nuevas personas. Se había pasado gran parte de los últimos cinco años casi todo el día encerrado en su casa; el hecho de su accidente no solo suscitó atención por el accidente en sí mismo, varios de los vecinos se sorprendieron más que por el accidente por enterarse de que en esa casa vivía alguien. Los únicos, por así decirlo, amigos que le quedaban eran dos cadetes con los cuales solía reunirse una o dos veces al mes para jugar a las cartas. Sin embargo hasta ese momento ninguno de ellos había ido a visitarlo.
« ¡Ingratos, mi accidente seguramente debe haber salido en todos los diarios: “Valeroso coronel que luchó en la Guerra del Pacífico sufrió grave accidente”. Y ni así esos malagradecidos tienen la decencia de venir» La verdad era que su caso no había suscitado la más mínima atención: ni una pequeña nota había sido publicada en relación a su accidente, ya que los diarios al igual que la historia nunca se ocupan de los anónimos. En su lugar, el centro de atención fue la noticia de un duelo de espadas entre el presidente Belaunde Terry y el parlamentario pradista, Eduardo Watson Cisneros.
Pero más que la ingratitud de sus soldados; le dolía recordarla a ella. La mujer que lo acompañó más de cuarenta años de su vida hasta que la muerte se encargó de extinguir a su bella flor llamada Margarita. La única mujer que pudo ver detrás de todos los ademanes de hombre fuerte y rudo que ostentaba el coronel a un niño obstinado.
Pensaba en ella, ya que sentía a la muerte cada vez más cercana, en cada uno de los dolores insoportables que ésta le propinaba a su achacado cuerpo. “Maldita vejez, ya no queda nada del robusto coronel Leoncio; pero si tuviera a mi escuadrón aquí, todavía podría mandarles y cada una de mis palabras sería la ley para ellos…. ¡Es más, lo demostraré!”, se dijo en voz baja para que cualquier persona que pasara no lo escuchara y pensara que estaba loco. Pese a ello, tenía que demostrarse que aún podía.
— ¡Atención!
— ¡Firmes!
— ¡Descanso!
— ¡Media vuelta!
—¡Mar..!
El coronel Leoncio no pudo terminar de ordenar— a vivo pulmón— a su escuadrón imaginario. Empezó a toser sin control; el esfuerzo fue demasiado para su maltrecha garganta. Pero más que el dolor físico, el no poder fue una cuchillada para su orgullo. “¡Maldita sea!”, alcanzó a balbucear en medio de escasas lágrimas de agria amargura. Su intempestiva acción llamó la atención de las enfermeras, quienes pensaron que los gritos del coronel eran producto de alguna dolencia.
— Déjenme solo, no se acerquen — balbuceó a duras penas, al escuchar pasos de enfermeras que se acercaban para ver cuál era el motivo de tanto griterío. Dos fueron las enfermeras que se encargaron de ir a verlo; apenas entraron, el coronel Leoncio no pudo evitar pensar que ambas eran una versión literal de la bella y la bestia. Mientras una ostentaba un cuerpo rechoncho y una mirada encolerizada; la otra era una jovencita de cabellera frondosa y delgada figura. “Una de esas jovencitas que te hacen pensar que el mundo no está tan fregado”, en palabras del coronel.
— Señor Leoncio, por favor no se esfuerce— le rogó la joven enfermera, con una voz que haría ver al más fiero de los hombres como un niño—. Recuerde lo que le dijo el doctor, no me obligue a ponerle una tranquilizante.
El coronel no la creyó capaz de hacerlo y estaba dispuesto a seguir armando un alboroto; pero bastó que viera la jeringuilla y el gesto asqueado de la otra enfermera— motivado por la delicadeza que mostraba su compañera—, para que desertara de sus intenciones. “Tú no harías eso dulce niña; en cambio la otra, ésa, es capaz de matarme con la jeringuilla que lleva en su mano”, pensó mientras miraba fijamente a los ojos de la bella enfermera. “Tu voz es suficiente para que dos ejércitos contrarios hagan un cese al fuego”.
— Discúlpeme señorita…
— Elvira.
— Discúlpeme señorita Elvira. Me exalté demasiado, fue una rabieta de viejo senil. No volverá a suceder, como que me llamo Leoncio Morales.
—Muchas gracias. Ahora… si me permite, tenemos que revisar que se encuentre en buen estado.
Luego de ese intercambio de palabras, el coronel obedeció cada una de las indicaciones que las enfermeras le dieron. Le tomaron la presión y le dieron sus medicamentos. Una vez totalmente cercioradas de que estaba en perfecto estado, procedieron a retirarse. Antes de irse, la enfermera Elvira tuvo la gentileza de regalarle una sonrisa de agradecimiento que dejó totalmente abobado al coronel.
«Ya lo decía mi madre: “tu única debilidad son las mujeres” », pensó, mientras respondía con otra sonrisa.
Un gesto que pensaba había olvidado y que, por un breve momento, logró hacerlo sentir como en antaño. Cuando era un joven buen mozo y caminaba por la vida coleccionando amoríos. Sin embargo— de la misma manera que la juventud—, la inusitada sensación de rejuvenecimiento se esfumó sin dejar rastro. Cayó en la cuenta de que su alegría no era producto de que la enfermera le sonriera, sino que ésta solo se debía a la relación que tenía con un hecho del pasado. Lo único que le quedaba eran recuerdos que oscurecían su presente, todo hecho presente se mostraba ante él carente del calor y colorido que encontraba en el pasado.
—Tiene un parecido a Margarita…— se dijo con la voz cansada—. Si tan solo ella estuviera aquí…
“Pero ella ya no está, deja de lamentarte, Margarita entristecería si te escuchara hablar así. Mejor duérmete de una vez, viejo marica”, se dijo a sí mismo. Cerró los ojos con fuerza y fue cuestión de segundos para que el sueño sellara sus párpados.
A la mañana siguiente vería algo de televisión para evitar pensar desde tan temprano. Se quedó viendo los noticieros de la mañana esperando que en cualquier momento su nombre fuera mencionado; pero solo noticias de asesinatos y tragedias eran las que abundaban. Apagó la televisión decepcionado y, sin nada mejor que hacer, dirigió el motivo de sus pensamientos a visionar qué haría cuando estuviera parcialmente recuperado. Solo parcialmente, pues sabía que a esa edad uno ya no se recuperaba completamente.
—Apenas salga de este lugar iré a tomar unos tragos con Enrique y Augusto, esos viejos cadetes malagradecidos, ni siquiera me visitaron una vez; pero ya verán cuando me reúna con ellos. Luego… luego… ¿qué puedo hacer después?, ¿por qué vivir? ¿Para seguir viviendo de la miserable pensión que el Estado me da por tantos años de servicio? ¡Incontables campañas y medallas ganadas para acabar viviendo de migajas! Y serví, serví bien a mi patria, mi comportamiento dentro y fuera del cuartel fue intachable. Nadie puede decir que el coronel Leoncio aceptó dinero por lo bajo o que promoviera a algún soldado por mero favoritismo. Y vaya que en incontables oportunidades me vi tentado, pero me negué a todas las podridas ofertas de esas personas que no merecían llevar el uniforme. La única vez que hice un trato por lo bajo fue para que atendieran a mi esposa antes que a otra persona, ¡que ella me sepa comprender y me perdone! De no ser por el estúpido sistema de los hospitales de este país nunca me hubiera visto presionado a hacerlo. ¿Pero todo para qué?, ¡para que esos malditos ineptos en vez de salvarte terminaran de matarte!
«Ya han pasado cinco años Margarita, cinco largos años de tu partida. Una vez me dijiste qué haría yo sin ti. Tenías razón, solo soy un viejo coronel que ya solo sirve para dar órdenes a fantasmas. El día que te fuiste, ese día la vida debió darme de baja», exclamo en sus pensamientos, antes de estallar en llanto.
Esa noche el coronel lloraría como un niño cada una de sus penas; ya ni en sus recuerdos hallaba regocijo. La vida, lo vivido y lo aún por vivir le causaba tristeza.
“La muerte es una mierda… necesaria, y ella ya debería juzgar que soy totalmente innecesario, me deja sufriendo y renegando de mi vida mientras hay otros tantos que aún no llegan”, exclamó para sí. Todo era para sí mismo, no tenía a nadie por escucha y si lo hubiera tenido seguramente lo hubiera mandado al carajo.
Para cuando llegó el séptimo día en el hospital ya no tenía fuerzas para seguir viviendo, se sentía más adolorido y más cansado que los días anteriores, pese a que físicamente su mejoría era notable. “Soy un montón de hueso y pellejo. No sé para qué estos doctores me reparan otra vez, hace mucho que estoy quebrado por dentro y para esas heridas la ciencia no tiene cura”.
Mientras seguía lamentándose, una mosca empezó a revolotear por encima de él y se posó sobre su frente. El coronel movió sus cejas para espantarla— si bien ya podía mover su brazo izquierdo levemente, el hacerlo le costaba mucho esfuerzo—; la mosca levantó el vuelo, dio un par de vueltas y se posó otra vez sobre su frente.
— ¡Mosca de mierda! —gritó, mientras soplaba para intentar ahuyentarla—. ¡Puta!, ¿quieres que te mate? — Renegó, mientras movía su brazo izquierdo (no sin mucho esfuerzo) para darle un manotazo —. ¡No entiendo a las jodidas moscas, joden tanto como si quisieran que las maten!
Un dolor punzante hizo que el coronel se detuviera. “Ni siquiera puedo matar a una jodida mosca; ha de olerme como carne podrida que jode tanto”, rio con una sonrisa irónica de las que suelen terminar en llanto.
— ¡Por qué no me llevas de una vez!— gritó con todas las fuerzas que le quedaban, tratando de invocar a la muerte.
El coronel esperó un momento a que pasara algo. Nada sucedió. No sintió frío como esperaba, ni, mucho menos, perdió la consciencia de su existencia. Seguía allí, pero algo era diferente. Todo parecía igual, pero no lo era. No había ruido alguno, el sonido de los pasos de las enfermeras caminando por los pasillos que hasta poco podía escuchar con claridad, se detuvo abruptamente; las voces se silenciaron y, para su total asombro, vio como la mosca que hace unos momentos le había estado molestando se quedó flotando estática en el aire.
Sin embargo no estaba muerto; aún todos sus sentidos estaban funcionando. Podía ver y sentir; no podía comprobar si aún olía o degustaba, pues no había olor alguno ni nada que degustar; pero podía asegurar que todavía conservaba el sentido de la audición, pues a sus oídos llegaba, en forma creciente, el sonido de una risita de niña traviesa. La risa parecía provenir del interior de la habitación; sin embargo, pese a mirar a cada rincón de la habitación para identificar de dónde provenía, no veía a nadie.
Pasarían unos minutos en la mente del coronel, o quizás solo segundos, para que la figura de la niña empezara a delinearse en la entrada de la habitación. Como si de un cuadro se tratara, la imagen de la niña se dibujaba en el aire como si estuviera siendo trazada por un lápiz, hasta que el coronel la tuvo frente a sus ojos; parecía no tener más de nueve años. La niña tenía largos cabellos trenzados; las pupilas de sus grandes ojos verdes se encontraban totalmente dilatadas; su piel era como el más puro de los blancos; y sus labios eran rojos como la sangre que brota de una herida fresca. Se encontraba cubierta de un vestido blanco adornado con detalles de flores negras, y sus pequeños pies no llevaban zapatos; descalzos, apenas tocaban el suelo.
Solo fue suficiente que el coronel Leoncio la viera para saber muy bien quién era; no tuvo miedo. “Conque de verdad era mujer la muy puta”, pensó.
—Oh, conque así eras. ¿Has venido a terminar el trabajo? — se dirigió el anciano a la muerte.
La niña no dijo palabra alguna.
—Te olvidaste de llevarte el alma de un muerto. ¡Yo llevó muerto cinco años! — exclamó el coronel, con un tono desafiante.
— Todavía te quedan tres minutos— respondió ella, riendo dulcemente.
— ¡No me vengas con huevadas!, ¡De una vez!, ¡Puta!
La muerte accedió a su petición. Se acercó hasta la cama del coronel, danzando grácilmente, con una sonrisa en el rostro hasta que estuvo frente a su cama; el coronel se limitó a mirar el techo mientras sentía como su garganta era presionada suavemente por unas pequeñas y heladas manos; era algo innecesario, él ni siquiera se molestaba en intentar respirar.
Todo se fue oscureciendo, cada uno de los elementos del cuarto que el coronel podía ver gracias a su visión periférica se tiñó de oscuridad, hasta que, lo único que pudo observar, era como la blanca pared del techo se iba desvaneciendo lentamente; y ya no se veía solo ni viejo. Iba de la mano con su esposa Margarita.