Esta historia pretendía ser una continuación de la anterior. Pero al pasar de la tercera línea; el personaje principal se había convertido en un ser autónomo y con una historia diferente. Caminos inusitados de la creación. Cuando empiezas a escribir sin una idea definida de lo que te propones, solo hay dos posibilidades: puedes terminar escribiendo varias páginas y no llegar a nada o puedes terminar hilvanando ideas en cuestión de segundos como por arte de magia. Este relato es una muestra de lo segundo.
Herido de muerte
El coronel Leoncio se hallaba hospitalizado, gravemente herido; a duras penas podía moverse. Se encontraba totalmente inmovilizado— gran parte de su cuerpo estaba enyesado— en una de las tantas habitaciones del hospital. Un tropiezo y un rodar por las escaleras fueron las causantes de su actual situación. De no haber sido por Sergio, uno de sus vecinos, que lo escuchó maldecir quejándose de sus dolores, nunca los otros vecinos se hubieran enterado que el coronel había sufrido un accidente. Era muy orgulloso como para ponerse a gritar por ayuda. Al ver que Sergio le preguntó si se encontraba bien; y como no tenía de otra, solo se animó a decir: “no me puedo mover, tengo el cuerpo destrozado, mierda”.
Se necesitó llamar a un cerrajero para abrir la gruesa puerta de fierro. Apenas, el cerrajero logró entrar a la casa pudo ver como el cuerpo del anciano se hallaba desparramado como una manta raya por las escaleras. Los vecinos se habían quedado muy sorprendidos de que un anciano de setenta y siete años hubiera sobrevivido a semejante caída; pero más que eso les sorprendió el hecho de que pese a el accidente el coronel solo se la paso disparando lisuras a diestra a siniestra en vez de quedarse tranquilo mientras era subido a la camilla de la ambulancia.
Varios de ellos lo visitaron en un principio; pero el coronel al ver que solo era por compromiso les prohibió que le volvieran a visitar. Pasarían un par de días para que volviera a estar acompañado; otro anciano llamado Mario, que había sido internado por motivo de una cirugía que se le había aplicado para curarle una úlcera, se convertiría en la persona que lo acompañaría por un breve tiempo.
Solían intercambiar anécdotas, pero sobre todo hablar mal de todos los políticos. Bastaba que uno de los dos mencionara el tema— siempre el mismo tema— para que la tertulia se desatara.
—Son una sarta de vendidos: los actuales, los que los precedieron y los que vendrán. ¿No lo cree?
—Pero por supuesto. Es necesaria toda una fumigación a fondo para eliminar a esas viejas ratas y sus crías.
— Lo que se necesita en el gobierno es un militar bien plantado.
— Yo votaría por usted sin dudarlo.
Le entusiasmaba recordar esas conversaciones, no por el contenido de las palabras, sino por la intensidad con que las que se dijeron. Pero ahora se hallaba solo… otra vez. Su única distracción era pensar. Se pasaba todo el día pensando, odiaba pensar, porque siempre que pensaba, recordaba que fue feliz: la peor tortura para un anciano, solo vivir en sus recuerdos.
Recordaba cada parte de su vida como una película de triste final: sus primeros conflictos, sus amores, sus pasiones, sus triunfos, sus derrotas; a las personas importantes que pasaron por su vida: sus padres, sus amigos, los viejos camaradas. La gran mayoría de sus amigos ya se encontraban enterrados. Nunca fue muy sociable y era muy huraño como para conocer nuevas personas. Se había pasado gran parte de los últimos cinco años casi todo el día encerrado en su casa; el hecho de su accidente no solo suscitó atención por el accidente en sí mismo, varios de los vecinos se sorprendieron más que por el accidente por enterarse de que en esa casa vivía alguien. Los únicos, por así decirlo, amigos que le quedaban eran dos cadetes con los cuales solía reunirse una o dos veces al mes para jugar a las cartas. Sin embargo hasta ese momento ninguno de ellos había ido a visitarlo.
« ¡Ingratos, mi accidente seguramente debe haber salido en todos los diarios: “Valeroso coronel que luchó en la Guerra del Pacífico sufrió grave accidente”. Y ni así esos malagradecidos tienen la decencia de venir» La verdad era que su caso no había suscitado la más mínima atención: ni una pequeña nota había sido publicada en relación a su accidente, ya que los diarios al igual que la historia nunca se ocupan de los anónimos. En su lugar, el centro de atención fue la noticia de un duelo de espadas entre el presidente Belaunde Terry y el parlamentario pradista, Eduardo Watson Cisneros.
Pero más que la ingratitud de sus soldados; le dolía recordarla a ella. La mujer que lo acompañó más de cuarenta años de su vida hasta que la muerte se encargó de extinguir a su bella flor llamada Margarita. La única mujer que pudo ver detrás de todos los ademanes de hombre fuerte y rudo que ostentaba el coronel a un niño obstinado.
Pensaba en ella, ya que sentía a la muerte cada vez más cercana, en cada uno de los dolores insoportables que ésta le propinaba a su achacado cuerpo. “Maldita vejez, ya no queda nada del robusto coronel Leoncio; pero si tuviera a mi escuadrón aquí, todavía podría mandarles y cada una de mis palabras sería la ley para ellos…. ¡Es más, lo demostraré!”, se dijo en voz baja para que cualquier persona que pasara no lo escuchara y pensara que estaba loco. Pese a ello, tenía que demostrarse que aún podía.
— ¡Atención!
— ¡Firmes!
— ¡Descanso!
— ¡Media vuelta!
—¡Mar..!
El coronel Leoncio no pudo terminar de ordenar— a vivo pulmón— a su escuadrón imaginario. Empezó a toser sin control; el esfuerzo fue demasiado para su maltrecha garganta. Pero más que el dolor físico, el no poder fue una cuchillada para su orgullo. “¡Maldita sea!”, alcanzó a balbucear en medio de escasas lágrimas de agria amargura. Su intempestiva acción llamó la atención de las enfermeras, quienes pensaron que los gritos del coronel eran producto de alguna dolencia.
— Déjenme solo, no se acerquen — balbuceó a duras penas, al escuchar pasos de enfermeras que se acercaban para ver cuál era el motivo de tanto griterío. Dos fueron las enfermeras que se encargaron de ir a verlo; apenas entraron, el coronel Leoncio no pudo evitar pensar que ambas eran una versión literal de la bella y la bestia. Mientras una ostentaba un cuerpo rechoncho y una mirada encolerizada; la otra era una jovencita de cabellera frondosa y delgada figura. “Una de esas jovencitas que te hacen pensar que el mundo no está tan fregado”, en palabras del coronel.
— Señor Leoncio, por favor no se esfuerce— le rogó la joven enfermera, con una voz que haría ver al más fiero de los hombres como un niño—. Recuerde lo que le dijo el doctor, no me obligue a ponerle una tranquilizante.
El coronel no la creyó capaz de hacerlo y estaba dispuesto a seguir armando un alboroto; pero bastó que viera la jeringuilla y el gesto asqueado de la otra enfermera— motivado por la delicadeza que mostraba su compañera—, para que desertara de sus intenciones. “Tú no harías eso dulce niña; en cambio la otra, ésa, es capaz de matarme con la jeringuilla que lleva en su mano”, pensó mientras miraba fijamente a los ojos de la bella enfermera. “Tu voz es suficiente para que dos ejércitos contrarios hagan un cese al fuego”.
— Discúlpeme señorita…
— Elvira.
— Discúlpeme señorita Elvira. Me exalté demasiado, fue una rabieta de viejo senil. No volverá a suceder, como que me llamo Leoncio Morales.
—Muchas gracias. Ahora… si me permite, tenemos que revisar que se encuentre en buen estado.
Luego de ese intercambio de palabras, el coronel obedeció cada una de las indicaciones que las enfermeras le dieron. Le tomaron la presión y le dieron sus medicamentos. Una vez totalmente cercioradas de que estaba en perfecto estado, procedieron a retirarse. Antes de irse, la enfermera Elvira tuvo la gentileza de regalarle una sonrisa de agradecimiento que dejó totalmente abobado al coronel.
«Ya lo decía mi madre: “tu única debilidad son las mujeres” », pensó, mientras respondía con otra sonrisa.
Un gesto que pensaba había olvidado y que, por un breve momento, logró hacerlo sentir como en antaño. Cuando era un joven buen mozo y caminaba por la vida coleccionando amoríos. Sin embargo— de la misma manera que la juventud—, la inusitada sensación de rejuvenecimiento se esfumó sin dejar rastro. Cayó en la cuenta de que su alegría no era producto de que la enfermera le sonriera, sino que ésta solo se debía a la relación que tenía con un hecho del pasado. Lo único que le quedaba eran recuerdos que oscurecían su presente, todo hecho presente se mostraba ante él carente del calor y colorido que encontraba en el pasado.
—Tiene un parecido a Margarita…— se dijo con la voz cansada—. Si tan solo ella estuviera aquí…
“Pero ella ya no está, deja de lamentarte, Margarita entristecería si te escuchara hablar así. Mejor duérmete de una vez, viejo marica”, se dijo a sí mismo. Cerró los ojos con fuerza y fue cuestión de segundos para que el sueño sellara sus párpados.
A la mañana siguiente vería algo de televisión para evitar pensar desde tan temprano. Se quedó viendo los noticieros de la mañana esperando que en cualquier momento su nombre fuera mencionado; pero solo noticias de asesinatos y tragedias eran las que abundaban. Apagó la televisión decepcionado y, sin nada mejor que hacer, dirigió el motivo de sus pensamientos a visionar qué haría cuando estuviera parcialmente recuperado. Solo parcialmente, pues sabía que a esa edad uno ya no se recuperaba completamente.
—Apenas salga de este lugar iré a tomar unos tragos con Enrique y Augusto, esos viejos cadetes malagradecidos, ni siquiera me visitaron una vez; pero ya verán cuando me reúna con ellos. Luego… luego… ¿qué puedo hacer después?, ¿por qué vivir? ¿Para seguir viviendo de la miserable pensión que el Estado me da por tantos años de servicio? ¡Incontables campañas y medallas ganadas para acabar viviendo de migajas! Y serví, serví bien a mi patria, mi comportamiento dentro y fuera del cuartel fue intachable. Nadie puede decir que el coronel Leoncio aceptó dinero por lo bajo o que promoviera a algún soldado por mero favoritismo. Y vaya que en incontables oportunidades me vi tentado, pero me negué a todas las podridas ofertas de esas personas que no merecían llevar el uniforme. La única vez que hice un trato por lo bajo fue para que atendieran a mi esposa antes que a otra persona, ¡que ella me sepa comprender y me perdone! De no ser por el estúpido sistema de los hospitales de este país nunca me hubiera visto presionado a hacerlo. ¿Pero todo para qué?, ¡para que esos malditos ineptos en vez de salvarte terminaran de matarte!
«Ya han pasado cinco años Margarita, cinco largos años de tu partida. Una vez me dijiste qué haría yo sin ti. Tenías razón, solo soy un viejo coronel que ya solo sirve para dar órdenes a fantasmas. El día que te fuiste, ese día la vida debió darme de baja», exclamo en sus pensamientos, antes de estallar en llanto.
Esa noche el coronel lloraría como un niño cada una de sus penas; ya ni en sus recuerdos hallaba regocijo. La vida, lo vivido y lo aún por vivir le causaba tristeza.
“La muerte es una mierda… necesaria, y ella ya debería juzgar que soy totalmente innecesario, me deja sufriendo y renegando de mi vida mientras hay otros tantos que aún no llegan”, exclamó para sí. Todo era para sí mismo, no tenía a nadie por escucha y si lo hubiera tenido seguramente lo hubiera mandado al carajo.
Para cuando llegó el séptimo día en el hospital ya no tenía fuerzas para seguir viviendo, se sentía más adolorido y más cansado que los días anteriores, pese a que físicamente su mejoría era notable. “Soy un montón de hueso y pellejo. No sé para qué estos doctores me reparan otra vez, hace mucho que estoy quebrado por dentro y para esas heridas la ciencia no tiene cura”.
Mientras seguía lamentándose, una mosca empezó a revolotear por encima de él y se posó sobre su frente. El coronel movió sus cejas para espantarla— si bien ya podía mover su brazo izquierdo levemente, el hacerlo le costaba mucho esfuerzo—; la mosca levantó el vuelo, dio un par de vueltas y se posó otra vez sobre su frente.
— ¡Mosca de mierda! —gritó, mientras soplaba para intentar ahuyentarla—. ¡Puta!, ¿quieres que te mate? — Renegó, mientras movía su brazo izquierdo (no sin mucho esfuerzo) para darle un manotazo —. ¡No entiendo a las jodidas moscas, joden tanto como si quisieran que las maten!
Un dolor punzante hizo que el coronel se detuviera. “Ni siquiera puedo matar a una jodida mosca; ha de olerme como carne podrida que jode tanto”, rio con una sonrisa irónica de las que suelen terminar en llanto.
— ¡Por qué no me llevas de una vez!— gritó con todas las fuerzas que le quedaban, tratando de invocar a la muerte.
El coronel esperó un momento a que pasara algo. Nada sucedió. No sintió frío como esperaba, ni, mucho menos, perdió la consciencia de su existencia. Seguía allí, pero algo era diferente. Todo parecía igual, pero no lo era. No había ruido alguno, el sonido de los pasos de las enfermeras caminando por los pasillos que hasta poco podía escuchar con claridad, se detuvo abruptamente; las voces se silenciaron y, para su total asombro, vio como la mosca que hace unos momentos le había estado molestando se quedó flotando estática en el aire.
Sin embargo no estaba muerto; aún todos sus sentidos estaban funcionando. Podía ver y sentir; no podía comprobar si aún olía o degustaba, pues no había olor alguno ni nada que degustar; pero podía asegurar que todavía conservaba el sentido de la audición, pues a sus oídos llegaba, en forma creciente, el sonido de una risita de niña traviesa. La risa parecía provenir del interior de la habitación; sin embargo, pese a mirar a cada rincón de la habitación para identificar de dónde provenía, no veía a nadie.
Pasarían unos minutos en la mente del coronel, o quizás solo segundos, para que la figura de la niña empezara a delinearse en la entrada de la habitación. Como si de un cuadro se tratara, la imagen de la niña se dibujaba en el aire como si estuviera siendo trazada por un lápiz, hasta que el coronel la tuvo frente a sus ojos; parecía no tener más de nueve años. La niña tenía largos cabellos trenzados; las pupilas de sus grandes ojos verdes se encontraban totalmente dilatadas; su piel era como el más puro de los blancos; y sus labios eran rojos como la sangre que brota de una herida fresca. Se encontraba cubierta de un vestido blanco adornado con detalles de flores negras, y sus pequeños pies no llevaban zapatos; descalzos, apenas tocaban el suelo.
Solo fue suficiente que el coronel Leoncio la viera para saber muy bien quién era; no tuvo miedo. “Conque de verdad era mujer la muy puta”, pensó.
—Oh, conque así eras. ¿Has venido a terminar el trabajo? — se dirigió el anciano a la muerte.
La niña no dijo palabra alguna.
—Te olvidaste de llevarte el alma de un muerto. ¡Yo llevó muerto cinco años! — exclamó el coronel, con un tono desafiante.
— Todavía te quedan tres minutos— respondió ella, riendo dulcemente.
— ¡No me vengas con huevadas!, ¡De una vez!, ¡Puta!
La muerte accedió a su petición. Se acercó hasta la cama del coronel, danzando grácilmente, con una sonrisa en el rostro hasta que estuvo frente a su cama; el coronel se limitó a mirar el techo mientras sentía como su garganta era presionada suavemente por unas pequeñas y heladas manos; era algo innecesario, él ni siquiera se molestaba en intentar respirar.
Todo se fue oscureciendo, cada uno de los elementos del cuarto que el coronel podía ver gracias a su visión periférica se tiñó de oscuridad, hasta que, lo único que pudo observar, era como la blanca pared del techo se iba desvaneciendo lentamente; y ya no se veía solo ni viejo. Iba de la mano con su esposa Margarita.
0 comentarios:
Publicar un comentario