.+.+.+.+.+.+.Ariana. Capítulo décimo noveno.+.+.+.+.+.+.
La escuela era la de siempre: niños llorones y
fastidiosos, y una maestra que parecía creerlos, si no sus mascotas, bastante
estúpidos. Ariana no lo soportaba, por eso siempre andaba sola. Ni siquiera la
profesora era capaz de hablarle. “Es una niña de pocas palabras”, le había
dicho a su madre alguna vez. Ésta se sintió bien; al menos no le daba problemas
fuera de casa. Ciertamente no comprendió la intención de la profesora. Quería
una respuesta como “¿Mi hija? Oh, no es posible… ¿cree que deba llevarla con el
psicólogo?”, respuesta de madre abnegada. Pero ella no lo era, al menos no como
se lo figuraba. Y consideró tan despreocupada la actitud sonriente de “¿Le
causa problemas? ¿No?, entonces está bien. Gracias”. La labor de una educadora
no permitiría ese tipo de trato hacia los que eran su razón de ser. Su
responsabilidad era superior a la de cualquier otro, ella formaba personas para
adecuarse a lo social, a la convivencia. Un serio problema de ego, precisamente
porque se negaba a aceptarlo como tal. En cambio, lo veía desde una perspectiva
convenida, desde el rol de un mártir, solo para satisfacer su necesidad de
parecer modesta y preocupada por los demás. Sin embargo, no era nada del otro
mundo, conductas como esa son comunes y no suelen dañar a nadie, a menos que
devengan en obsesión, y esta nunca lo hizo. Solo se acercó.
Así pues, llevó por su cuenta a la niña con el
veterinario… perdón, con el psicólogo. Aquel día tocaba tratarlos como
mascotas; estaba de buen humor, después de todo. ¿El resultado? Asperger. “No
hay otra explicación, señorita, tiene que ser el Síndrome de Asperger”, decía
autoelogiándose el descubrimiento, “solo téngale paciencia, seguro será muy
talentosa”. La profesora sonreía ante la respuesta del psicólogo, esperaba una
excusa para culpar a la madre, pero no la tenía… No siempre se gana, después de
todo.
A partir de entonces, Ariana tuvo paz, mucha paz. La profesora
empezó a tenerle cierta consideración, y el psicólogo, orgulloso de su
descubrimiento, se paseaba casi todos los días por el salón para “observar su
comportamiento natural” y mantener una breve charla con la profesora acerca del
tema. Pero no todos piensan “psicológicamente”, y menos esta mujer, a la que
parece agradarle cada vez más el observador. Según ella, era probable que la
niña fuera una excusa para acercársele. El amor es capaz de cualquier locura,
como es bien sabido. Lo que nunca consideró fue que estaba equivocada, pero eso
poco nos importa.
Salir de clases era un alivio a pesar de los gritos
eufóricos de sus compañeros. El portón de salida era el umbral hacia la
libertad. La adiestradora de bestias profesional sabía que era imposible lidiar
con los gritos, así que los ordenaba con divertidos cánticos y dinámicas. Todos
reían cuando esto pasaba, incluso Ariana, y esto era muy raro en ella. Tal vez
lo hacía por lo gracioso que era ver a un adulto fingir ser un niño; una
interpretación fallida.
Los padres venían en tanto que cantaban y se iba yendo
cada uno a casa tan feliz como si acabara de salir de un circo —aunque tal vez
así era—. Ariana estaba entre los primeros, su madre era muy puntual y a veces
eso la molestaba: nunca podía ver el espectáculo completo.
Ya en casa las cosas volvían a la normalidad. La niña
volvía a ser niña, la madre volvía a ser niña, y juntas descubrían esa
auténtica etapa: jugaban a las escondidas (¡Ariana!, ¿dónde te has metido?,
¡niña, no me hagas perder mi tiempo!), que era su juego favorito, y al “Simón dice”, aunque lo extraño de este
último era que Ariana nunca hacía de líder, tal vez porque tenía mala suerte… Sin
embargo ambas parecían divertirse, eran juegos que nunca dejaban de practicar.
Pero no olvidemos los juguetes. En esta época solían pelearse por una muñeca de
trapo, ambas la querían… para la otra, y ninguna parecía ceder. Así, el juego
de “quién se queda con la muñeca”, se volvió prácticamente una rutina.
Lamentablemente, las rutinas no hacen más que ir
consumiendo gradualmente el valor de las cosas, y este juego terminó por ser
aburrido. Ariana tuvo que quedarse con la muñeca. La otra niña tenía doble
vida; al salir por la puerta, se convertía en adulta, así que era imposible que
pudiera conservarla sin olvidarla, como las tantas cosas que se dejan de
recordar por una cuestión de utilidad: su memoria de adulta olvidaba y la de
niña no podía hacer nada al respecto. Era un juego menos.
De esa
manera, la muñeca de trapo se convirtió en nostalgia de un juego, pero en una
buena compañía cuando su madre volvía a ser adulta. Por suerte, los juguetes
nunca se vuelven aburridos, siempre tienen algo nuevo que decir, que hacer, y
Ariana lo sabía muy bien, es por eso que, cuando su madre se iba, cogía del
brazo a la muñeca y jugaban, ya no a las escondidas ni al “Simón dice”, sino a
tejer mundos.
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Es cierto, olvidé algo muy importante que pudo haberme servido de tema. Hace unas semanas decidí que publicaría Ariana los días viernes, y esta es la segunda vez que voy con retraso. Trataré de que no sea así. Agradezco como siempre la lectura de este capítulo y me despido... ¡Au revoir! [ ;) ]
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