¿Conoce a Isabela Duncan? Capítulo Segundo.
- ¿Y por qué le dicen sin sombra al tal Santiago?- preguntó Romualdo. Tenía la idea del porqué, solo quería confirmarla.
- Porque es flaco, enjuto de carnes, pellejo sobre hueso- respondió Matías mientras se estiraba la piel de su mano para darle una idea.
- ¡Ah y con justa razón! Ese hombre sí que es flaco. Ya me lo imaginaba. Pero ¿y cómo así una chica como ella terminó con un tipo como él?
-Ese es el verdadero misterio. Mejor dicho, uno de los dos misterios; el otro es que nadie sabe de dónde es la chica; de aquí no es, nadie la conoce. De Santiago tampoco sé mucho, lo único que sé de él es que nació aquí y que a la edad de diecisiete se largó a quién sabe dónde.
- ¿Y sus padres no saben nada?- preguntó Romualdo, ya muy interesado por la historia.
- Don Rigoberto, su padre- si es que se le puede llamar así-, fue un pobre diablo que abandonó a su mujer cuando el pobre Santiago apenas contaba con siete años; y su madre, María Corrales tuvo que cuidar sola de su hijo hasta que éste se fue. Lamentablemente murió al poco tiempo que su hijo partiera. Era una mujer frágil y de buen corazón, quizás no soportó la canallada que le hizo su hijo al largarse sin dar ninguna explicación. Es un malagradecido.
- Bueno compadre todavía no puede decir eso, no conoce sus motivos- opinó Romualdo tratando de ser imparcial.
- No me importan sus motivos, es un desgraciado. Nada en el mundo puede justificar el dolor causado a una madre.
Romualdo calló por unos segundos. Eran palabras muy ciertas y no tenían replica.
- De modo que no podemos saber nada más, excepto que es muy afortunado- se lamentó Romualdo- ; algo de bueno debe de haber hecho para qué Dios lo haya recompensado poniéndole una mujer tan bella a su lado.
Matías miró hacia un lado con un gesto de ironía. No era muy creyente, a lo sumo aceptaba la existencia de algún dios sin importarle el nombre que le pusieran. Podía ser Alá, Jéhova, Buda, poco le importaba el rostro que utilizara. Si algo no toleraba era la idea que tenían las personas creyentes de adjudicar todo lo bueno o lo malo que acaecía en su vida o en la de otras personas, como obra y gracia de su Dios.
- Sabe que no soy muy creyente, pero si hay un Dios, esta vez sí que lo fue. Yo al menos me volvería un fiel devoto por tener a alguien como Rosario a mi lado. Y si Él está escuchando, que lo sepa de una vez- comentó Matías en tono de burla. Sabía que ese comentario incomodaría a Romualdo.
- No se juegue con esas cosas compadre. Además usted está casado al igual que yo- le reprochó Romualdo-, felizmente casado, al menos espero.
“¡Religiosos!, no tienen sentido del humor”, pensó Matías, ya empezando a mostrar cierta molestia por los comentarios de su amigo.
- ¡Bah!, era un decir, al menos déjeme jugar con la idea. ¡Aguafiestas!
- Así está bien- respondió Romualdo, asintiendo con la cabeza. Se tomaba muy en serio el asunto de ser fiel a una mujer como todo devoto de la Iglesia.
Matías se limitó a mirar con cierto desprecio a su “querido” amigo creyente. El que sea religioso en extremo solo le hacía pensar que su amigo era más tonto de lo que pensaba. Tenía que hacer que la conversación girara en torno a otro tema o terminarían discutiendo como en ocasiones anteriores.
- Bueno compadre, no se ponga serio, mejor cambiemos de tema.
- ¿Tiene hora compadre?- preguntó, casi por intuición, Romualdo. Tenía un compromiso, pero no podía recordar exactamente con quién o de qué trataba. El alcohol había cumplido bien su función de anestesia.
- Son las siete en punto.
De repente recordó que había quedado en cenar con su esposa y sabía que si le hacía enfadar, ella era capaz de trancar la puerta y no dejarle entrar hasta que amaneciera.
- ¿Le sucede algo compadre?, de repente empalideció- preguntó Matías un poco preocupado por su amigo. “El alcohol ya le debe haber chocado, ojala que el cambio en su expresión no tenga nada que ver con nauseas”, pensó mientras observaba el rostro de Romualdo con cierta preocupación.
- Mi mujer me va a matar; debo irme, había quedado en verme con ella a las siete- respondió Romualdo mientras se ponía el saco.
- ¡Corra! Si a mí mujer le hiciera eso, ni pensar en regresar a mi casa.
- Adiós compadre, pero no crea que me he olvidado del misterio de la tal Isabela. La otra semana aquí mismo a las cinco, ¿le parece?, para que me cuente más de qué va todo esto.
- Claro, claro, así quedamos.
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