El Desgraciado de la villa III

Fue un viaje largo y cansado, no es así? Ya no me verán más hasta el domingo, probablemente. Donde LnF vivirá como lo hacen los grandes, los fénix.
En fin, esta es la tercera parte del relato, no más eso, nos veremos cuando Cthulhu quiera.

"El Desgraciado de la Villa" (Tercera parte)

Todo volvió a la normalidad, el carro arrancó con un ronquido inusual. Su mente se despejó, pero no el cielo, unas gotas pesadas cayeron en el capo y el techo de su carro y la tormenta comenzó. ¿Pero cuál era la realidad? ¿Qué eran esas visiones insólitas?
Miró el freno de mano, luego su vista pasó al otro asiento y ahí estaban: dos birras intactas. ¿Qué demonios había pasado? Sintió unas risas fuertes salir del bar. Y prendió el carro, que se apagó al rato de su larga reflexión.
Agarró una de las botellas, la destapó y tomó un sorbo. Ya estaba de camino a la facultad, no había tormenta ni ilusión que le atormentaran, un alivio tomó control de su corazón. La cadencia de sus latidos se hizo regular y puso la luz antiniebla. Ya todo está bien, todo había vuelto a la normalidad.
A la hora de viaje su estómago empezó a gruñir, se había tomado las dos cervezas y solo el hambre le carcomía. No había comido nada, menudo estúpido. Sus ojos se dirigieron al camino de árboles que le rodeaba a ambos lados, el golpeteo de las gotas le molestaba, pero no tenía ánimos de escuchar música. No en momentos cruciales como estos.
Ojos rojos le observaban. No había una gran sonrisa tras esos ojos fijos, sin duda alguna, no era Chesire. Él no era tan cruel. Temió por su seguridad, pero asumió que era su imaginación. Había hecho cosas malas, tenía que ser el subconsciente, ese mismo que había ignorado por completo los dos asesinatos que había cometido. Estaba esperando el momento correcto, cual vil cazador, para hacerlo pasar mal por lo que había hecho. ¿Acaso no eran estos signos de culpabilidad?
Por un momento tuvo el vago sentimiento de que había amado a la chica esa, Natalie. Recordó sus tiernos ojos verdes y su sonrisa, ahora socarrona. Torturándole lentamente a la vez que conducía el esta vez sí sinuoso sendero. La sintió atrás de él, a su lado. Era omnipresente, una presencia universal que tomaba parte de sí. Inundando sus pensamientos. ¿Por qué? ¿Por qué lo había hecho?
—¡MENUDA MIERDA!— gritó a la nada.
Su vista se nubló y una lágrima se escurrió en el extremo interno del ojo. Recorrió toda su mejilla hasta llegar al mentón.
Sentía sus ligeros dedos, su suave mano fría recorrer su espalda, como aquella noche, luego pasar por su pecho y acariciar esas aureolas que poseían simbólicamente los hombres, y que comparten con los senos de las mujeres. El ambiente en el carro era tétrico, oscuro y con un leve deje a muerte. Pero no se lamentaba.
No lo hizo hasta que sintió las afiladas uñas rasgar su cuerpo, hacerle cortes y cortes, y más cortes. Superficiales, para provocar que su piel se volviera sanguinolenta y sucia. Como la de Natalie, como la úlcera formada en el pecho de la otra chica, con la bocanada de sangre en su boca. ¿De verdad las había asesinado él?
Tuvo miedo, más miedo del que tuvo alguna vez en su puta existencia. En su malnacida línea de vida no había estado tan aterrorizado como lo estaba ahora. El carro se coleó pero estaba muy fuera de sí para darse cuenta de lo que sucedía, chocó contra un árbol que rió de su desgracia, su frente fue llevada a un golpe seco contra el volante. Su vista se nubló roja por la herida de la frente.
¿Qué había pasado con ese dulce niño de hace siete años?
Ese dulce y cruel niño que amarró a un gato por su cabeza y patas traseras a dos bicicletas, mientras sus amigos pedaleaban enérgicamente, con los tiernos maullidos del gato moribundo. ¿Qué había pasado con él?
Una risita tierna pasó por ambos oídos, la misma risita tierna que soltó Natalie antes de irse a un largo sueño.
Se bajó del carro aturdido por el golpe, bajo la torrencial lluvia estival.
—¡¿QUÉ MIERDA ME PASA?!— Sollozó.
El desasosiego se apoderaba de él. Lo había hecho hace mucho, había sido una conquista sin igual, la podríamos comparar con las de Alejandro Magno, su crueldad con la de Nerón.
Corrió a lo largo de la carretera entre la purpúrea neblina, entre la fetidez visceral. El miasma, el caldo de muerte preparado especialmente para él. Entre sus pies sentía la profundidad de las ciénagas más tenebrosas. Ramajes, más bien brazos mutilados se interponían con sus piernas. Le agarraban y con sus garras destruían sus piernas, las arañaban y las heridas se llenaban de gusanos provenientes del miasma. Los mismos subían sin pasar más debajo de la epidermis. Eran gusanos gruesos, carnívoros y carroñeros. Sobresalían por su piel y su imagen era peor que la de un leproso. Su piel se volvió lívida. De las cuencas de sus ojos salía un líquido negro y espeso, salía por igual en su nariz. Respiraba por la boca y el mismo líquido negruzco se lo tragaba mientras corría. Sabor a vísceras, a óxido, a carne podrida.
Pese a tal suplicio, seguía en pie, corriendo como si su vida dependiese de ello. Desconocía que su vida pendía sobre una fina hebra de cabello, estaba en lo más profundo del infierno y no se daba cuenta.
Tras él estaba Cerbero o una representación humana de él. Tres metros de altura y una voz grave como ninguna, espectral, sin comparación con la del tabernero del inframundo. Sin comparación con algo jamás oído en su vida. Aquellos alaridos que soltaba ese Cerbero (pues, como dije, es la descripción que más se acercará a aquella figura humanoide), eran horribles como ningún otro y el coro formado por los árboles, el viento y la rítmica de la lluvia, solo eran otra tortura que se añadía a las muchas otras.
Lionel cayó de súbito. Todo sonido paró ipso facto. Todo lo horroroso desapareció, a excepción del horrible Cerbero. Estaban él y aquel donjuán desgraciado. Un sonido de motosierra dominó al silencio con facilidad, sus gruesos seis brazos se levantaron en ese mismo acto. Sus tres horribles caras, sus tres… sus tres cabezas. Reían, reían al mismo tiempo que chocaban la moto sierra contra el piso negro. Lionel estaba estupefacto, sucio y herido. No podía hacer nada ante la inquebrantable quimera que ante él se presenciaba.
Un halo de luz apareció dejándole ver todo a su alrededor, la carretera que había recorrido tantas veces. Mojada, la niebla no dejaba ver a más de un metro de distancia. Pero ahí estaba el cruel Cerbero, se abalanzó contra él con la sierra, lo último que vio fue su deforme cara. Si tenía nariz, o boca, u ojos fue un misterio, pues en sus últimos instantes, no pudo comprender su deformidad, ni lo profundo y grave de sus alaridos. ¿O eran suyos aquellos gritos de dolor? ¿O era suya aquella sangre esparcida por la calle? ¿Era suyo aquel cuerpo deforme… era suyo el dolor? ¿La tristeza?
Al día siguiente se dio a conocer que Lionel Jorge Casablanca había fallecido tras haber sido arrollado por una camioneta que pasaba a toda velocidad. El conductor estaba borracho, se encontró a un kilómetro de distancia, no muerto, pero sí con heridas de gravedad; también se encontró su Fiat, que había chocado al salirse de la carretera. Tras su muerte se habló mucho de sus últimas horas de vida. Su tío contó que ese mismo día había tenido una pesadilla, como cuando era niño, había gritado como si lo estuviesen matando. El cantinero de la taberna dijo que había formado una escena en su bar, le dio dos birras y tuvo que sacarlo a la fuerza de ahí. Gritaba cosas sin sentido alguno.
Con el paso de los años lo conocieron como el “Desgraciado de la villa”. Se contaron historias de terror sobre la carretera número 52, en la que había muerto…


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