El desgraciado de la villa (Primera Parte)
Su respiración nacía entrecortada por la máscara de oxígeno que portaba como otra parte de su cuerpo desde hace más de una semana. Al principio, cuando yacía consciente y taciturna en la cama, bromeaba en que se recordaba a sí misma como ‘Darth Vader’, su prometido alcanzaba a forzar una sonrisa, porque conocía su situación mejor que ella. Fue siempre el objetivo de la chica no preocupar a nadie, y un estúpido error, de quién sabe quién, había provocado una explosión desastrosa, cuando ella, inocente, se disponía a prender una hornilla; en efecto, un escape de gas.
Los mismos médicos dijeron que era sorprendente que siguiera viva y consciente, pero la lucidez más bien duró poco, comparado con su agonía que duró quince días, de los cuales, su “amado” prometido, solo vivió con ella ocho.
Un desgraciado, sí. Pero eso no decía aquella chica del antro, que le llamaba semental. Un desgraciado, efectivamente, pero los hombres de su clase nunca fueron una “joyita”, ella bien lo supo, pero si al relamer algo su corteza dulce te atrae, ¿por qué no dar el mordisco completo? Con ese mismo razonamiento había actuado el donjuán, si algo te molesta, ¿por qué no deshacerse de ello? La torpeza de Natalie, su sinusitis crónica y él haciéndole experimentar una bonita noche bastaron para que sucediera aquel trágico “accidente”, un día en el que sus padres salieron a una boda de unos familiares, volviendo por la tarde del otro día. Los vecinos fueron los encargados de encontrarla medio muerta en medio del desastre provocado por la explosión.
Entre sus amigos, aquel Casanova era conocido como un tipo cruel y burlón, disfrutaban los días de juerga con él y sus historias siempre tenían un toque que las hacía exquisitas, nunca sabían si habían ocurrido en realidad, pero siempre las disfrutaban de la misma manera: con una gran sonrisa y carcajadas. En su facultad, nombrarlo a él era como nombrar al Marqués de Sade. Tras él se contaban historias que solo él sabía sí habían ocurrido en realidad, y tras él había gente que le lisonjeaba con fin de entrar a su círculo social.
Su nombre, pronunciado por muchos y recordado por pocos, era Jorge Lionel Casablanca, pero su historia sigue escrita como en sangre en la memoria de todos, y cómo no recordarla.
El día en que comenzó todo una llovizna estival rodeaba las calles enmarañadas por curvas cerradas y molestas. El pequeño pueblo en el que vivía, a dos horas de su facultad en carro y a una hora de la ciudad en la que se alojaba su universidad. El tráfico era, sin duda, el causal de la hora demás.
Era de noche y se dirigía a un conocido antro. La música de su pequeño Fiat sonaba fuerte, ignoraba la leve llovizna. Empero, tras el fuerte bajo de los estéreos de su carro, creyó oír una motosierra. Pensó que era el motor, pero se dio cuenta de la estupidez de aquel pensamiento. Pasó a ignorarlo por completo, dando a entender que fue su imaginación, luego de caer en cuenta de que oír una motosierra a altas horas de la noche en medio de una leve lluvia, era tan lógico como ir a una fiesta y no follar.
Llevaba conduciendo cuarenta y cinco minutos cuando se dio cuenta de que no había visto ningún carro. Miró por su retrovisor por simple curiosidad, los faros de una camioneta lo cegaron un instante. La luna miró con cuidado el acto y el viento ululó haciéndose por un instante bastante fuerte. Una fantasmagoría pasó por los ojos encandilados de Lionel.
El hombre fornido se acercó lentamente por atrás, un brazo suyo eran tres de los de aquel desafortunado. Su brazo izquierdo levantó un hacha de leñador. El hombre se quiso fijar en las facciones del victimario, pero no sabía cuánto se lamentaría en sus últimos segundos de vida, cuánto lamentaría que esa oscuridad no consumiera por completo cosa tan horrible. No, no lo pudo evitar. Y cuánto odió tener ojos en ese momento, cuánto odió sentir el filo del hacha herrumbrada atravesar su hombro y llegar a la clavícula; ver su sangre y aquella cara horrorosa, aquel cuerpo deforme; aquella sonrisa burlona; aquella motosierra tirada en el suelo, llena de sangre que no era suya.
Lionel se aterrorizó tanto que casi soltó las manos del volante, pero la experiencia adquirida nunca se olvida, o al menos él no la olvidaba tan fácilmente, porque llevaba más de cuatro años manejando por esa misma vieja carretera y era como una vieja conocida. Otra parte de su vida.
El antro explotaba con cada beat de música que provocaba el DJ, con cada grito de ánimo que salía del MC y con cada grito de gente ya animada. La noche era perfecta, fría y silente en derredor de la ciudad. Perfecta para accionar los algoritmos que había puesto en práctica millones de veces, automatizado con maestría y desarrolladas con su mismo genio. El procedimiento solía ser el siguiente: Primero encontrar a un blanco fácil, para pasar el rato, chicas lindas con poca confianza, que en realidad no escaseaban y se conquistaban con facilidad, y luego, cuando ya hubiera jugueteado un rato, ir a por la “Reina” de la fiesta, que, aunque no era oficial, siempre se hallaba una.
Esta noche no sería diferente. Se lo había propuesto, quería que fuera su gran noche luego del fastidio de tener que lidiar con la familia de la chica muerta, un par de mentiras por aquí y por allá. Todo listo, no los vería más después de una bonita actuación.
Al final de su noche y la del bombón que traía consigo. Una leve llovizna hizo juego con el frío. El cielo nocturno, pese a tener a Febe escondida, no era tan oscuro y los faroles iluminaban las calles lo suficiente. Prestó a la chica su chaqueta, pues es menester de un donjuán, y la acompañó a su carro juntándola a sí mismo con un brazo. La cogorza había arrebatado todo el bochorno de la chica, solo faltaba la cereza sobre la torta; el “abracadabra”.
La llevó consigo en su carro a un lugar alejado, fornicaron y el frío de la noche los obligó a dormir abrazados (aunque esto fue lo menos que hicieron). Calentándose recíprocamente con sus cuerpos, sin sentir el frío que se ahondaba en sus corazones. La brisa que se escabullía en su Fiat y tocaba sus cuellos inmiscuyéndose en sus sueños de una manera u otra. A excepción de eso, la noche se comportó en orden de la lascivia, y el sueño fue lo último que les sobrevino, cuando al finalizar este último Jorge se encontró despierto por los rayos solares, al lado de la chica que ya había utilizado.
—Oye, despierta— le dijo con su dulzura hipócrita, esperando a deshacerse de ella rápidamente.
Estaba encima de él y no quería perturbar su sueño con movimientos bruscos. Ella misma sabía que solo sería por una noche, pero, a pesar del arrebato que casi le entró al Casanova, no podía dejar que se creara una mala atmósfera a su alrededor.
—¡Oye! — alzó la voz.
Se lamentaba de lo que parecía un sueño bastante profundo. No le extrañaba el frío de las manos de la bella durmiente que tocaban su pecho, lleno de sudor frío (o eso pensaba), pues se “ejercitaron” a lo largo de la noche. Intentó moverse sin despojar de sus sueños a la chica, su cuerpo se sintió especialmente pesado y no fue hasta cuando vio su cara, con una bocanada de sangre (ahora seca) saliendo de su boca, que se dio cuenta de que había muerto.
Miró su pecho y, tal y como esperaba, estaba lleno de sangre. No se alarmó, él más que nadie sabía que tenía que actuar con cautela y hacer desaparecer el cadáver. Aunque los policías fueran holgazanes en el pueblucho en el que vivía.
Cuando salió del carro se fijó que una flema espesa salía de la nariz de la chica, puso un pañuelo sobre su cara para no ensuciar su carro y se dirigió a un pueblo que estaba a tres horas del suyo. Era lo menos que podía hacer. De camino a aquel pueblo lejano, sintió que su jaqueca se hacía cada vez más fuerte, a la vez leves retazos de un cruel sueño aparecían en su mente. Las pesadillas habían dejado de asustarle hace muchos años, cuando se divertía siendo joven torturando animalitos.
Eran buenos momentos, sin preocupaciones estúpidas, pensó.
Recurrió a su labor con diligencia, lo había hecho antes con algunos amigos. Enterrar perros para que nadie se diera cuenta, antes era en el bosque cercano. Pero ese sería el principal lugar donde la buscarían y la darían por desaparecida. En cambio, la llevo a otro viejo bosque, bautizado por los niños como “El Bosque del Leñador del Mal”. Se adentró en él por una ruta rústica al cabo de dos horas y media, y después de un tiempo manejando, habiendo escogido el lugar del funeral previamente, sacó una pala del maletero, esencialmente útil para momentos como estos. “Nunca sabes qué puede pasar”, era su lema. Se conocía bien. Conocía sus tendencias psicópatas y los ataques de ira que le venían a veces. Eran una mala combinación.
Le tomó una hora y media completar el proceso. Sus pies quedaron embarrados, pero la parte difícil estaba hecha. Ahora solo quedaba descansar.
El viaje para llegar a casa fue tortuoso, había dormido poco y el sopor le tentaba en medio de la carretera. Recordó las tardes en las que hacía lo mismo con sus viejos amigos, iban en bicicleta, lo hacían en grupo, pero seguía siendo un procedimiento difícil.
Una vez llegó a su casa, tomó una ducha y se acostó a gusto con el frío vespertino que había, era común en su pueblo. Ahora vivía en un pequeño apartamento que su tío le había regalado al morir su padre, vivía de una herencia que le dejó tras divorciarse de su madre y morir en un accidente de tránsito al año próximo. Estaba viejo, pero era gentil y bonachón, murió a los 60. Jorge tenía justamente un tercio de lo que vivió su padre. Lo recordaba constantemente, a diferencia de su madre… A la que nunca le agradó lo suficiente.
Se tiró a la cama luego de tomarse la ducha, oyó una motosierra de nuevo y la justificó con algún árbol caído… o quién sabe qué. Solo importaba dormir. Dormir…
Nota: Las próximas dos partes serán publicadas el martes y miércoles.
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