Que el mundo está de cabeza, eso lo sabemos todos, si no, no existiría este blog, ni mucho menos yo. Aquí he comprobado muchas veces que estoy casi demente, que la cordura no es un estado común, o que tal vez es tan común que no lo parece, porque no es como si el mundo estuviera cuerdo. Juego de conceptos un poco extraño, pero útil si quieres llamar loco a alguien o decirle que no lo es aunque lo sea... en fin, rarezas. El hecho es que este estar de cabeza construye historias como Ariana, que lleva ya mucho tiempo por este blog, cosa que celebro y me agrada mucho. Este es ya el capítulo número 24, un gran logro, creo yo, pero las cosas se van haciendo cada vez más claras para mí: Ariana está por terminar. Sí, no es broma, ya casi se termina, pero está bien, podré superarlo, y sé que ustedes también. Así pues, he aquí el capítulo...

.+.+.+.+.+.+. Ariana. Capítulo vigésimo cuarto+.+.+.+.+.+.


La fiesta transcurrió felizmente durante toda la noche. Nada les cambiaría esa felicidad, ni siquiera el no encontrar el muñeco de novio que se suponía que llevaba el pastel de bodas. Se veía solo a la novia, como si el casamiento fuera consigo misma o como si la celebración hubiera sido individual, caso en el que, seguramente, el novio también tendría un pastel propio con un muñeco en la parte superior; pero no era así, había uno solo y hasta hace poco habían constatado la presencia del novio —del muñeco novio, es decir—. Algo extraño, pues nadie nunca se dio cuenta de que alguien lo retirara —hay que aceptarlo, aquel pastel era muy bonito y llamaba mucho la atención—. Pero tenía que estar por ahí. Incluso si cobró vida no habría podido escapar: la puerta principal estaba cerrada y los muros del patio eran demasiado altos para un ser de su tamaño. Ya lo encontrarían luego. Total, un muñeco no era la parte principal de la celebración, y ninguno de ellos —o al menos no los novios— tenía creencias supersticiosas.
Ariana y su madre se fueron temprano. A ésta le preocupaba estar tan indispuesta que no pudiera vigilar a su hija (“el trabajo no cuenta”). Su orgullo le decía que ella era la madre —se lo confirmaba, es decir— y que los papeles no podían invertirse, que una niña no podría hacerse cargo de su madre, salvo en alguna novela realista, que poco de realista tendría, pues “esas cosas no deberían pasar” —aquí hay que señalar lo que entendía por realista la madre de Ariana: una expresión de la realidad ideal, de lo real auténtico y no de lo real desagradable, que eso era más una especie de blasfemia a la propia humanidad—. Así es que era su deber cumplir su rol de madre y llevar a su hija a casa para asegurarse de su bienestar, que aunque estuviera ésta muy cómoda en la habitación de invitados, no podría compararse tal situación a la del propio hogar. Además, sabía que el alcohol la terminaría por derrumbar, incluso cuando tomaba de a pocos y le daba un tiempo prolongado de vida a cada copa. Aprovechó su lúcida conciencia y fue en busca de Ariana. Era hora de irse.
Llegaron a casa a salvo, mamá era muy buena conduciendo, cosa que desmentiría por completo el popular dicho de que una mujer al volante es un peligro, y las cosas terminarían peor para los creyentes en dicho folklore si supieran que acababa de salir de una fiesta de bodas. Claro, era probable, pese a su lucidez, que el alcohol en su sangre estuviera por los límites de lo permitido, pero no lo estaba, aunque resulte increíble, no lo estaba. En medio del viaje, que es más bien corto, se acercó un policía a pedirle identificación y hacerle la famosa prueba antidoping, y bien, negativo, ése fue el resultado. Es como si hubiera desarrollado la capacidad de controlar el nivel de alcohol en su sangre, pues nunca había obtenido una multa por eso, una habilidad digna de ser estudiada por los parapsicólogos, o tal vez no… El hecho es que llegaron a salvo. Ariana fue llevada a su habitación y acomodada en su cama, luego su madre haría lo mismo, estaba bastante cansada —sí, conversar y reír con amigos también cansa.
A la mañana siguiente ocurriría algo impresionante. Muy temprano, la niña levantó a su madre con un grito. “¡Dónde está!, ¡dónde está!”, vociferaba algo afligida. Ésta acudió a ver qué sucedía al tiempo que le reprochaba el haber interrumpido su sueño. La niña calló al verla y la miró con una expresión que parecía ser producto de la acumulación de la desesperación, ¡y vaya qué desesperación!, y qué veloz habrá sido su flujo, porque inmediatamente su rostro se tornó rojo y comenzó a llorar. Su madre no supo qué hacer, estaba algo resignada a intentar comprenderla, recordó las palabras de la novia la noche anterior (“¿por qué no lo intentas?, tal vez entenderías mejor a tu hija”) y éstas la confundieron. “¿Será o no tarea de una madre hacer eso?”, se preguntaba, porque quería criarla lo mejor posible, aunque hacerse ese tipo de preguntas no sea tan importante como el bienestar de la niña, y no es que no lo supiera, pero su ideal de madre nunca estaba claro, ni tenía por qué estarlo, solo que le importaba tanto ser una buena madre que terminaba por dejarlo en segundo plano. A pesar de esta suerte de obsesión, la abrazó casi instintivamente.
La abrazó pero no solo eso, sino que lloró con ella, como compartiendo su dolor, aunque aún no tenía idea de a qué se debía, mas no importaba, no en ese momento. Aquél era su momento, un momento en que madre e hija compartían sus emociones al unísono, sin necesidad de una sola palabra.
Entonces sucedió aquello que la madre había estado evitando todo este tiempo. Los papeles se invirtieron de pronto, como si algún travieso joven hechicero les hubiera querido jugar una broma. Ariana se despegó un poco de su madre y la quedó mirando. No podía evitarse las lágrimas, pero intentó aguantar el llanto para poder hablarle.
— No llores, mamá, ya volverá papá —el sollozo se hizo aún más intenso, tanto que Ariana tampoco pudo soportarlo—mamá… ma…má… papá… Ariana no está…
Estas últimas palabras confundieron aún más a su madre, pero no le preocupó por ahora. Lo importante era calmarse.

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Eso ha sido todo. Espero que les haya agradado. Ya verán lo que les espera en los próximos capítulos. Gracias por leer. ¡Au revoir!

Luego de alejarme por un buen tiempo los vuelvo a saludar. Luego de estar ocupado con variadas cosas me di tiempo para escribir este breve relato, aún no pienso el título, lo último en lo que pienso es en el título y es quizás lo que más quebradero de cabeza me da. Nunca aprendi a sacar bien la idea principal de un texto, quizás allí está el origen de mi actual problema. ¿Pero todo debe llevar un título no?, por ahora el título será:

El hombre del cine


Solía ir al cine seguido, inclusive los domingos, aunque costara más caro de lo habitual, era un hombre de costumbre, siempre puntual, siempre al terno, elegante, de color negro, como último detalle un sombrero de copa lo hacía resaltar en las calles, al igual que el resto de su vestimenta de color negro, siempre en las tardes, cuando el sol se ocultaba pero todavía no oscurecía. Salía de trabajar, se despedía de los pocos amigos que tenía, suponían que iba a su casa, no era de fiestas ni de ir a tomar unos tragos, decía ya estar demasiado viejo para eso.
Una vez fuera se dirigía a tomar un cafecito dirigido por un amigo de su difunto padre que los preparaba como ninguno, una vez terminado se despedía y salía a rumbo un parque al cual solían acudir niños, allí esperaba sentado a que llegaran las cinco y media, siempre iba con tiempo de sobra, caminaba a paso tranquilo mientras fumaba un cigarrillo que apagaría en el camino.
Tenía cuarenta y siete años, gracias a su mirada melancólica y a una notable calvicie heredada de su padre aparentaba más, se apedillaba Martínez, aunque sus amigos del trabajo le decían en son de broma que él era el hombre que entristecía a los colores, una clara alusión a su vestir monocromo. ¿Por qué iba al cine luego de ir a trabajar, siempre al mismo, invariablemente?, ninguno de los trabajadores que laboraban allí lo sabía; y con los que llegó a entablar relación en un tiempo ya trabajan en otros lugares.
El cine no era gran cosa, no pertenecía a esas grandes cadenas que se establecían en todo centro comercial cercano, formaba parte de esos viejos cines que en un tiempo fueron puntos de encuentro conocidos por ser los primeros en traer las novedades cinematográficas del viejo continente y que aún subsistían por ser baratos, quizás uno de sus fuertes era que solía pasar en ocasiones especiales películas clásicas. Sin embargo, las personas ávidas de películas clásicas no era su público mayoritario; lo eran los niños que eran llevados por su padres.
La mayoría de trabajadores actuales pensaban que era un crítico de cine o que desempeñaba alguna función para el cine que ellos desconocían. No era un cliente habitual, no iba para pasar el rato con amigos o con la familia, no compraba palomitas o alguna bebida, solo iba y se sentaba a ver lo que se proyectaba. No pasaría mucho tiempo para que su recurrencia fuera notada por los trabajadores que se encargan de vender los tickets, cuatro amigos a puertas de salir del colegio que laboraban allí para costear sus gastos. Solo laboraban por las tardes, luego de sus clases. El trabajo lo consiguieron porque uno de ellos era sobrino del administrador.
El primer día que lo vieron no les llamó la atención, un cliente más; la segunda vez, alguien que no tiene nada que hacer y que le gusta el color negro; la tercera vez se sorprendieron; las siguientes veces ya sabían la hora en la que venía, siempre con su paso lento, con su mirada escondida bajo el alero del sombrero, como no sabían su nombre ni tenían motivo para hacerlo, decidieron referirse a él sencillamente como “el hombre del cine”. ¿Qué era lo que venía a hacer tan seguido? Partían de la premisa equivocada de que nadie iba al cine tan seguido, mucho menos solo. Su presencia, su voz calmada, seca, carente de calidez, les incomodaba; cuando venía cada uno de ellos se miraba esperando que se dirigiera al otro. Su presencia les inquietaba, en cierta forma ya empezaban a mostrarse preocupados por aquel misterioso personaje, empezaron a considerar su presencia como peligrosa, en las reuniones tejían las teorías más extravagantes que cruzaran por su vertiginosa imaginación, se convirtió en su pasatiempo de los domingos luego de salir del trabajo por la noches.
“¿Y si es un terrorista o algo así?”, se atrevió a decir el de imaginación más intrépida. “Quizás un día de estos escucharemos una gran explosión”. Todos se rieron de su afirmación: “Ves muchas películas de acción”, le dijeron. Callo avergonzado. El que iba a soltar que era una aparición prefirió callar: “Ahora van a decir que veo muchas películas de terror, mejor no digo nada”, pensó. Ya nadie quiso aventurarse a dar una hipótesis apresurada, la conversación giró en torno a los estudios; preocupaciones, exámenes, profesores, fueron las palabras que empezaron a escucharse. De repente uno se atrevió a soltar otro comentario acerca del hombre del cine: ¿Y sí va al cine a ver a los niños? Este comentario sorprendió a los otros; al ver la reacción que su cometario generó les hizo recordar la vez que lo vieron en el parque conversando amigablemente con varios de ellos, inclusive les regalaba caramelos, a esto añadió que el señor casi todo el tiempo veía películas para niños. El que había mencionado que era terrorista le refutó diciendo que había formas más sencilla de observar niños que en la oscuridad. “Quizás no solo los quiera ver”, siguió hincando en la duda abierta. “Quizás, quizás…”, fueron los pensamientos que rodearon la mente de todos.
Al día siguiente ya no miraron al señor del cine con los mismos ojos, al verlo subir las escaleras —el cine se encontraba en un segundo piso—, sus miradas hacia él denotaban desconfianza, cierta indignación por algo sobre lo que aún no había motivo ni prueba, solo suposición. La cola era inmensa, las personas estaban impacientes por recibir su ticket, no había tiempo para compartir esos pensamientos acusadores. Había llegado un poco más tarde de lo habitual, se encontraba sentado, fumando un cigarrillo en las pequeñas mesitas que se disponían para comer algo ligero. Los estudiantes realizaban la misma operación autónoma de todos los días: escuchar, cobrar, entregar ticket, gracias. No le quitaban la vista de encima, uno de ellos creyó ver que el señor del cine dirigía su mirada hacia donde se encontraban algunos niños jugando con las máquinas pese a no tener fichas, creyó percibir cierto placer en su mirada. Pudo ser producto del cigarrillo o producto de esa alegría que producen los niños en las almas sensibles, pero lo que él solo notó fue una mirada lasciva. Solo, allí, observando a los niños jugar se encontraba el hombre.
La cola fue reduciéndose hasta que solo hubo cuatro personas, el señor del cine ya se encontraba en ella, una mirada cansada adornaba su rostro, las manos en el bolsillo, la mirada escondida bajo el alero del sombrero. Había todavía dos entradas para la película que tenía como público objetivo a los niños. Al escuchar que el señor del cine pedía una entrada para ver esa misma película, el muchacho que lo había estado observando le respondió de mala gana que ya no habían. Su compañeros miraron de reojo la computadora, habían claramente dos entradas libres, pero entendieron el porqué de lo que hacía, decidieron ser cómplices de su silencio. “¿En verdad?…, oh, es una lástima, gracias de todas maneras”, respondió con una voz que reflejaba clara decepción, casi tristeza. Los cuatro lo vieron alejarse como una sombra.
Mientras regresaba a su casa, el hombre del cine se sintió terriblemente infeliz, las calles le resultaron sin vida alguna, el cigarro que fumaba le dio nauseas, el reflejo de su imagen en la de vitrina de una tienda, ver lo mucho que había envejecido le dio ganas de llorar. La puerta de su casa se encontraba cerrada, sacó las llaves, la abrió: inmensurable vacío. Prendió el televisor: asesinatos, vulgaridades y gente jugando con las esperanzas de otros. La apagó, apagó todo, cerró los ojos y sintió oscuridad, el día había concluido de forma inconclusa. Nunca antes le había sucedido eso, nunca antes desde que su padre muriera había faltado.
Al amanecer siguió su rutina diaria. Levantarse a las cinco, asearse y alistar sus cosas para ir a trabajar. Pasaron las ocho horas que se le exigían y se dirigió al cine, esta vez fue un poco más temprano, no quería que le sucediera lo de ayer. No quería sentirse desgraciado. Los muchachos le esperaban. Habían quedado en negarle la entrada con la misma excusa de ayer; sin embargo esta vez era diferente, decirle que se habían agotado sería ilógico. No había cola y por ser jueves las entradas estaban más caras y la asistencia de las personas se reducía. “Seguramente pedirá la película que le negamos ayer”, comentó el mismo muchacho que le negó la entrada. “Si te la pide, niégasela otra vez”, le increparon. “Nosotros haremos lo mismo”, alcanzaron a decir cuando prácticamente el hombre del cine se encontraba frente a ellos. Callaron de inmediato. No existía cola, no había nadie a excepción del hombre del cine, esta vez no se dirigió al muchacho que se le había negado la entrada ayer, optó por dirigirse al de la ventanilla izquierda. Con mucha amabilidad, le pidió, en efecto, una entrada para la película que no pudo ver. “Lo siento están agotadas”, le respondió de inmediato el muchacho de la ventanilla izquierda, tal y como habían quedado. El hombre del cine retrocedió la cabeza levemente y arqueo las cejas, le parecía tonta la excusa que se le daba: “¿Cómo que están agotadas?, no ha habido nadie en la cola y he venido temprano”, le respondió indignado. El muchacho empezó a ponerse nervioso, los otros le observaban, tenía que decir algo: “Si no me cree hable con el administrador”. Pensaba que eso sería suficiente para hacerlo declinar. Se equivoco. “En efecto eso hare”, escuchó de respuesta; y dicho esto se retiró de la ventanilla. Apenas se fue los muchachos empezaron a discutir. “¿Cómo se te ocurre decirle que hable con el administrador?, ¡estás loco!, a las justas se han vendido diez de las entradas”, le replicaron enojados. Pese a ello no le dejarían que encarara solo al administrador, era algo que les implicaba a todos. Pasaron diez minutos para que el hombre del cine apareciera junto con el administrador. “A ver muchachos que es lo que sucede aquí, este señor se queja de que no le quieren dejar entrar, que hay entradas pero que se niegan a venderle. Yo le dije que debía ser una clase de error, después de todo es jueves, las salas nunca se llenan los jueves. Háganme el favor de explicarme que sucede”, les pidió en un tono amable. En el fondo se encontraba irritado por hacerle venir hasta allí, le había dicho al señor del cine que debía ser un error que regresara y que seguramente se la darían, pero debido a su insistencia tuvo que salir de su oficina. Los muchachos se miraron entre ellos sin saber que inventarse, en su mente esperaban que uno de ellos empezara a hablar con una excusa brillante en mente, apelaban a su disparatada imaginación. No se les ocurrió nada bueno. El administrador cerró los ojos, dio un respiro profundo, contuvo el aire y libero el aire por la boca; no tenía tiempo para chiquilladas: “¡O me dan una buena razón o los despido en el acto!”, gritó enfadado. El hombre del cine no decía nada, solo se limitaba a estar de pie mirando su reloj. De repente una imagen se les presentó ante los ojos de los muchachos como insoportable, el hombre del cine que se encontraba detrás del administrador sonreía bajo el alero de su sombrero. Lo que fue sencillamente una sonrisa de incomodidad fue tomada como una burla. Todos la vieron y la interpretaron como burla; sintieron el mismo ardor en la sangre. No permitirían que se burle de ellos. No dudaron, empezaron a acusarlo de forma vehemente de que lo habían visto ver a los niños con miradas de deseo, que solo iba a ver películas a donde iban los más pequeños, que era un enfermo, un depravado. Que solo reaccionaron como cualquier otra persona lo haría. “¡Cállense!”, gritó el administrador. “¡Que sarta de tonterías dicen!”, y al agregar esto volteó para dirigirse al hombre del cine: “discúlpeme señor, esto nos pasa por contratar a chiquillos, el que ve allí — le dijo mientras lo señalaba — es mi sobrino y los otros son sus amigos, no volverá a ocurrir, le aseguro que cuando vuelva ya no estarán”. Dicho esto, le pidió al señor del cine que por favor pasara, no pagaría, una muestra de cortesía por el mal momento que paso. Volvió a dirigirse a los muchachos: “Ustedes, hoy es su último día, al acabar sus labores pasen a mi oficina, pero por ahora discúlpense con el señor aquí presente”. Los muchachos se sentían insultados, pensaban que el administrador era un idiota, pero su voz les había amilanado, aceptaron hacerlo pero no lo harían sin soltar una pregunta, no se irían sin resolver su duda: “Lo sentimos señor, fue un error de nuestra parte… pero por favor solo sáquenos de esta duda, ¿por qué viene siempre al cine tan seguido?, ¿por qué siempre a películas de niños?”. El administrador les miro con ganas de golpearlos, de haber sido sus hijos lo hubiera hecho. El hombre del cine se limitó a decir: “Me gusta el cine, me ayuda a ver la vida de forma diferente, me la hace más llevadera, en especial el cine infantil, quizás en el fondo de mi ser aún me siento un niño”.

Bien es cierto que llevo un tiempo alejadod e este lugar, pero no es porque no quiera, sino porque el tiempo se me hace dificil. ¿Cómo? Es algo dificil de explicar. Bueno, en realidad no. Lo que sucede es que hay algunas cosas y asuntos en los que me debo manejar, cosas de jóvenes mortales. En fin, solo lean parte de esta aventura y no se pregunten por el tipo que la escribe. Digamos que soy de perfil bajo, aunque muchas personas no se crean eso.
Carne
Primera noche en el centro.
La noche continuaba con luz artificial, aún no fallaba el sistema eléctrico de la ciudad. Conduje la motocicleta de Ricardo por la autopista del norte en dirección a la ciudad, para llegar a casa de mis padres debía atravesarla. Al ingresar a ella la encontré desolada, las zonas comerciales estaban desiertas, las puertas cerradas y los automóviles abandonados eran los únicos que me acompañaban esa noche, o al menos eso creía.
Reduje la velocidad de la motocicleta para no hacer demasiado ruido y para no precipitarme al tomar una curva, por las dimensiones de los edificios uno no sabía que esperar a la vuelta de la esquina; mantenerse alerta era la misión.
«Será una larga noche mientras no llegue a casa», susurré. Me detuve en medio de la avenida Crisol antes de llegar a la calle Escudo, ahí debía tomar el subterráneo hacia la carretera central, la que me lleva a casa en menor tiempo. La otra opción era tomar la avenida Márquez, pero eso implicaba conducir por una hora más. La lucha contra el tiempo y la desesperación por ver a los míos hicieron que apostara por lo rápido. Encendí la radio de mi reproductor mp3 para saber algo sobre el área de los ataques, si había crecido aún más o si ya todo estaba controlado, las calles desiertas no me daban la sensación de lo segundo. Levanté un poco el caso sobre mi cabeza para ponerme el audífono derecho.
Avancé lentamente con la motocicleta mientras oía la radio, quedarse un buen rato en un mismo lugar no parecía buena idea. “… no controlan los ataques. Repetimos: El área de los ataque sigue creciendo, la ciudad ya no es segura.” «Joder» “Si no ha logrado salir de la ciudad, ocúltese en casa y no salga de ella. No se oculte en zonas concurridas, aléjese de lugares ruidosos y oscuros…” Sigo moviéndome con lentitud, veo hacia delante. «Mierda, el túnel» “Las autoridades dicen que los atacantes son invulnerables a los ataques físicos, que son sumamente peligrosos cuando se encuentran en grupo. Recomendamos a los oyentes alejarse de los siguientes distritos: Madre de Dios, Fortuna, Camino de Dios y toda la zona cent…”
De entre los autos abandonados sale un bate de beisbol y … mi casco sale volando, golpea un auto y activa su alarma.
«¡Sube, huevón! ¡Sube!» «¡Ya! ¡Vamos!»
En el suelo, con el pecho adolorido y el bate al lado mío, veo dos sujetos alejarse rápidamente con mi motocicleta. Recupero el aire con dificultad mientras el ruido invade el lugar. Veo la luz trasera de mi vehículo girar hacia el túnel, cuando de pronto mis asaltantes se topan con un centenar de individuos. La motocicleta choca contra ellos, uno de los tipos que me derribaron cae al suelo malherido. Sus gritos comienzan y, poco a poco, se van ahogando mientras la horda empieza a rodearlos para comérselos. «Ayuda», fue lo último que trataron de decir.
Me arrastré hacia atrás, todavía no podía ponerme de pie y la escena sangrienta continuaba son mis ojos fijos en ella. El sonido de la alarma continúa y va centrando la atención de los carnívoros seres. Con ayuda del bate me coloqué sobre 2 piernas y me acerqué hacia un pasaje para esconderme.
«Ah, ah, ah, ah», solo oía mi respiración cansada y dificultosa. Detrás de un bloque de basura, recuperaba el aliento con la cabeza gacha, pero la alarma continuaba atrayendo a “la carne” así que consideré que ya era suficiente descanso. Se oían los gemidos y gruñidos de esos seres demasiado cerca, tenía que moverme con rapidez. Levanto la mirada y me veo en un callejón sin salida, ya es tarde como para regresar. Solo veo 2 puertas alrededor, una a cada lado de la calle, trato de abrirlas pero están aseguradas. Cojo el bate para romper el seguro de una de las puertas cuando de pronto una de esas cosas llega al callejón, me ve y corre hacia mí dando una especie de grito - gruñido. Me preparé, era mi turno al “bate”, y le di un fuerte y el ser ahí quedó.
Esperé a que se moviese, pero no lo hizo. Rápidamente le di un golpe a la puerta, entonces otra de esas cosas llegó al callejón y se abalanzó hacía mí.
«¡SON SOLO CARNE!», grité mientras esperaba por el choque. Le di tremendo golpe y rápidamente fui por la puerta para derribarla. Pero esa cosa empezó a hacer ruidos y se puso de pie. Seguí golpeándolo. Le di en la espalda y el pecho pero parecía no sentir los golpes, hasta que le di uno en la cabeza y no volvió a moverse.
«Ah, ah, ah, ah», volví a oír mi respiración.
Fui por la puerta, el sonido de la alarma continuaba, esos seres se oían cada vez más cerca y yo seguía con el pecho adolorido. La desesperación jugaba a mi favor pues la adrenalina dominaba mis actos y seguía moviéndome, pero sabía que esta no duraría para siempre.
Levanté el bate sobre mi cabeza, con un golpe certero en la cerradura abriría la puerta.
«¡ÁBRETE, MIERDA!» «¡NOOOOOOOO! – oí provenir del interior – ¡No la rompas!»
La puerta se abre. «¡Entra rápido!» El joven que me abre la puerta la cierra rápidamente.
«Ah, ah, ah, ah», recupero el aliento y empiezo a sentir cansancio y dolor. «¡Ahhh! », me quejo. «Guarda silencio – me dice el joven –. Esas cosas siguen cerca y no quiero que entren aquí». «Gracias» «Eres el que perdió la motocicleta, ¿verdad?» «Aún no la pierdo», dije antes de desmayarme.
Aquí estoy, con el capítulo vigésimo tercero de Ariana a punto de ser presentado, con mi blog personal en reactivación y con una sensación extraña de tener cada vez menos que decir. Ariana está llegando a su fin. Sí, es algo que a mí también me cuesta un poco entender, pero así es. Pero no es que se acabe acabe, porque Ariana seguirá siempre por aquí y será tema de alguna de mis locuras textuales en más de una ocasión, eso es casi seguro. Seamos felices, pues, sabiendo esto, mientras yo pienso en qué haré cuando todo termine, qué publicaré por acá... Pronto veremos esa nueva etapa. Por ahora sigamos con la historia.

.+.+.+.+.+.+. Ariana. Capítulo vigésimo tercero.+.+.+.+.+.+.


>>El sueño es plácido y ella está encogida, las piernas muy dobladas son el soporte de sus brazos, que le sirven de almohada; ese ensimismamiento corporal tan instintivo que pareciera querer recordar la insignificancia de la existencia y la soledad inevitable a la que se enfrenta uno desde el instante de ser concebido… La superficie es dura y fría, pero el sueño es plácido por la reciente figura del padre.
Los hijos asisten como llamados por su madre… Aunque haya sido precisamente ella quien los llamó es necesario precisar que llegaron con entusiasmo. Tal vez descifraron en su voz una buena noticia.
Eran solo dos niños. El mayor, un par de años menor que Ariana; la menor, la mitad de años que ésta. Aquél, muy enérgico al recibir la visita; ella, en cambio, extrañada, como si nada entendiera. Y era precisamente eso, no lo entendía, aquellos visitantes le eran desconocidos, ajenos a la familia, aunque no fuera el caso. Pero no es nada raro, los niños suelen olvidar más rápido, si bien su inconsciente atormentará el resto de sus vidas.
Había que presentarlos, y de eso se encargaría la madre, el hermano mayor aún no está en edad de comprenderla, aunque ya hubiera superado la suya. “Ella es tu prima Ariana”, como si las palabras pudieran presentar a una persona, “dile hola”, Ariana le sonrió. Luego el saludo tímido de la pequeña y todo estaba arreglado.
>>Mamá no tardó mucho en darse cuenta de la inercia de Ariana, aunque estuviera a unos quince metros de ella. Sabía que dormía —y cómo no saberlo si la había visto tantas veces—. Eso la tranquilizaba, pero no se complacía viéndola. “Debe tener frío”, pensó, y se le acercó mientras se quitaba el abrigo para cubrirla. La abrazó y la levantó como a un bebé para llevarla a una habitación. “Ariana está dormida”, le dijo a la novia, quien entendió de inmediato, concediéndole la habitación para invitados.
A este cordial saludo le siguió una entrañable conversación. Una de esas en las que los interlocutores recuerdan sus pasados entrelazados a fin de encontrar personas o temas o personas como temas para comentar al fin qué ha sido de ellos en tanto tiempo.
“La otra noche conversaba con su tía [la de Ariana] y me dijo que **** había sido ascendido”, “Mira tú, qué alegría. ¿Y cómo no?, siempre fue un buen hombre”, y cosas como esa acerca de hombres-niño o niños-hombre, no sabríamos precisar, pues decían grandes cosas de gentes con nombres diminutos, como “Arianita” lo sería para Ariana; cosas como esa eran los temas más emocionantes. En medio de esto buscaba intervención el hermano mayor, contando a los presentes sus sueños y grandes aventuras de hombre-niño. Ariana solo hablaba si se lo pedían. “Tan callada como siempre” y un suspiro eran la expresión de la tía, pero no le molestaba; era, en cierta forma, algo nostálgico. Además, su hija menor tenía también una actitud taciturna.
Hablaron sobre la escuela, el museo, el viaje y finalmente se agotaron las palabras. Pero ésta no es sentencia válida para el hermano mayor. Él siempre tiene algo que hacer, que decir. “¿Por qué no vamos a jugar?” Ariana miró a los hermanos mayores buscando su permiso. Su padre accedió, su tía no. Rara contradicción si consideramos su mayoría de edad y su calidad de “ejemplos vivos”, como suelen decir los mismos adultos, para los allí presentes hermanos menores.
“Ella irá luego”, dijo amablemente la madre, con lo que los hijos, hermanos menores, salieron a jugar.
— ¿Sabes? Cada vez que vienes te pareces más a tu madre —El padre cambió su semblante. Sentía que debía esperar algo, que algún evento importante estaba por ocurrir, pero también que debía prepararse para todo: respirar profundamente, parpadear más seguido, pasar saliva, juntar las manos, ponerse tieso y buscar palabras prudentes. Pasara lo que pasara, él seguía siendo el padre de Ariana. Ella era su hija. Aunque nada malo estaba cerca, empezaba a sentir un vacío.
— La primera vez que la vi era igual que tú, no hablaba nada, y yo era una hermana celosa. Las personas calladas siempre traman algo, ¿no crees? No hace falta que contestes. Sé que no es preciso, pero esa actitud suya quedaba perfectamente con su inteligencia… No he visto mujer más prudente hasta hoy. Yo he querido imitarla, pero no puedo —sonrió mientras se dirigía a su habitación, levantando la voz para hacerse escuchar—. Tu madre perdió una vez unos pendientes. Le quedaban muy bien, se los regaló tu padre, pero yo no estaba conforme, quería probármelos también. Los cogí de su habitación y me los puse. Pero antes de que pudiera devolverlos comenzaron a buscarlos sin éxito. ¡Ah! ¡Aquí están!, siguen igual de lindos…—bajó la voz—. Entonces tuve miedo de ser mal vista y los escondí. Mi miedo aumentó aún más cuando pude conocerla mejor. Ella era tan buena y yo le había quitado algo suyo, seguro me odiaría. Pero ¿sabes?—reapareció y se acercó a Ariana—, siempre fui una tonta, seguramente ella comprendería. No la creo capaz de odiar a alguien. Estos son —dijo sosteniendo los bellos pendientes de plata y piedras azules—, ¿no son bonitos?

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Bien, eso ha sido todo por ahora. Trataré de apurar esta redacción. Gracias por leer. ¡Adiós!