Luego de alejarme por un buen tiempo los vuelvo a saludar. Luego de estar ocupado con variadas cosas me di tiempo para escribir este breve relato, aún no pienso el título, lo último en lo que pienso es en el título y es quizás lo que más quebradero de cabeza me da. Nunca aprendi a sacar bien la idea principal de un texto, quizás allí está el origen de mi actual problema. ¿Pero todo debe llevar un título no?, por ahora el título será:
El hombre del cine
Solía ir al cine seguido, inclusive los domingos, aunque costara más caro de lo habitual, era un hombre de costumbre, siempre puntual, siempre al terno, elegante, de color negro, como último detalle un sombrero de copa lo hacía resaltar en las calles, al igual que el resto de su vestimenta de color negro, siempre en las tardes, cuando el sol se ocultaba pero todavía no oscurecía. Salía de trabajar, se despedía de los pocos amigos que tenía, suponían que iba a su casa, no era de fiestas ni de ir a tomar unos tragos, decía ya estar demasiado viejo para eso.
Una vez fuera se dirigía a tomar un cafecito dirigido por un amigo de su difunto padre que los preparaba como ninguno, una vez terminado se despedía y salía a rumbo un parque al cual solían acudir niños, allí esperaba sentado a que llegaran las cinco y media, siempre iba con tiempo de sobra, caminaba a paso tranquilo mientras fumaba un cigarrillo que apagaría en el camino.
Tenía cuarenta y siete años, gracias a su mirada melancólica y a una notable calvicie heredada de su padre aparentaba más, se apedillaba Martínez, aunque sus amigos del trabajo le decían en son de broma que él era el hombre que entristecía a los colores, una clara alusión a su vestir monocromo. ¿Por qué iba al cine luego de ir a trabajar, siempre al mismo, invariablemente?, ninguno de los trabajadores que laboraban allí lo sabía; y con los que llegó a entablar relación en un tiempo ya trabajan en otros lugares.
El cine no era gran cosa, no pertenecía a esas grandes cadenas que se establecían en todo centro comercial cercano, formaba parte de esos viejos cines que en un tiempo fueron puntos de encuentro conocidos por ser los primeros en traer las novedades cinematográficas del viejo continente y que aún subsistían por ser baratos, quizás uno de sus fuertes era que solía pasar en ocasiones especiales películas clásicas. Sin embargo, las personas ávidas de películas clásicas no era su público mayoritario; lo eran los niños que eran llevados por su padres.
La mayoría de trabajadores actuales pensaban que era un crítico de cine o que desempeñaba alguna función para el cine que ellos desconocían. No era un cliente habitual, no iba para pasar el rato con amigos o con la familia, no compraba palomitas o alguna bebida, solo iba y se sentaba a ver lo que se proyectaba. No pasaría mucho tiempo para que su recurrencia fuera notada por los trabajadores que se encargan de vender los tickets, cuatro amigos a puertas de salir del colegio que laboraban allí para costear sus gastos. Solo laboraban por las tardes, luego de sus clases. El trabajo lo consiguieron porque uno de ellos era sobrino del administrador.
El primer día que lo vieron no les llamó la atención, un cliente más; la segunda vez, alguien que no tiene nada que hacer y que le gusta el color negro; la tercera vez se sorprendieron; las siguientes veces ya sabían la hora en la que venía, siempre con su paso lento, con su mirada escondida bajo el alero del sombrero, como no sabían su nombre ni tenían motivo para hacerlo, decidieron referirse a él sencillamente como “el hombre del cine”. ¿Qué era lo que venía a hacer tan seguido? Partían de la premisa equivocada de que nadie iba al cine tan seguido, mucho menos solo. Su presencia, su voz calmada, seca, carente de calidez, les incomodaba; cuando venía cada uno de ellos se miraba esperando que se dirigiera al otro. Su presencia les inquietaba, en cierta forma ya empezaban a mostrarse preocupados por aquel misterioso personaje, empezaron a considerar su presencia como peligrosa, en las reuniones tejían las teorías más extravagantes que cruzaran por su vertiginosa imaginación, se convirtió en su pasatiempo de los domingos luego de salir del trabajo por la noches.
“¿Y si es un terrorista o algo así?”, se atrevió a decir el de imaginación más intrépida. “Quizás un día de estos escucharemos una gran explosión”. Todos se rieron de su afirmación: “Ves muchas películas de acción”, le dijeron. Callo avergonzado. El que iba a soltar que era una aparición prefirió callar: “Ahora van a decir que veo muchas películas de terror, mejor no digo nada”, pensó. Ya nadie quiso aventurarse a dar una hipótesis apresurada, la conversación giró en torno a los estudios; preocupaciones, exámenes, profesores, fueron las palabras que empezaron a escucharse. De repente uno se atrevió a soltar otro comentario acerca del hombre del cine: ¿Y sí va al cine a ver a los niños? Este comentario sorprendió a los otros; al ver la reacción que su cometario generó les hizo recordar la vez que lo vieron en el parque conversando amigablemente con varios de ellos, inclusive les regalaba caramelos, a esto añadió que el señor casi todo el tiempo veía películas para niños. El que había mencionado que era terrorista le refutó diciendo que había formas más sencilla de observar niños que en la oscuridad. “Quizás no solo los quiera ver”, siguió hincando en la duda abierta. “Quizás, quizás…”, fueron los pensamientos que rodearon la mente de todos.
Al día siguiente ya no miraron al señor del cine con los mismos ojos, al verlo subir las escaleras —el cine se encontraba en un segundo piso—, sus miradas hacia él denotaban desconfianza, cierta indignación por algo sobre lo que aún no había motivo ni prueba, solo suposición. La cola era inmensa, las personas estaban impacientes por recibir su ticket, no había tiempo para compartir esos pensamientos acusadores. Había llegado un poco más tarde de lo habitual, se encontraba sentado, fumando un cigarrillo en las pequeñas mesitas que se disponían para comer algo ligero. Los estudiantes realizaban la misma operación autónoma de todos los días: escuchar, cobrar, entregar ticket, gracias. No le quitaban la vista de encima, uno de ellos creyó ver que el señor del cine dirigía su mirada hacia donde se encontraban algunos niños jugando con las máquinas pese a no tener fichas, creyó percibir cierto placer en su mirada. Pudo ser producto del cigarrillo o producto de esa alegría que producen los niños en las almas sensibles, pero lo que él solo notó fue una mirada lasciva. Solo, allí, observando a los niños jugar se encontraba el hombre.
La cola fue reduciéndose hasta que solo hubo cuatro personas, el señor del cine ya se encontraba en ella, una mirada cansada adornaba su rostro, las manos en el bolsillo, la mirada escondida bajo el alero del sombrero. Había todavía dos entradas para la película que tenía como público objetivo a los niños. Al escuchar que el señor del cine pedía una entrada para ver esa misma película, el muchacho que lo había estado observando le respondió de mala gana que ya no habían. Su compañeros miraron de reojo la computadora, habían claramente dos entradas libres, pero entendieron el porqué de lo que hacía, decidieron ser cómplices de su silencio. “¿En verdad?…, oh, es una lástima, gracias de todas maneras”, respondió con una voz que reflejaba clara decepción, casi tristeza. Los cuatro lo vieron alejarse como una sombra.
Mientras regresaba a su casa, el hombre del cine se sintió terriblemente infeliz, las calles le resultaron sin vida alguna, el cigarro que fumaba le dio nauseas, el reflejo de su imagen en la de vitrina de una tienda, ver lo mucho que había envejecido le dio ganas de llorar. La puerta de su casa se encontraba cerrada, sacó las llaves, la abrió: inmensurable vacío. Prendió el televisor: asesinatos, vulgaridades y gente jugando con las esperanzas de otros. La apagó, apagó todo, cerró los ojos y sintió oscuridad, el día había concluido de forma inconclusa. Nunca antes le había sucedido eso, nunca antes desde que su padre muriera había faltado.
Al amanecer siguió su rutina diaria. Levantarse a las cinco, asearse y alistar sus cosas para ir a trabajar. Pasaron las ocho horas que se le exigían y se dirigió al cine, esta vez fue un poco más temprano, no quería que le sucediera lo de ayer. No quería sentirse desgraciado. Los muchachos le esperaban. Habían quedado en negarle la entrada con la misma excusa de ayer; sin embargo esta vez era diferente, decirle que se habían agotado sería ilógico. No había cola y por ser jueves las entradas estaban más caras y la asistencia de las personas se reducía. “Seguramente pedirá la película que le negamos ayer”, comentó el mismo muchacho que le negó la entrada. “Si te la pide, niégasela otra vez”, le increparon. “Nosotros haremos lo mismo”, alcanzaron a decir cuando prácticamente el hombre del cine se encontraba frente a ellos. Callaron de inmediato. No existía cola, no había nadie a excepción del hombre del cine, esta vez no se dirigió al muchacho que se le había negado la entrada ayer, optó por dirigirse al de la ventanilla izquierda. Con mucha amabilidad, le pidió, en efecto, una entrada para la película que no pudo ver. “Lo siento están agotadas”, le respondió de inmediato el muchacho de la ventanilla izquierda, tal y como habían quedado. El hombre del cine retrocedió la cabeza levemente y arqueo las cejas, le parecía tonta la excusa que se le daba: “¿Cómo que están agotadas?, no ha habido nadie en la cola y he venido temprano”, le respondió indignado. El muchacho empezó a ponerse nervioso, los otros le observaban, tenía que decir algo: “Si no me cree hable con el administrador”. Pensaba que eso sería suficiente para hacerlo declinar. Se equivoco. “En efecto eso hare”, escuchó de respuesta; y dicho esto se retiró de la ventanilla. Apenas se fue los muchachos empezaron a discutir. “¿Cómo se te ocurre decirle que hable con el administrador?, ¡estás loco!, a las justas se han vendido diez de las entradas”, le replicaron enojados. Pese a ello no le dejarían que encarara solo al administrador, era algo que les implicaba a todos. Pasaron diez minutos para que el hombre del cine apareciera junto con el administrador. “A ver muchachos que es lo que sucede aquí, este señor se queja de que no le quieren dejar entrar, que hay entradas pero que se niegan a venderle. Yo le dije que debía ser una clase de error, después de todo es jueves, las salas nunca se llenan los jueves. Háganme el favor de explicarme que sucede”, les pidió en un tono amable. En el fondo se encontraba irritado por hacerle venir hasta allí, le había dicho al señor del cine que debía ser un error que regresara y que seguramente se la darían, pero debido a su insistencia tuvo que salir de su oficina. Los muchachos se miraron entre ellos sin saber que inventarse, en su mente esperaban que uno de ellos empezara a hablar con una excusa brillante en mente, apelaban a su disparatada imaginación. No se les ocurrió nada bueno. El administrador cerró los ojos, dio un respiro profundo, contuvo el aire y libero el aire por la boca; no tenía tiempo para chiquilladas: “¡O me dan una buena razón o los despido en el acto!”, gritó enfadado. El hombre del cine no decía nada, solo se limitaba a estar de pie mirando su reloj. De repente una imagen se les presentó ante los ojos de los muchachos como insoportable, el hombre del cine que se encontraba detrás del administrador sonreía bajo el alero de su sombrero. Lo que fue sencillamente una sonrisa de incomodidad fue tomada como una burla. Todos la vieron y la interpretaron como burla; sintieron el mismo ardor en la sangre. No permitirían que se burle de ellos. No dudaron, empezaron a acusarlo de forma vehemente de que lo habían visto ver a los niños con miradas de deseo, que solo iba a ver películas a donde iban los más pequeños, que era un enfermo, un depravado. Que solo reaccionaron como cualquier otra persona lo haría. “¡Cállense!”, gritó el administrador. “¡Que sarta de tonterías dicen!”, y al agregar esto volteó para dirigirse al hombre del cine: “discúlpeme señor, esto nos pasa por contratar a chiquillos, el que ve allí — le dijo mientras lo señalaba — es mi sobrino y los otros son sus amigos, no volverá a ocurrir, le aseguro que cuando vuelva ya no estarán”. Dicho esto, le pidió al señor del cine que por favor pasara, no pagaría, una muestra de cortesía por el mal momento que paso. Volvió a dirigirse a los muchachos: “Ustedes, hoy es su último día, al acabar sus labores pasen a mi oficina, pero por ahora discúlpense con el señor aquí presente”. Los muchachos se sentían insultados, pensaban que el administrador era un idiota, pero su voz les había amilanado, aceptaron hacerlo pero no lo harían sin soltar una pregunta, no se irían sin resolver su duda: “Lo sentimos señor, fue un error de nuestra parte… pero por favor solo sáquenos de esta duda, ¿por qué viene siempre al cine tan seguido?, ¿por qué siempre a películas de niños?”. El administrador les miro con ganas de golpearlos, de haber sido sus hijos lo hubiera hecho. El hombre del cine se limitó a decir: “Me gusta el cine, me ayuda a ver la vida de forma diferente, me la hace más llevadera, en especial el cine infantil, quizás en el fondo de mi ser aún me siento un niño”.
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