.+.+.+.+.+.+. Ariana. Capítulo vigésimo cuarto+.+.+.+.+.+.
La fiesta transcurrió felizmente durante toda la noche.
Nada les cambiaría esa felicidad, ni siquiera el no encontrar el muñeco de
novio que se suponía que llevaba el pastel de bodas. Se veía solo a la novia,
como si el casamiento fuera consigo misma o como si la celebración hubiera sido
individual, caso en el que, seguramente, el novio también tendría un pastel
propio con un muñeco en la parte superior; pero no era así, había uno solo y
hasta hace poco habían constatado la presencia del novio —del muñeco novio, es
decir—. Algo extraño, pues nadie nunca se dio cuenta de que alguien lo retirara
—hay que aceptarlo, aquel pastel era muy bonito y llamaba mucho la atención—.
Pero tenía que estar por ahí. Incluso si cobró vida no habría podido escapar:
la puerta principal estaba cerrada y los muros del patio eran demasiado altos
para un ser de su tamaño. Ya lo encontrarían luego. Total, un muñeco no era la
parte principal de la celebración, y ninguno de ellos —o al menos no los
novios— tenía creencias supersticiosas.
Ariana y su madre se fueron temprano. A ésta le
preocupaba estar tan indispuesta que no pudiera vigilar a su hija (“el trabajo
no cuenta”). Su orgullo le decía que ella era la madre —se lo confirmaba, es
decir— y que los papeles no podían invertirse, que una niña no podría hacerse
cargo de su madre, salvo en alguna novela realista, que poco de realista
tendría, pues “esas cosas no deberían pasar” —aquí hay que señalar lo que
entendía por realista la madre de Ariana: una expresión de la realidad ideal,
de lo real auténtico y no de lo real desagradable, que eso era más una especie
de blasfemia a la propia humanidad—. Así es que era su deber cumplir su rol de
madre y llevar a su hija a casa para asegurarse de su bienestar, que aunque
estuviera ésta muy cómoda en la habitación de invitados, no podría compararse
tal situación a la del propio hogar. Además, sabía que el alcohol la terminaría
por derrumbar, incluso cuando tomaba de a pocos y le daba un tiempo prolongado
de vida a cada copa. Aprovechó su lúcida conciencia y fue en busca de Ariana.
Era hora de irse.
Llegaron a casa a salvo, mamá era muy buena conduciendo,
cosa que desmentiría por completo el popular dicho de que una mujer al volante
es un peligro, y las cosas terminarían peor para los creyentes en dicho
folklore si supieran que acababa de salir de una fiesta de bodas. Claro, era
probable, pese a su lucidez, que el alcohol en su sangre estuviera por los
límites de lo permitido, pero no lo estaba, aunque resulte increíble, no lo
estaba. En medio del viaje, que es más bien corto, se acercó un policía a
pedirle identificación y hacerle la famosa prueba antidoping, y bien, negativo,
ése fue el resultado. Es como si hubiera desarrollado la capacidad de controlar
el nivel de alcohol en su sangre, pues nunca había obtenido una multa por eso, una
habilidad digna de ser estudiada por los parapsicólogos, o tal vez no… El hecho
es que llegaron a salvo. Ariana fue llevada a su habitación y acomodada en su
cama, luego su madre haría lo mismo, estaba bastante cansada —sí, conversar y
reír con amigos también cansa.
A la mañana siguiente ocurriría algo impresionante. Muy
temprano, la niña levantó a su madre con un grito. “¡Dónde está!, ¡dónde
está!”, vociferaba algo afligida. Ésta acudió a ver qué sucedía al tiempo que
le reprochaba el haber interrumpido su sueño. La niña calló al verla y la miró
con una expresión que parecía ser producto de la acumulación de la
desesperación, ¡y vaya qué desesperación!, y qué veloz habrá sido su flujo,
porque inmediatamente su rostro se tornó rojo y comenzó a llorar. Su madre no
supo qué hacer, estaba algo resignada a intentar comprenderla, recordó las
palabras de la novia la noche anterior (“¿por qué no lo intentas?, tal vez
entenderías mejor a tu hija”) y éstas la confundieron. “¿Será o no tarea de una
madre hacer eso?”, se preguntaba, porque quería criarla lo mejor posible,
aunque hacerse ese tipo de preguntas no sea tan importante como el bienestar de
la niña, y no es que no lo supiera, pero su ideal de madre nunca estaba claro,
ni tenía por qué estarlo, solo que le importaba tanto ser una buena madre que
terminaba por dejarlo en segundo plano. A pesar de esta suerte de obsesión, la
abrazó casi instintivamente.
La abrazó pero no solo eso, sino que lloró con ella, como
compartiendo su dolor, aunque aún no tenía idea de a qué se debía, mas no
importaba, no en ese momento. Aquél era su momento, un momento en que madre e
hija compartían sus emociones al unísono, sin necesidad de una sola palabra.
Entonces sucedió aquello que la madre había estado
evitando todo este tiempo. Los papeles se invirtieron de pronto, como si algún
travieso joven hechicero les hubiera querido jugar una broma. Ariana se despegó
un poco de su madre y la quedó mirando. No podía evitarse las lágrimas, pero
intentó aguantar el llanto para poder hablarle.
— No llores, mamá, ya volverá papá —el sollozo se hizo
aún más intenso, tanto que Ariana tampoco pudo soportarlo—mamá… ma…má… papá…
Ariana no está…
Estas últimas palabras confundieron aún más a su madre,
pero no le preocupó por ahora. Lo importante era calmarse.
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Eso ha sido todo. Espero que les haya agradado. Ya verán lo que les espera en los próximos capítulos. Gracias por leer. ¡Au revoir!
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