Bien, les presento la penúltima publicación de esta historia:
.+.+.+.+.+.+. Ariana. Capítulo vigésimo sexto.+.+.+.+.+.+.
(Primera parte)
(Primera parte)
Recuperar la muñeca fue un alivio para ambas. Para Ariana
porque sus ánimos volvieron y podría jugar nuevamente con ella. Para su madre
porque ya no tendría que lidiar con el desgano y la apatía de su hija. Así, los
días transcurrieron como antes, pero no igual , pues ningún día se parece a
otro.
Los juegos de Ariana continuaron casi inmediatamente
después de haber recuperado a Ariana (la muñeca, obviamente). Ese día, al irse
los novios, estuvo jugando con ella y sus otros juguetes. Al parecer había
preparado una fiesta de bienvenida. “¡Sorpresa!” gritaban todos ellos, como si
aquél fuera su cumpleaños y la bienvenida fuera más una fiesta sorpresa.
Faltaban los globos, las serpentinas y los gorros de cumpleaños, pero no hacían
mucha falta. Tenían una invitada esta vez, la otra niña que vivía por momentos
con Ariana: su madre, quien miraba pasivamente el juego con una sonrisa. “Creo
que hace falta limonada”, diría en algún momento, lo cual le valdría la ovación
de todos los presentes, aunque la verdad es que tenía sueño y pensó que dicha
bebida la ayudaría a estar despierta un rato más, pues ella también se divertía
observando la fiesta.
Pronto llegó, sin embargo, la hora en que su yo adulta
salió a relucir. “Bueno, niña, ya es tarde, ve a dormir”. El sueño parece ser,
en este caso, un despertador del orgullo adulto y un adormecedor del júbilo infantil.
Ariana se rehusó. “Es tarde, ¿no entiendes?, ve a acostarte, mañana te levantas
temprano”. Solo entonces accedió, cuando recordó lo fastidioso que le resultaba
salir de la cama, aunque su disgusto no se esfumó, simplemente cambió de
dirección: ya no estaba dirigido a la madre, sino a la escuela.
Un día, de vuelta de la escuela, Ariana estaba muy
contenta. Su madre le había entregado un regalo, pero no cualquier regalo, un libro
ilustrado. Tenía una pasta gruesa muy bonita, de color marrón claro. Llevaba grabado
en la portada, muy grande y con letras bastante elegantes el título “La juguetería encantada”. Sin embargo,
todo esto se hacía mínimo frente a la idea de que era un regalo de parte de su
padre. A eso se debía su felicidad, más que a otra cosa. Desconocía que el
mensaje implícito del regalo era “ya es hora de que aprendas a leer”, claro que
se refería al hábito más que a la habilidad, pues ésta ya la estaba adquiriendo
en la escuela, poco a poco. Lo que quiso, en cambio, fue enseñarle a la muñeca,
ella sí que necesitaba aprender a leer.
Cada tarde, después de que su madre la dejara en casa,
almorzaran —si lo hacían juntas, claro, pues solía darse la ocasión de que
Ariana almorzaba sola; la madre le dejaba algo preparado y se iba de inmediato.
Por la noche casi no comían, solo algunas galletas y agua, y cada una por su
cuenta— y partiera al trabajo, después de jugar un rato con el tren de
almohadas, de viajar por dimensiones o tener aventuras, se sentaban ambas
Arianas en el sillón y abrían el libro. “L…a Ju…gu…e…te…ria… ¡ay! Nooo, se dice
‘juguetería’”, le corregía a la muñeca, como si fuera ella la del error. Y nuevamente, “No, no, no, no, mejor de
nuevo…”, un par de veces, hasta que memorizara el título y fuera capaz de
leerlo de corrido.
Su lenta velocidad de lectura le valía el no poder
terminar nunca el libro antes de que llegara su madre y anunciara que ya era
tarde. A veces encontraba palabras que no conocía y se lo comunicaba. Ésta le respondía
de inmediato. Era de gran ayuda.
Aquella noche, la noche en que tanto niña como muñeca
eran capaces de leer casi todo el libro de corrido, la noche en que les hacía
falta solo un par de páginas fue que por fin disfrutaron realmente de la
historia.
“Hace mucho tiempo llegó a la ciudad un joven escultor.
Era uno de los mejores de donde venía, pero abandonó su pueblo en compañía de
su esposa para dejar atrás esa vida tan onerosa, en la que su obra servía solo
a los más ricos mientras que a los demás no les quedaba más que mirar. Él
quería hacer algo por la gente más humilde, pero en su lugar de origen no había
caso. Todos lo reconocían como Escultor, además de que lo que hacía
difícilmente trascendería fronteras. La ciudad era su respuesta. Debía llegar
allá, donde no era conocido, y forjarse una nueva vida…”
>> Ariana al fin pudo salir a jugar. Llevaba
puestos los pendientes de su madre, lo cual llamó la atención de sus primos,
pero no era momento de mirar pendientes. “¿Qué jugamos?”, intervino el hermano
mayor. “¡Escondidas!, ¡escondidas!”, dijo animada la pequeña. “Ya,
¿juegas?”, preguntó aquél a Ariana. Ésta
asintió con un ligero movimiento de pendientes, también de cabeza, pero lo que
resaltaba aquí eran los lindos pendientes que tenía: brillaban con el sol y adornaban
la expresión de Ariana, que lucía ciertamente “muy bonita”, tal y como lo había
dicho su tía.
>> “¡Yo cuento!”, dijo de pronto el niño. “No
importa dónde se escondan, igual las voy a encontrar. Siempre encuentro a
todos”, se enorgullecía de su habilidad para el juego. Se conocía cada rincón
del lugar, y nunca había tenido que rendirse. De la misma forma cuando se
escondía, si no se rendían, tardaban mucho en encontrarlo, tiempo en el que él
tal vez se pasara de lugar en lugar sin ser visto. Como un camaleón.
>> “¡Ya!”. El juego comenzó. Ariana siguió a la
pequeña… quería asegurarse de que estuviera bien. Cuando estuvieron bien
escondidas, detrás de unos arbustos frente a una gran roca, la niña le dijo lo
inconveniente de su acto. “Nos encontrará más rápido si estamos juntas”. Ella
solo sonrió. “9, ¡10! ¡Allá voy!”. No era recomendable hablar en ese momento,
cualquier ruido sería fatal.
“Allá en la ciudad encontraría una nueva oportunidad, ya
no como escultor, sino como juguetero. Quería hacer felices a los niños. Sin
embargo, las cosas no fueron tan sencillas. Tuvo que comenzar en un taller muy
pequeño que a la vez le servía de habitación única. Exhibía sus trabajos por
las mañanas, afuera de la casa, en una repisa que él mismo hizo. Se sentaba en
una silla y comenzaba a silbar, que era su afición…”
>> Aquel silencio era agradable. El juego era
agradable, le permitía no simplemente pensar en el juego, sino ocupar su mente
en otras cosas. A ella no le importaba mucho ganar o perder, después de todo.
Pensaba en su madre, en los pocos recuerdos que tenía de ella y en los
pendientes que tenía puestos. En la expresión de su padre, llena de amor y
nostalgia, el gesto noble de su tía, y nuevamente en su padre. Su expresión la
había asombrado mucho. Nunca antes lo vio así hasta ahora: tan callado y sumiso
y a la vez tan feliz, tal vez por ver en Ariana un fiel reflejo de su madre,
tal vez por algún otro recuerdo con ella. Tenía amor en los ojos, pero ninguna
lágrima.
>> ¿Cómo habría sido su madre cuando tenía su edad?
¿Tan igual a ella como acababa de decir su tía? Por raro que parezca,
imaginarlo así se le hacía sumamente difícil, y es que es casi imposible verse
uno mismo duplicado fielmente en otro, pues éste dejaría de ser otro, ¿cómo
podría serlo si es prácticamente el mismo? No es como verse al espejo, en el
que la realidad se invierte, de ahí lo difícil. Ella… ¿su madre?, ¿ella misma?
Ariana reía, pues le hacía gracia que pudiera haber existido alguien
exactamente igual a ella. Exageraba en su pensamiento, obviamente, pero se
sentía bien. Aunque nunca podría definirla por completo, parecerse a ella la
hacía sentir que estaban juntas todo el tiempo, que nunca la había perdido.
“No
necesitó mucho tiempo para hacerse conocido. No había niño que no se detuviera
a mirar sus juguetes, y menos aquél que no le contara a sus padres lo bonitos
que eran. Claro que no todos ellos tenían la oportunidad de comprar uno.
Algunos parecían contentarse solo con mirarlos. No tenían dinero para darse
esos gustos. Cosa que advirtió muy pronto el joven artesano. A los pocos días,
estaba regalando pequeños juguetes a los niños más pobres. Este gesto aumentó
su popularidad y le hizo mucho bien a su trabajo.”
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Eso ha sido todo por esta vez. Espero que les haya agradado. Con respecto a lo que sigue, será publicado la semana siguiente, en viernes. ¡Adiós!
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