"Encuentros"

Segunda Parte




— ¡Despierta, despierta! ¡Joder, la perdemos!
El sol resplandecía y quemaba su tez, era la idea. Después de todo, su piel estaba cubierta por bronceador. Le encantaba la playa. Sentir sus pies en la arena, que se escurriera por sus dedos. Acostarse en ella y sentirla en cada parte de su piel. Era relajante. O sentir el agua tocar sus pies, por cada ola que llegaba, mientras estaba acostada. Era una suma perfecta, la combinación que más le gustaba. Sol, agua, arena. A veces se adentraba en el agua y nadaba un rato. Siempre le había gustado nadar.
Disfrutaba más que todo eso que a su novio también le gustara la playa. Estar con sus amigos o familia no se comparaba con estar junto a su novio. Estar hasta la noche, ver el atardecer, era algo extremadamente cliché. Lo había visto en películas mil veces y siempre le parecía igual de romántico. El beso al acaecer el crepúsculo, el amor naranja que se extiende por el horizonte marino. La brisa de playa, rodeándolos, la arena en sus pies. Amaba la playa, quizá más que a su novio, pero él era otra parte de su gusto por la playa.
A veces lamentaba no poder vivir en la playa, tener que estar esclavizada en el trabajo… Otras veces no era tan malo. Le gustaba tratar con la gente y era muy empática. Excelente mediadora. Lo que le molestaba era el frío, siempre había odiado el frío, no importaba que tuviera un suéter, una camisa manga larga, una bufanda; era simplemente inconcebible tener frío para ella, y el calidez que sentía por la ropa era apenas disfrutable. Prefería al calor, sentir el sol revitalizante.
Su novio había ido a comprar unas bebidas naturales, como a ambos les gustaban, y ya lo había divisado a lo lejos. Fue corriendo hacia él, quería probar el jugo de piña. Le encantaba el jugo de piña. Oyó su voz.
— ¡Hiromi! ¡No! Joder… ¡HIROMI!
Su voz abrió un espacio abismal entre ellos. Estaba la playa, conteniendo a la arena y el agua, estaba él, Takeshi, estaba ella, Hiromi, y un gran vacío negro que se extendía. Y los separaba, distorsionaba. Su mano se perdía en el vacío negro. Luego el vacío negro desaparecía y simplemente una foto se rompía. Ellos abrazados, él viendo la foto. Él rompiendo la foto, una lágrima cayendo por su ojo. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Dime, ¿por qué? — Su voz se quebró.
—Es difícil de explicar. No creo que lo podría explicar ni un millón de años.
Estaban en frente de su casa. Él estaba recostado al muro de la pared. Ella lo miraba, no podía asimilar lo que pasaba. Él miró al cielo.
— ¡Explícame! No… no puedes…
Él se reincorporó, le agarró los hombros, la abrazó. No podía aceptarlo, que le dijera eso, que luego la abrazara.
— ¡Suéltame!... Su..é…—Rompió a llorar.
—Hiromi…—Posó sus manos sobre su cara, suspiró hondamente y miró al cielo. — Sabía que sería difícil, joder. No… no es fácil.
No respondió.
—Vete. No te quiero ver más nunca… ¡más nunca!—  Sus ojos estaban rojos. Se limpió las lágrimas con su mano, fue corriendo hacia su casa, un portazo cerró la puerta.
Takeshi se quedó viendo las estrellas.
— ¿Por qué? ¡Joder! No me merezco esto, Hiromi… Hiromi…
— ¡El desfibrilador! Apártese, señor, apártese. Estorba.
***
— ¿Akemi?—Preguntó— ¿qué haces aquí, Akemi?
— ¡Takeshi!
— ¿Qué haces aquí?
Ella lo miró dubitativa. Sus ojos se veían extraños…. Perdidos. Y su andar, era torpe. La noche era callada, ni siquiera el viento se atrevía a silbar.
—Vine a encontrarme con Hiromi— dijo al fin, reuniendo mucha seguridad.
— ¡Hiromi!, dices, Hiromi… Ella… ¿está bien?— Su voz, la agresividad se difuminó.
—Sí, el tiempo ha pasado… Ella, ella quizá esté bien dentro de unos meses… Es difícil.
—Lo es… yo… yo nunca debí…
—Calla. No lo digas, no tienes por qué estar aquí. Ella… sabes que te odia.
 Takeshi dio un respingo. Sintió un frío recorrer toda su espalda. No se atrevió a decir nada, siguió andando, perdido.
Hiromi… Hiromi. Nunca debí… nunca…
***
—Akemi, ¡Akemi!, ven aquí. Mira esas mariposas, mira, mira como vuelan.
—Es mágico…
Los colores que poseen cada una de ellas. Su vuelo melancólico, sus alas variopintas. Ambas sonrieron, cada una por diferentes razones. Hiromi se veía melancólica, como si una parte de ella se perdiera entre las mariposas. Akemi, por su parte, se llenaba de júbilo.
***
Está mirando el reflejo de las luces en el río. Los carros pasaban por detrás de él rápido. No había farolas, todo estuvo oscuro por segundos. Luego un carro pasó. Luz, se encandiló. Las cigarras lloraban. Tenía una botella de vodka en su mano, la segunda.
Miró al río por largo rato, viendo como fluía, como las luciérnagas volaban. Pequeños faroles. Pequeños faroles sempiternos… con una vida infinitesimal. El todo de las luciérnagas forma un gran cuerpo inconcebible, eterno. Sus luces, son apenas simples insectos.
Su mano agarró fuertemente la baranda. Puso un pie sobre ella. Iba a saltar. Una luz lo encandiló. Cae sobre el concreto y pierde la conciencia. Es imposible…
***
El pasillo era extremadamente largo, la luz era lánguida por las lámparas, algunas parpadeaban, otras simplemente no prendían. Caminó por el pasillo, segura. Era un pasillo largo, en las paredes no había nada, se veían verdes y sucias. Pero no roídas. No se puede ver el final del pasillo, no hay nada más que el pasillo y su apariencia interminable.
Su mente pensó en muchas cosas. ¿Qué hacía ahí? ¿Cómo llegó hasta ahí?
Siguió caminando, caminando, caminando. Divisó el final, una puerta, tiene un cartelito. Corrió hacia él con todo lo que le quedaba en su reserva de energías.
“Feliz cumpleaños” Dice el cartel. Hongos y gusanos tiernamente dibujados protagonizan la escena. Y una torta.
Tocó la puerta.
Dos veces, tres veces. Esperó un momento y repitió el patrón. Abrieron la puerta.
—Oh, eres tú… Sabía que llegarías—. Es un gato el que habla.
— ¿Quién eres?     
—Me extraña que no sepas, más que extrañarme… Me insulta.
Rió para sus adentros, que un gato hable es extremadamente gracioso.
—Nunca te había visto, gatito.
—Akemi… ¡Por dios! Akemi… ¿No recuerdas?
— ¡Sabes mi nombre!
—Por supuesto que lo sé, Akemi… — El gato luce molesto. — ¿Tampoco te acuerdas de Hiromi?
Una brecha se abrió en su mente. Hiromi. ¡Hiromi! Ése era el nombre que buscaba. Ha pasado tanto tiempo, la habitación extraña, luego Japón. El templo.
— ¿Recuerdas? —El gato esperó respuesta, pero no hubo alguna, ella lo veía anonadada. — Estás igual de sorprendida que las veces anteriores. No me sorprende… ha sido difícil.
— ¿Quién… quién es Hiromi?
—No lo recuerdas… me lo imaginé.
— ¡RESPÓNDEME! Yo… la he… la he estado buscando. Su nombre, ¡buscaba su nombre!
Había una pequeña mesa en el cuarto del gato y dos tazas de té caliente. Un cuarto muy austero.
—Lo sé.  Has tardado.
—No… no entiendo.
—No debías entender nada, ni recordar cosa alguna, Akemi.
El cuerpo del gato se va volviendo grande, y grande, y grande.
— ¡Quién eres! ¡Te exijo que me respondas, pequeño gato!
—Hiromi, Hiromi… Bebe un poco de té. Te hará bien.
— ¡Dame respuestas!
—El té te las dará.
— ¡No se puede confiar en un gato!
—No soy un gato cualquiera…
— ¡Eres un gato!
—Que habla.
—Debo estar dormida…
—Bebe un poco de té…
Accedió, al fin, temiendo que algo más sucediera. Sin embargo, cuando has caminado tanto como ella y finalmente llegas a tu destino, ¿a qué puedes temer?
El sorbo recorrió todos los recovecos de su mente. Entró en sus papilas gustativas y dio sabor. Hiromi… Su amiga de la infancia, era dos  años mayor que ella. Su novio, Takeshi, los dos amaban la playa. Akemi, al contrario la odia.
Rompieron.  ¿Y qué pasó después?
—No sé… ¡No sé, ya te dije, gato!
Sus ojos son verdes, tiene el cabello cano. Su rostro se muestra impasible.
—Ja, ja, ¿gato? ¿Te parezco uno? —Bebió un sorbo de té.
—Ka..¡Kazuo!
— ¡Céntrate, Akemi!, ¿qué pasó después?
Takeshi se hundió en la bebida, se arrepintió. Hiromi ahora odia a Takeshi. Lo odia. Está deprimida, pero lo sobrellevará, está segura de eso. Un día, volviendo a su casa en carro, Takeshi choca con ella. Un accidente fatal. Takeshi salió ileso, no obstante, Hiromi sufre una contusión cerebral. Akemi sale casi sin ningún rasguño, habían quedado en encontrarse en el centro comercial. Luego irían a su casa.
—Sí, eso es cierto. ¿Recuerdas?  Pero no la encontraste en  el centro comercial. Recuerda Akemi, recuerda.
— ¡Su trabajo! Me dirigí a su trabajo, mi madre me pidió que hiciera una diligencia y un amigo de mi madre me llevó.
—Exacto.  Eso está mejor. ¿Recuerdas a Kenji?
—Un amigo de la infancia… ¡No entiendo!
— ¡Intenta recordar, Akemi!
El reloj de pulsera del señor está sobre la mesa. Lo ve todo más claro. Una biblioteca grande detrás de él. Una camisa blanca, su bigote… Es Kazuo. Sí, ya recuerda mejor quién es Kazuo, dejó de ser un nombre, ahora es la esencia de una persona y la persona misma.
—Me encontré con Louise y Kenji, por casualidad, antes de ir a casa de mi madre. Luego fui al trabajo de Hiromi… y… ¿qué pasó con ella?
— ¿No recuerdas?
—Contusión cerebral… La estuve visitando por varios meses. Hasta que se recuperó. Takeshi intentó suicidarse… fue internado en un psiquiatra.
—Así es, Akemi, así es.
— ¿Qué… qué me pasó? ¿¡Cómo llegué aquí!?
—Es una larga historia. — Bebió otro sorbo de té.
***
Estimado Dr. Tanner:
Akemi, luego de encontrarse con Hiromi, cuando fueron a ver las mariposas, sufrió un bloqueo mental, causado por una perturbación del tipo electromagnética. Su cerebro no pudo asimilar la radiación que recibió. Nadie hubiera podido. Por tanto, su memoria sufrió alteraciones y desvaríos. Es una historia encantadora, como puede apreciar.
Lo ocurrido tiene varias explicaciones, la más graciosa de todas (que no descarto, por cierto), es la presencia de un ente no material, que se manifiesta por radiación electromagnética. Me permití investigar el lugar, tomando las precauciones verosímiles para una situación tan poco común y apenas encontré una pequeña alteración. Sin embargo, transeúntes comunes de la zona me advirtieron que alguien había muerto ahí en alguna ocasión, habían escuchado voces y demases, pero es solo una leyenda urbana… según ellos. No me explayaré más debido a que, además de la explicación ya dada, las otras serían repetitivas y cansinas.
Con mucho gusto,                                                                                               
Kazuo.
XX-Diciembre-19XX


 Primera parte.
El momento onírico de un despertar sin sentido. La visita a un cuerpo astral. El momento de una realidad descompuesta. Tú. Un nombre extremadamente largo y sin sentido alguno. ¡Títulos!
Dolores de cabeza en un instante remoto, el perdido despertar de wall-e. iFight, la venganza de los iPods. Cuando Apple dejó de comer manzanas. Úsenlos, a mí no me gustan.
Últimamente me siento como una oveja negra, me siento Samael hecho hombre, un gato con botas. Relato.

"Encuentros"

Primera Parte

—Entonces… ¿No sabes?— Preguntó, sus manos estaban sobre el volante. Mirando a la monótona carretera, sus ojos verdes se perdían en ella. No sabía qué decir, solo hablaba.
—No…— contestó al fin la chica. Su pelo negro caía como flequillo sobre su ojo izquierdo, bajo un pasamontañas.
—Pensé que eras una erudita, ¿sabes qué es un erudito?— Su intento de hacerla reír fue vano.
—Ah, sí…— Sus respuestas tenían un tono tan fastidiado, tan imperturbable como siempre. Ella miraba la carretera por su ventana, sin prestarle atención al hombre. Era de contextura flaca, algo alta y con pelo negro ondulado, de ascendencia asiática.
—Por aquí siempre hay tráfico a esta hora— dijo con resignación.
Ella asintió sin hacer ningún movimiento, sin proferir ninguna respuesta. Se sentía incómoda, y más que incómoda, se sentía fuera de lugar. Su madre le había dicho que fuera amable con el señor, le estaba haciendo un favor, después de todo. Pero no sabía qué decir.
El señor prendió el radio, acuciado por la ausencia de ruido, a la que cortésmente llamamos silencio. Una canción de bossa nova sonaba.  La voz melodiosa recorrió los oídos de ambos, agradando más a la chica, enamorándola. Ella ya conocía el género musical, lo escuchaba en contadas ocasiones; esa canción, sin embargo, le había agradado bastante. No dijo nada. No tenía por qué.
Las calles estaban roídas por la miseria. Los que andaban parados por ahí, no hacían nada más que mirar, evaluar y robar. No lo harían a la luz del día, ni con tal tráfico, esperarían al momento correcto. Eran las siete de la mañana y el reloj estaba empeñado en pasar sumamente lento, alargando el trayecto, haciéndolo pesado.
La chica empezó a recordar algo, no supo concretamente qué.
Cuando llegaron, la chica se apeó rápido, antes señalándole dónde se bajaría.
—Gracias— dijo. El señor asintió y arrancó.
Para llegar al edificio en el que tenía que hacer una diligencia, tenía que pasar por un camino rodeado de árboles y naturaleza, con un pequeño caminillo con baldosas cuadradas, a veces recubiertas por la grama, perdiendo esa batalla imposible. La grama en los costados se alzaba hasta los tobillos, el paso del tiempo dejaba huella.
Primero caminó por entre los dos edificios, de dos pisos, malgastados por las lluvias y la humedad. También acuciados por el crecimiento del monte. Miró todo como si no significara nada, perdiendo su vista como si estuviera ciega; como si lo único que viera fuera su camino, que se perdía en una curva entre arbustos o árboles. Una gota cayó en su frente desnuda, dio su primer paso.
Una vez pasó los edificios se sintió más a gusto, se percibía un poco del rocío de la mañana. Ese lugar era agradable y hace un rato la niebla se había dispersado… Pisó tierra mojada. Todo tenía un aspecto mágico, no sabía si era el frescor del lugar. Caminó un rato hasta que pudo ver el edificio al final, no entendía por qué se encontraba tan lejos, le pareció insensato, estúpido.
¿Por qué estaría el edificio tan alejado de la calle? ¿Por qué esa escalera descuidada? Arrojaban a la gente fuera con esa bienvenida, a ella le daba igual; tanto le importaba que el camino estuviese en mal estado como que no. Le agradaba la naturaleza que le rodeaba, pero daba la sensación de descuido, daba un aspecto fantasmal que no entendía, como si no hubiera nada en ese edificio. Se empezaba a preguntar qué hacía dirigiéndose allí.
Empezó a recordar por qué tenía que ir ahí, y se le olvidó; se le escapó de la mente. Antes de que la sinapsis formara la idea perdida, antes de que buscara en la biblioteca de su memoria, se le fue de sus manos, de las raíces de ese mundo insano que es el cerebro.
—Pregunta por el señor Takeshi— dijo una voz femenina, dulce, encantadora, melódica.
Giró su cara rápidamente, mas no vio nada. Observó todo a su alrededor, los arbustos, los árboles, las flores. Le habría gustado saber cómo se llamaban, formar una amistad, entablar una conversación. Las plantas no son ásperas, como a veces lo son los humanos.
Giró su cuerpo hasta ver todo lo que había caminado y le pareció ajeno. No recordaba haberlo caminado, pero no se sentía perdida. Volvió a girar sobre sí misma, 180 grados, una media vuelta. Se sintió poseída por lo que pasaba a su alrededor. Divisó las escaleras y se encaminó a ellas. Sufriendo la abismal subida de treinta escalones.
 Un paso, otro paso, un paso, otro paso. Era un proceso agotador. Miró al cielo, se veía gris y claro;  o azul y claro, o un azul grisáceo. Tantas posibilidades se conjugaban en un solo cielo.
Cuando llegó a la cúspide de las escaleras observó el edificio con detenimiento, estaba a unos treinta pasos. Poseía tres plantas y era algo largo. Lo primero de lo que te percatabas al verlo, era una especie de habitación, que suponía del Jefe, que sobresalía al frente, apoyado sobre unas columnas; cuatro. Era la única habitación que sobresalía. Transitó por el camino que seguía la misma estructura que el largo sendero anterior. Aquí los árboles se distanciaban más del camino, como asustados por la imponente edificación; descuidada, como las había visto antes. Las ventanas se notaban empañadas.
Cuando estuvo a un metro de la puerta, se abrió. Vio a la recepcionista, asiática. Su cabello corto alcanzaba a rozar su cuello bajo la barbilla. Sus lentes rojos y delgados le estilizaban su cara, aunque suponía que de por sí tenía rasgos bastante finos. Sus ojos se perdían en un extraño azul. Tenía un traje amarillo como sobretodo. Tecleó unas cuantas palabras cuando dio el primer paso la visitante, la letra L se vio insultada por la descortesía del pisotón. “Welcome”, anunciaba, muda.
—Akemi— su voz era dulce, melodiosa, encantadora… Sintió como si la voz recorriera todo su cerebro. La sintió escrutando en lo más profundo de su ser, vio a su alrededor, las paredes eran blancas. Luego un azul pálido se apoderó de ellas y pronto el fucsia iba proclamando su territorio. Manchas.
—¿Akemi?
La voz interrumpió el allegro de las variaciones de color. Azul, amarillo, rojo, azul verdoso, morado. Manchas irregulares.
— ¿Estás bien? — La mujer se paró, el escritorio seguía impertérrito. Al igual que ella, y su falda amarilla y sus lentes rojos. Y sus ojos azules.
Se oyó un timbre, y alguien entró detrás de Akemi. Ella no lo vio. La recepcionista no se percató de su presencia, o lo hizo, pero permaneció sin alterarse en el extraño mundo de Akemi.
— ¡Hola! — Su voz alegre se extravió junto a una nueva variación de colores, cambiaban de lugar, pero no viraban, como antes.
— ¿Cómo está, Takashi?— La voz de la mujer se oyó en otro plano, junto con la voz de Takashi. Ella no movía la boca, pero oía su voz.
— ¡Cuánto tiempo!
La voz se perdió entre ecos y reverberaciones, se repitieron un millón de veces. No, más aún. Luego no oyó más nada y el silencio se apoderó de la extraña sala. Esperó que una canción de Bossa Nova sonara; una de pop japonés invadió la habitación. No supo qué canción era, ni qué grupo era.
— ¿No me reconoces? Soy Hiromi— dijo, su voz hacía notar preocupación, extrañeza.
Akemi no podía contestar. No sabía qué contestar. Quién era ella, ¿por qué su voz le era tan familiar? Intentó proferir respuesta alguna.
—No necesitas hablar. Puedo entenderte—. Su voz era segura, no dilucidaba ninguna duda. — Estás desconcertada. No sabes lo que pasa… A veces olvido lo que puedo hacer— sonrió.
El ambiente zumbaba, se hacía pesado, como si todo estuviera mojado. El morado tenía pulsaciones fuertes, era el color dominante. Sintió una migraña.
—Tranquila. No te sobres fuerces. Comprendo que es difícil, Akemi. Oh… cuánto tiempo ha pasado.
Nostalgia. Y el sonido rosado dominó las paredes, junto al color zumbante, que se hizo tenue, delicadamente. Casi formando una melodía.
Todo oscureció. Ella cayó de golpe. Sintió una suavidad mórbida, se sintió en manos delicadas. Ella la vio de cerca, a… a…Hi…
***
— ¿No sabes?—Sonrió confiriéndole una seguridad enfermiza.
¿Lo sé? Se preguntó. Su sonrisa formaba dos hoyuelos encantadores. Su cabello era lacio y caía de manera delicada, como formando parte de su falso discurso.
—No, no sé— contestó ella. Su fleco ondulado caía hasta su pómulo. Su cabello caía hasta sus hombros. Su rostro fino encantaba tanto como sus ojos verdes. Extraños en una asiática. Ella sonrió, una sonrisa falsa, como el discurso de…
—Pensé que eras una eru…
— ¡Kenji!— Le interrumpió una rubia, caucásica. Su japonés era fluido.
Su interlocutora inicial se quedó mirándola, con su timidez. Imaginándose con un extraño halo angelical sobre su cabeza… Luego recapacitó. Y vio una como una cola revoloteaba, aplastada entre Kenji y la silla. Ella rió. Tomó un sorbo de café.
— ¿Y ella quién es? — Preguntó interesada, la asiática estaba enrojecida, era tímida.
— ¡Ah! Cierto, qué tonto soy…—Se dio un golpe en la cabeza, admitiendo su torpeza— ¡Akemi!, ella es Louise, francesa… como puedes ver tiene un japonés excelente.
Louise extendió su mano a Akemi y sonrió, parecía estar firmando un trato con el demonio.
— ¡Encantada de conocerte, Akemi!
—S-Sí, igualmente—. Su sonrisa no tuvo sentido por la poca naturalidad, pero a Louise le pareció encantador. Apretaron las manos y el contrato fue hecho.
—Con ella era con quien me iba a encontrar, ¡siempre llega tarde!— Su risa fue acompañada con la de la propia Louise. — Nos encontramos aquí repentinamente, es una amiga de la infancia, siempre ha sido igual de cohibida— dijo mirando a Louise, era preciosa. — Bueno, nos tenemos que ir, fue un placer encontrarte. ¡Espero que nos encontremos de nuevo alguna vez!— Kenji sonrió, Louise acompañó su sonrisa. Akemi asintió, tímidamente.
Estaba libre.
Salió de H…, caminando distraídamente. Pasando por calles atestadas de gente. Sintiendo que debía hacer algo, que debía ir a algún lugar. La gente pasaba a su lado, metida en mundos tan aislados como plurales. Ella veía sus caras y se percataba nada, era como ver a gentes sin caras; como ver a la misma persona siempre, el mismo flux, la misma ropa. Ella sabía que no era así, y así lo sentía.  Dobló por calles sin saber por qué lo hacía, se devolvió sobre sus pasos con la misma aleatoriedad, hasta llegar a una urbanización. Los grandes edificios la acechaban desde las distancias que había recorrido. Pero ella lo olvidaba y pensaba que no había pasado por allí. Veía carros y casas, todas muy parecidas, tanto como las personas que vivían en ellas, y tan parecidas como los vecinos con los que congeniaban. Entonces vio un gran espacio verde, y se sintió aludida. Sintió que debía ir allí. Algo la llamaba.
El sol caía lentamente, con cada segundo que pasaba, con cada minuto que transcurría; y la luna ya se veía por encima del horizonte, camuflada por la claridad que confería el sol. Parecía que sería otra de esas noches lluviosas. Sintió un apego por el frío que tenía. Su suéter la protegía, al igual que su jean y una bufanda vieja que traía en su cuello. Un sendero de concreto se aproximó a ella, con la misma velocidad a la que ella se aproximaba a él. No hubo diferencia alguna en el tiempo que tardó en llegar a ese sendero.
 Un portal rojo de tres metros alturas se alzaba.  Una especie de techo a dos aguas era la cúspide del portal, luego, un poco más bajo, tenía un soporte horizontal, que sobre salía por ambos lados, más largo que el espacio comprendido entre los soportes verticales del portal. Tras él se veían dos faroles grandes, esculpidos con la estructura de los templos budistas de los que había leído. Pronto su mente rebobinaría, procesaría los datos y se daría cuenta de ello. No estaba en Japón en ese momento. Al adentrarse al espacio del templo, grandes árboles se erguían a su lado. Ahí el concreto estaba ganando la batalla por su posición, y no se sentía ese frescor matutino. Solo había frío, una brisa ligera y sus pasos extendiéndose como ondas sonoras, hasta llegar a unas largas escaleras, mucho más largas que aquellas que le recordaban a un ayer tan próximo… y aún así tan lejano. Las subió rauda, sintiéndose inspirada por algo. Sentía que vería la misma edificación de aquella vez, que lo que vería sería un gran espectáculo, como el de las paredes variopintas. Creyó ver todo eso, pero vio el templo, estoico, budista. Aletargamiento, frío, sus dedos estaban helados. Usó las mangas de su suéter para cubrir sus manos, luego las acercó a su boca y sopló, en busca de darles calor a ambos manos. Tenía frío, siguió caminando.
Quería ver a esa misma señora de aquella vez. Ya debería estar vieja. ¿Cómo se llamaba? Caviló por largo rato, tratando de recordar su nombre, no lo pudo recordar. Era preciosa, extremadamente bella, sus ojos eran singulares; al igual que los de ella. Rarísimos en alguien de origen asiático.  Era tan enigmática y lo que había sucedido ese día; no podía recordar nada además de las paredes y a la mujer, se veía preocupada.
— ¡Akemi!
Volteó. Giró a su alrededor. Vio a la luna, sobre ella. Y no encontró nada. El templo, árboles, esculturas. Estrellas. Frío y… no sabía quién la había llamado, ni por qué.

Pido disculpas a nombre de todo el grupo. Las publicaciones del 9 y 11 de noviembre están siendo hechas, cada una, dos días después de la fecha. Pero no hay que alarmarse. Esto se debe a una re-estructuración del trabajo en el blog, razón por la cual ya no verán artículos conmemorativos mensuales, sino textos más específicos. Una forma de acercarnos más a la vida, de sentirnos uno con la historia, de ver pasar el pasado en código binario muy rápido por nuestros ojos sin que exista ningún tipo de descanso, y en color verde brillante, con fondo negro, emulando a la Matrix. Solo que no será por Matrix, sino porque nuestras PC se sincerarán con nosotros, se mostrarán como son realmente, y ¡ay! del que las entienda... podrá elegir entre las pastillas roja y azul. Pero eso es algo que no nos compete ahora.
El texto de hoy está referido al fin de la Primera Guerra Mundial, pero no al Tratado de Versalles, sino al Armisticio de Compiègne (1918), que tiene una historia muy particular. En fin, si quieren enterarse un poco, léanlo [ =) ]


.+.+.+.+.+.+. La paz de Compiègne.+.+.+.+.+.+. 
(11/11/ 11:00 a.m.)

Bosque de Compiègne[1]. Matthias Erzberger tenía en sus manos la misma convicción desde hace un año. La guerra ya no tenía sentido, tal vez nunca lo tuvo, pero necesitó un estancamiento  militar para darse cuenta y salir a dar un discurso pacificador en el Reichstag el pasado 06 de julio. Necesitó enterarse de que sus compatriotas luchaban a fuerza de perder, con un orgullo insolente, considerado instintivo en los militares; si las cosas continuaban de esa manera, Alemania caería por completo; ¡el gran imperio alemán colapsaría! Pero ahora no importaba el imperio, es más, era así como tenía que suceder para que al fin pudiera instaurarse una verdadera República. Así lo pensaba, especialmente después de que su Resolución por la paz fuera ignorada.
     ¿Paralizada? Señor Canciller, con todo respeto, la resolución fue aprobada por votación, incluso Erich Ludendorff…
     La resolución es inaplicable, muy ambigua, señor Erzberger. Se aplicará, como ya lo he dicho, según mi interpretación. De otra manera, tendremos que paralizarla.
     Pero señor Canciller…
     Ya he hablado. Lo siento por Ludendorff, y también por usted.
Pero ahora estaba ahí, dispuesto a negociar, y gracias al príncipe Maximilian von Baden, el nuevo Canciller, y un hombre de mayor confianza, dado su espíritu liberal; y Woodrow Wilson, Presidente de EE.UU., artífice de los 14 puntos que asegurarían la paz. Lo acompañaban el Conde Alfred von Obersdorff, representando al Ministerio de Relaciones Exteriores, el Capitán Ernst Vanselow, de la Marina de Guerra, y el Mayor General Detlev von Winterfeldt. Ninguno de ellos dispuesto a perder demasiado. Tal vez por eso el viaje en tren hacia Compiègne no resultaba tan emocionante, porque sabían que, de cualquier forma, terminarían perdiendo, y que era lo mejor negociar la paz.
“El Mariscal Foch los recibirá a las nueve”, les informó un soldado. El Mariscal Ferdinand Foch, Comandante en jefe, representante de Francia y de los Aliados durante lo que dure la toma de decisiones, un hombre del que había oído hablar mucho pero que nunca había visto, un hombre visto como enemigo por Alemania, y sin embargo, una conversación con él podría hacer más que una Resolución de paz hace un año.

Llegada la hora, Erzberger y sus acompañantes se dirigieron al vagón de Foch, donde fueron recibidos por el mismo soldado. “Los están esperando”, dijo. Y ahí estaban, el Mariscal y otros tres militares de alto rango, sentados a un escritorio con un mapa, periódicos de hace unos días y documentos. Al verlos entrar, Foch se puso de pie. Parecía más viejo de lo que era, pero los rasgos de su rostro denotaban una profunda disciplina. Los alemanes se presentaron, seguidos por su contraparte. Luego se hizo un pequeño silencio. Erzberger parecía querer hablar, pero sentía a cada instante que Foch diría algo. Al fin se decidió; sin embargo, el Mariscal se le adelantó.
     ¿A qué han venido? —cuestionó. La pregunta consternó a toda la misión, que esperaban que Foch tuviera clara la razón de su visita.
     A escuchar las propuestas de Francia para la realización de un armisticio.
     No tenemos propuestas —fue tajante. Su tono de voz parecía querer negarlo todo en ese momento. Era claro que estaba preparado para la ocasión.
La información fue solicitada una vez más. La negativa persistía.
Finalmente, Erzberger mencionó a Woodrow Wilson. La última de sus notas diplomáticas con Alemania. De acuerdo a ella, Ferdinand Foch estaba a cargo de exponer las condiciones. No obstante, Foch se rehusó a decir nada si el armisticio no era confirmado. Estaba obligándolos a tomar una decisión, a convertir sus condiciones en ley, pues sería imposible siquiera pensar en echarse para atrás. Erzberger lo sabía, pero Alemania necesitaba la paz. Desconfiaba de Foch, pero no había otra salida.
“Alemania pide un armisticio”, dijo entonces, y el hombre a la izquierda del Mariscal comenzó a recitar las condiciones. Erzberger se sintió excesivamente responsable.
     Debo enviar un informe al gobierno —dijo. Foch lo miró rudamente, como si no hubiera sido entendido —, ¿cesará el fuego hasta entonces?
     No habrá cese de fuego, señor Erzberger. Necesitamos una respuesta para el lunes a las 11 horas.
Tres días. Ese era el plazo. De inmediato se envió a uno de los acompañantes de la misión a la ciudad de Spa, donde se encontraba la base de operaciones. Solo quedaba esperar.
Entretanto, esa tarde el Mayor General Winterfeltd mantuvo una conversación con el General Weygand, el que leyó las condiciones del armisticio, intentando sembrar la duda en los aliados sobre paralizar al ejército alemán. “El bolchevismo[2] podría hacerse con el país”, dijo algo preocupado, pero no por el supuesto, sino por si su táctica daría resultado. Lamentablemente para él no fue así. 
Erzberger solo lo observaba. Sus días en el bosque se hicieron largos. Se pasaba el tiempo dentro del vagón, esperando respuesta, escribiendo cartas que nunca enviaría, recordando su discurso en el Reichstag.

“Nos esforzaremos por lograr una paz de entendimiento y una reconciliación duradera entre los pueblos. Anexiones forzadas y violación política, económica o financiera son incompatibles con esta paz… El agradecimiento eterno de toda la nación les está garantizado”


El agradecimiento de toda la nación… ni siquiera eso había convencido al Canciller Michaelis. ¡Qué hombre falto de sensibilidad!, por suerte ahora estaba el príncipe Maximilian. Pensar en otra cosa era fatal. La paz, la guerra contraproducente, la pronta llegada de un mensaje. No había otra cosa que le llamara la atención. La naturaleza alrededor era como la naturaleza en cualquier parte, no podía pensar en ella si no ardiendo en fuego por un bombardeo. Entonces prefería evitarlo.
La noche del 10 de noviembre terminaría su espera. Escuchó ansioso el sonido del telégrafo mientras el encargado comenzaba a decodificar los mensajes. Recibieron tres. Los dos primeros aceptaban las condiciones de Foch y autorizaban a Erzberger para firmar. Era Friedrich Ebert, un socialista, como Canciller. Maximilian había dimitido a su cargo. El tercero provenía de Paul von Hindenburg, jefe del Estado Mayor. Resaltaba la importancia del armisticio y del fin de la Guerra. Esa noche durmió más tranquilo.
Ya era 11 de noviembre, el día pactado, y Erzberger tenía una respuesta. Así, la misión completa se acercó al vagón del Mariscal Foch. Éste los esperaba con los papeles en la mesa.
—¿A qué ha venido? —preguntó.
—A firmar el armisticio. El Gobierno ha accedido a sus condiciones —Foch sonrió ligeramente. Era la primera vez que lo veía sonreír.
Ambos procedieron a dibujar sus firmas. A Erzberger, a pesar de todo, aún lo molestaban muchas de las condiciones.
—No hay otro camino. Son nuestras condiciones, señor Erzberger. Limítese a firmar —y así lo hizo, y no por seguir su palabra, sino porque ya no habría otra ocasión como esa.
—Una nación de setenta millones puede sufrir, pero no morir —musitó lo suficientemente alto como para ser escuchado por Foch. El Mariscal no dijo nada.
Acto seguido, despidió a la misión alemana de su vagón. Todos salieron sin ningún cuidado, excepto Erzberger, que se detuvo a la puerta para, en señal de cortesía, estrechar la mano de Ferdinand Foch. Éste vio la mano del alemán y lo miró a la cara. “Très bien” fue lo único que le dijo, a modo de despedida. Ninguna expresión más que “Très bien”. Erzberger dio la vuelta y se dirigió a su vagón. El armisticio entraría en vigor a las 11 horas. Era momento de volver a casa.

The New York Times:  ARMISTICIO FIRMADO, ¡FIN DE LA GUERRA!
BERLÍN TOMADA POR REVOLUCIONARIOS;
NUEVO CANCILLER RUEGA ORDEN;
DERROTADO KAISER HUYE A HOLANDA
Nottingham Evening Post: ÚLTIMO DISPARO A LAS 11 a.m. DE HOY
ALEMANIA FIRMÓ EL ARMISTICIO SEIS HORAS
ANTES DE QUE SE VENCIERA EL LÍMITE


[1] Bosque público de la región de Picardía, cercano a la ciudad de Compiègne. Al norte de Francia.
[2] Movimiento socialista originado en el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, y dirigido por Lenin. Durante la guerra, quisieron convertirla en una revolución.

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Eso ha sido todo por ahora. Gracias por leer. ¡Adiós!