Encuentros: Primera parte (Recapitulación de una mente con desórdenes)

El momento onírico de un despertar sin sentido. La visita a un cuerpo astral. El momento de una realidad descompuesta. Tú. Un nombre extremadamente largo y sin sentido alguno. ¡Títulos!
Dolores de cabeza en un instante remoto, el perdido despertar de wall-e. iFight, la venganza de los iPods. Cuando Apple dejó de comer manzanas. Úsenlos, a mí no me gustan.
Últimamente me siento como una oveja negra, me siento Samael hecho hombre, un gato con botas. Relato.

"Encuentros"

Primera Parte

—Entonces… ¿No sabes?— Preguntó, sus manos estaban sobre el volante. Mirando a la monótona carretera, sus ojos verdes se perdían en ella. No sabía qué decir, solo hablaba.
—No…— contestó al fin la chica. Su pelo negro caía como flequillo sobre su ojo izquierdo, bajo un pasamontañas.
—Pensé que eras una erudita, ¿sabes qué es un erudito?— Su intento de hacerla reír fue vano.
—Ah, sí…— Sus respuestas tenían un tono tan fastidiado, tan imperturbable como siempre. Ella miraba la carretera por su ventana, sin prestarle atención al hombre. Era de contextura flaca, algo alta y con pelo negro ondulado, de ascendencia asiática.
—Por aquí siempre hay tráfico a esta hora— dijo con resignación.
Ella asintió sin hacer ningún movimiento, sin proferir ninguna respuesta. Se sentía incómoda, y más que incómoda, se sentía fuera de lugar. Su madre le había dicho que fuera amable con el señor, le estaba haciendo un favor, después de todo. Pero no sabía qué decir.
El señor prendió el radio, acuciado por la ausencia de ruido, a la que cortésmente llamamos silencio. Una canción de bossa nova sonaba.  La voz melodiosa recorrió los oídos de ambos, agradando más a la chica, enamorándola. Ella ya conocía el género musical, lo escuchaba en contadas ocasiones; esa canción, sin embargo, le había agradado bastante. No dijo nada. No tenía por qué.
Las calles estaban roídas por la miseria. Los que andaban parados por ahí, no hacían nada más que mirar, evaluar y robar. No lo harían a la luz del día, ni con tal tráfico, esperarían al momento correcto. Eran las siete de la mañana y el reloj estaba empeñado en pasar sumamente lento, alargando el trayecto, haciéndolo pesado.
La chica empezó a recordar algo, no supo concretamente qué.
Cuando llegaron, la chica se apeó rápido, antes señalándole dónde se bajaría.
—Gracias— dijo. El señor asintió y arrancó.
Para llegar al edificio en el que tenía que hacer una diligencia, tenía que pasar por un camino rodeado de árboles y naturaleza, con un pequeño caminillo con baldosas cuadradas, a veces recubiertas por la grama, perdiendo esa batalla imposible. La grama en los costados se alzaba hasta los tobillos, el paso del tiempo dejaba huella.
Primero caminó por entre los dos edificios, de dos pisos, malgastados por las lluvias y la humedad. También acuciados por el crecimiento del monte. Miró todo como si no significara nada, perdiendo su vista como si estuviera ciega; como si lo único que viera fuera su camino, que se perdía en una curva entre arbustos o árboles. Una gota cayó en su frente desnuda, dio su primer paso.
Una vez pasó los edificios se sintió más a gusto, se percibía un poco del rocío de la mañana. Ese lugar era agradable y hace un rato la niebla se había dispersado… Pisó tierra mojada. Todo tenía un aspecto mágico, no sabía si era el frescor del lugar. Caminó un rato hasta que pudo ver el edificio al final, no entendía por qué se encontraba tan lejos, le pareció insensato, estúpido.
¿Por qué estaría el edificio tan alejado de la calle? ¿Por qué esa escalera descuidada? Arrojaban a la gente fuera con esa bienvenida, a ella le daba igual; tanto le importaba que el camino estuviese en mal estado como que no. Le agradaba la naturaleza que le rodeaba, pero daba la sensación de descuido, daba un aspecto fantasmal que no entendía, como si no hubiera nada en ese edificio. Se empezaba a preguntar qué hacía dirigiéndose allí.
Empezó a recordar por qué tenía que ir ahí, y se le olvidó; se le escapó de la mente. Antes de que la sinapsis formara la idea perdida, antes de que buscara en la biblioteca de su memoria, se le fue de sus manos, de las raíces de ese mundo insano que es el cerebro.
—Pregunta por el señor Takeshi— dijo una voz femenina, dulce, encantadora, melódica.
Giró su cara rápidamente, mas no vio nada. Observó todo a su alrededor, los arbustos, los árboles, las flores. Le habría gustado saber cómo se llamaban, formar una amistad, entablar una conversación. Las plantas no son ásperas, como a veces lo son los humanos.
Giró su cuerpo hasta ver todo lo que había caminado y le pareció ajeno. No recordaba haberlo caminado, pero no se sentía perdida. Volvió a girar sobre sí misma, 180 grados, una media vuelta. Se sintió poseída por lo que pasaba a su alrededor. Divisó las escaleras y se encaminó a ellas. Sufriendo la abismal subida de treinta escalones.
 Un paso, otro paso, un paso, otro paso. Era un proceso agotador. Miró al cielo, se veía gris y claro;  o azul y claro, o un azul grisáceo. Tantas posibilidades se conjugaban en un solo cielo.
Cuando llegó a la cúspide de las escaleras observó el edificio con detenimiento, estaba a unos treinta pasos. Poseía tres plantas y era algo largo. Lo primero de lo que te percatabas al verlo, era una especie de habitación, que suponía del Jefe, que sobresalía al frente, apoyado sobre unas columnas; cuatro. Era la única habitación que sobresalía. Transitó por el camino que seguía la misma estructura que el largo sendero anterior. Aquí los árboles se distanciaban más del camino, como asustados por la imponente edificación; descuidada, como las había visto antes. Las ventanas se notaban empañadas.
Cuando estuvo a un metro de la puerta, se abrió. Vio a la recepcionista, asiática. Su cabello corto alcanzaba a rozar su cuello bajo la barbilla. Sus lentes rojos y delgados le estilizaban su cara, aunque suponía que de por sí tenía rasgos bastante finos. Sus ojos se perdían en un extraño azul. Tenía un traje amarillo como sobretodo. Tecleó unas cuantas palabras cuando dio el primer paso la visitante, la letra L se vio insultada por la descortesía del pisotón. “Welcome”, anunciaba, muda.
—Akemi— su voz era dulce, melodiosa, encantadora… Sintió como si la voz recorriera todo su cerebro. La sintió escrutando en lo más profundo de su ser, vio a su alrededor, las paredes eran blancas. Luego un azul pálido se apoderó de ellas y pronto el fucsia iba proclamando su territorio. Manchas.
—¿Akemi?
La voz interrumpió el allegro de las variaciones de color. Azul, amarillo, rojo, azul verdoso, morado. Manchas irregulares.
— ¿Estás bien? — La mujer se paró, el escritorio seguía impertérrito. Al igual que ella, y su falda amarilla y sus lentes rojos. Y sus ojos azules.
Se oyó un timbre, y alguien entró detrás de Akemi. Ella no lo vio. La recepcionista no se percató de su presencia, o lo hizo, pero permaneció sin alterarse en el extraño mundo de Akemi.
— ¡Hola! — Su voz alegre se extravió junto a una nueva variación de colores, cambiaban de lugar, pero no viraban, como antes.
— ¿Cómo está, Takashi?— La voz de la mujer se oyó en otro plano, junto con la voz de Takashi. Ella no movía la boca, pero oía su voz.
— ¡Cuánto tiempo!
La voz se perdió entre ecos y reverberaciones, se repitieron un millón de veces. No, más aún. Luego no oyó más nada y el silencio se apoderó de la extraña sala. Esperó que una canción de Bossa Nova sonara; una de pop japonés invadió la habitación. No supo qué canción era, ni qué grupo era.
— ¿No me reconoces? Soy Hiromi— dijo, su voz hacía notar preocupación, extrañeza.
Akemi no podía contestar. No sabía qué contestar. Quién era ella, ¿por qué su voz le era tan familiar? Intentó proferir respuesta alguna.
—No necesitas hablar. Puedo entenderte—. Su voz era segura, no dilucidaba ninguna duda. — Estás desconcertada. No sabes lo que pasa… A veces olvido lo que puedo hacer— sonrió.
El ambiente zumbaba, se hacía pesado, como si todo estuviera mojado. El morado tenía pulsaciones fuertes, era el color dominante. Sintió una migraña.
—Tranquila. No te sobres fuerces. Comprendo que es difícil, Akemi. Oh… cuánto tiempo ha pasado.
Nostalgia. Y el sonido rosado dominó las paredes, junto al color zumbante, que se hizo tenue, delicadamente. Casi formando una melodía.
Todo oscureció. Ella cayó de golpe. Sintió una suavidad mórbida, se sintió en manos delicadas. Ella la vio de cerca, a… a…Hi…
***
— ¿No sabes?—Sonrió confiriéndole una seguridad enfermiza.
¿Lo sé? Se preguntó. Su sonrisa formaba dos hoyuelos encantadores. Su cabello era lacio y caía de manera delicada, como formando parte de su falso discurso.
—No, no sé— contestó ella. Su fleco ondulado caía hasta su pómulo. Su cabello caía hasta sus hombros. Su rostro fino encantaba tanto como sus ojos verdes. Extraños en una asiática. Ella sonrió, una sonrisa falsa, como el discurso de…
—Pensé que eras una eru…
— ¡Kenji!— Le interrumpió una rubia, caucásica. Su japonés era fluido.
Su interlocutora inicial se quedó mirándola, con su timidez. Imaginándose con un extraño halo angelical sobre su cabeza… Luego recapacitó. Y vio una como una cola revoloteaba, aplastada entre Kenji y la silla. Ella rió. Tomó un sorbo de café.
— ¿Y ella quién es? — Preguntó interesada, la asiática estaba enrojecida, era tímida.
— ¡Ah! Cierto, qué tonto soy…—Se dio un golpe en la cabeza, admitiendo su torpeza— ¡Akemi!, ella es Louise, francesa… como puedes ver tiene un japonés excelente.
Louise extendió su mano a Akemi y sonrió, parecía estar firmando un trato con el demonio.
— ¡Encantada de conocerte, Akemi!
—S-Sí, igualmente—. Su sonrisa no tuvo sentido por la poca naturalidad, pero a Louise le pareció encantador. Apretaron las manos y el contrato fue hecho.
—Con ella era con quien me iba a encontrar, ¡siempre llega tarde!— Su risa fue acompañada con la de la propia Louise. — Nos encontramos aquí repentinamente, es una amiga de la infancia, siempre ha sido igual de cohibida— dijo mirando a Louise, era preciosa. — Bueno, nos tenemos que ir, fue un placer encontrarte. ¡Espero que nos encontremos de nuevo alguna vez!— Kenji sonrió, Louise acompañó su sonrisa. Akemi asintió, tímidamente.
Estaba libre.
Salió de H…, caminando distraídamente. Pasando por calles atestadas de gente. Sintiendo que debía hacer algo, que debía ir a algún lugar. La gente pasaba a su lado, metida en mundos tan aislados como plurales. Ella veía sus caras y se percataba nada, era como ver a gentes sin caras; como ver a la misma persona siempre, el mismo flux, la misma ropa. Ella sabía que no era así, y así lo sentía.  Dobló por calles sin saber por qué lo hacía, se devolvió sobre sus pasos con la misma aleatoriedad, hasta llegar a una urbanización. Los grandes edificios la acechaban desde las distancias que había recorrido. Pero ella lo olvidaba y pensaba que no había pasado por allí. Veía carros y casas, todas muy parecidas, tanto como las personas que vivían en ellas, y tan parecidas como los vecinos con los que congeniaban. Entonces vio un gran espacio verde, y se sintió aludida. Sintió que debía ir allí. Algo la llamaba.
El sol caía lentamente, con cada segundo que pasaba, con cada minuto que transcurría; y la luna ya se veía por encima del horizonte, camuflada por la claridad que confería el sol. Parecía que sería otra de esas noches lluviosas. Sintió un apego por el frío que tenía. Su suéter la protegía, al igual que su jean y una bufanda vieja que traía en su cuello. Un sendero de concreto se aproximó a ella, con la misma velocidad a la que ella se aproximaba a él. No hubo diferencia alguna en el tiempo que tardó en llegar a ese sendero.
 Un portal rojo de tres metros alturas se alzaba.  Una especie de techo a dos aguas era la cúspide del portal, luego, un poco más bajo, tenía un soporte horizontal, que sobre salía por ambos lados, más largo que el espacio comprendido entre los soportes verticales del portal. Tras él se veían dos faroles grandes, esculpidos con la estructura de los templos budistas de los que había leído. Pronto su mente rebobinaría, procesaría los datos y se daría cuenta de ello. No estaba en Japón en ese momento. Al adentrarse al espacio del templo, grandes árboles se erguían a su lado. Ahí el concreto estaba ganando la batalla por su posición, y no se sentía ese frescor matutino. Solo había frío, una brisa ligera y sus pasos extendiéndose como ondas sonoras, hasta llegar a unas largas escaleras, mucho más largas que aquellas que le recordaban a un ayer tan próximo… y aún así tan lejano. Las subió rauda, sintiéndose inspirada por algo. Sentía que vería la misma edificación de aquella vez, que lo que vería sería un gran espectáculo, como el de las paredes variopintas. Creyó ver todo eso, pero vio el templo, estoico, budista. Aletargamiento, frío, sus dedos estaban helados. Usó las mangas de su suéter para cubrir sus manos, luego las acercó a su boca y sopló, en busca de darles calor a ambos manos. Tenía frío, siguió caminando.
Quería ver a esa misma señora de aquella vez. Ya debería estar vieja. ¿Cómo se llamaba? Caviló por largo rato, tratando de recordar su nombre, no lo pudo recordar. Era preciosa, extremadamente bella, sus ojos eran singulares; al igual que los de ella. Rarísimos en alguien de origen asiático.  Era tan enigmática y lo que había sucedido ese día; no podía recordar nada además de las paredes y a la mujer, se veía preocupada.
— ¡Akemi!
Volteó. Giró a su alrededor. Vio a la luna, sobre ella. Y no encontró nada. El templo, árboles, esculturas. Estrellas. Frío y… no sabía quién la había llamado, ni por qué.

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