Madrugada del 7 de enero de 1839.
“Mañana será el día”, pensaba. Algunas patatas frías seguían sobre la mesa, nadie las quiso coger. Esta tarde vinieron unos amigos a cenar conmigo por mi onomástico, se fueron temprano porque mañana hay que trabajar y no hay quien quiera hacer las cosas que hacemos. Limpio la casa, no me gusta ver todo sucio antes de irme a trabajar.
«El campo, las cosas que crecen sobre él no se producen solas». He oído eso, no recuerdo de quién. «Nada cae del cielo», siempre me lo repiten los amigos. Me gusta ver hacia arriba mientras descanso bajo un árbol, cerca al campo de cultivo.
La noche estaba a la mitad y ya todo en casa parecía en orden. Quise dormir pero el viento no me dejaba. La casa era pequeña y se podía sentir correr el aire fuertemente sobre ella. La noche era clara, el cielo iluminado no dejaba sentir la oscuridad azotar aquel espacio. Fuera de mi hogar no había otro, mi vecino más próximo estaba demasiado lejos como para notar que no estaba loco y veía las nubes del cielo moverse rápidamente a través de mi ventana.
Rápido, rápido y más rápido se movían las cosas fuera. Dentro todo era frío, la soledad de aquel momento impactaba en las paredes de mi breve hogar y se paseaba por mi puerta, la mesa y bajo la cama: lugar en el que me ocultaba. Solo oía los golpes sobre el techo, golpes secos, y a los árboles cuyas ramas eran sacudidas fuertemente, como cuando un río se sale de su cauce y golpea todo a su paso. Los golpes seguían y yo cubría mis oídos para no oír lo que oía, la tormentosa soledad. Cerré los ojos para no verme ahí, oculto.
El viento sopló y sopló y parte de la casa cayó. Algo golpeó la cama y parte de ella cayó sobre mí, todo se hizo noche sobre lo que quedaba de mi casa. Seguía bajo de la cama pero inconsciente, noté eso en la mañana.
Al despertar salí de aquel lugar y vi todo desolado, mi casa ya no era casa. Así que caminé en busca de algo de vida: los árboles carecían de muchas de sus hojas, los campos de cultivo eran pobres y pocas personas alrededor del camino. Marché hacia Dublín en busca de algo más.
Al llegar ahí todo se hizo más confuso, nada estaba en su lugar, las personas tendidas sobre el camino hacia la ciudad, sobre los matorrales, sobre algunas callejuelas adornaban macabramente el paisaje. Mis amigos, aquellos que estuvieron conmigo un día antes, no fueron vistos nuevamente. El viento se llevó mucho, dejó poco y la miseria que vivía en nuestras vidas continuó. Este fue solo un pequeño maleficio, la calma antes de la tormenta de hambre que nos invadiría unos años después.
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