Nellie Bly, La Vuelta al Mundo en 72 días

Hoy es 25 de enero, aunque ya casi se termina, y como muchas otras cosas, hoy se cumplen 123 años desde que Nellie Bly, reportera del New York World —diario de Joseph Pulitzer—, completara su vuelta al mundo en 72 días, rompiendo el récord de Phileas Fogg, personaje principal de una novela de Verne. Un viaje que causó una gran expectativa en su tiempo, pero que parece no ser tan recordado actualmente como la novela de Julio Verne. Pues bien, de la hazaña de esta mujer es que trata la ficción de hoy.



.+.+.+.+.+.+.Una vuelta al mundo.+.+.+.+.+.+.


Vivía en un lugar donde las cosas nunca pasan, o pasan demasiado lento, al punto de que nadie se da cuenta. Estaba acostumbrado a enterarse de las cosas por conversaciones entre adultos, que escuchaba accidentalmente de vez en cuando, como todo niño. Además de la escuela, claro, a la que asistía cada mañana. Allí los que menos parecían saber no eran los niños, sino las profesoras, que de lo único que sabían hablarles era de escribir y reconocer letras y números de memoria, esa extrañísima pero conveniente actividad humana: leer.
Después de la escuela se quedaba en casa de su abuela, quien solía contarle historias sobre lo grande y magnífico que sería el mundo: su amistad con Melanie Hoover, una chica inglesa que había venido a América a culminar sus estudios en Leyes; su encuentro casual con Marcus Delois, un periodista francés que alguna vez visitó el país quién sabe por qué; su fugaz amor con Leonardo Wright, un amante de la literatura europea, y sus anécdotas escritoriles; y muchas más historias que seguramente demoraríamos en enumerar. Ella también vivía de lo que le contaban sus visitas —amigos, sobrinos, nietos o ahijados que aparecían muy raras veces a la puerta de su casa—, le gustaba escuchar y recordar sus épocas de oro y plata, y también aquellas sin oro ni plata, pero igualmente agradables, o incluso mejores, pues dichos metales nunca dejaron de ser fríos. Tales eran las cosas que escuchaba él de su abuela. Frases que quedarían en su mente por siempre, y que marcarían el resto de su vida como un hombre de bien. “El mundo es grande, hijo”, solía recordar, y tenía unas ganas inmensas de conocerlo. Pero las cosas siempre pasaron bastante lento en el lugar en que viven él y su abuela, no pasaba nada interesante cerca. Solo tenía como fuente la accidental atención que a veces les prestaba a las conversaciones adultas sobre el mundo de allá afuera.
Lo único rápido en ese lugar era el tren. Pasaba y era como un portal hacia “el mundo”, una pieza que descomponía el equilibrio de su pequeño universo, presta a llevar a cualquiera hacia un sinfín de aventuras. Él lo había visto solo un par de veces, quedaba un poco lejos de su casa, pero lo escuchaba siempre, y se imaginaba viajando en él. Pero no sabía leer, y se tomaba eso como el más grande obstáculo para realizar un viaje por el mundo. ¿Cómo sabría dónde está si ni siquiera podía reconocer las letras que le presentaba la profesora? Ni él mismo lo sabía. Por eso asistía a la escuela.
Un día, de salida hacia la casa de la abuela, acompañado de sus padres, como siempre —porque éstos trabajaban por varias horas en el ayuntamiento—, escuchó decir a un hombre “¿viajará alrededor del mundo?”, seguido de risas. Conversaba éste con un par de amigos, uno de los cuales gritó luego, cuando él y sus padres ya habían avanzado lo suficiente, “¡una mujer!, eso hay que verlo”. Después de eso, volvió a escuchar la frase “vuelta al mundo” de personas que leían el periódico del día.
Jaló de la manga del saco de su padre, quien estaba a su izquierda.
— ¿Se le puede dar la vuelta al mundo? —preguntó.
— Sí, claro que sí. Escuché que una muchacha lo intentará. Parte mañana.
— Debe ser muy bonito hacer ese tipo de viajes, ¿no? —intervino su madre.
— Sí, y hasta peligroso. Imagínate toparte con lo desconocido. Espero que tenga suerte.
— Dios la guarde.
Escuchar la conversación de sus padres fue algo increíble. Él querría saber sobre esa mujer, incluso acompañarla, de ser posible. Viajar por el mundo… debía ser algo grande.
Llegado donde la abuela y habiéndose ido sus padres se lo reveló. “Abuelita, ¿sabes que una mujer le dará la vuelta al mundo?”. La anciana, consternada, pidió explicaciones, que el nietecito no tardó en otorgar, sin excluir en ningún momento alguna información, ni siquiera lo de los peligros a los que se exponía, y lo que había dicho su padre sobre que dicha reportera se hizo pasar por loca para escribir un artículo. Se había convertido en su heroína, una heroína que escribía, y él no sabía leer.
— ¿Quieres comprar el diario? —dijo la anciana un poco entusiasmada, y sacó algunos centavos de la cartera que guardaba en el bolsillo—. Toma —el niño no sabía qué hacer—.Ve a la tienda que hay en esta esquina y compra ese periódico —dijo, como adelantándose a la pregunta del niño, que hizo un gesto de asentimiento y salió corriendo hacia allá.
No sabía leer, así que pidió “el que tiene a la mujer que dará la vuelta al mundo”. El vendedor preguntó “¿Nellie Bly?”, y el niño lo miró extrañado. Hizo la transacción y regresó feliz, a compartir con su abuela la noticia.
¿Qué decía? Él solo veía la foto de Nellie Bly —ahora sabía cómo se llamaba—, su heroína viajera escritora, y distinguía entre letras grandes y pequeñas y algunos dibujos hechos en las páginas del diario. Su rostro lo dejó embelesado. Era muy bonita para haber estado loca, o eso pensaba él. Su ansiedad al llegar donde su abuela le hizo entregarle el diario, a fin de escuchar el veredicto final, las palabras leídas de su suave voz , acompañadas luego de alguna historia suya acerca del mundo. Ella recibió el papel, se colocó los anteojos y lo miró detenidamente por aproximadamente un minuto. Silencio. Eso era lo único que escuchaba. En eso, el lejano sonido del tren y su abuela sonriendo para devolverle el diario. El silencio se prolongó y comenzó a intrigar más al niño, así que puso los ojos en la noticia, a ver si como por arte de magia lograría entender lo que decían esas letras.
Nada.
¿Sería algo malo? Pero si nadie en la calle, ni su padre en el camino había hablado de alguna tragedia. ¿Serían los peligros de lo desconocido lo que la había dejado muda? No. Pronto se dio cuenta, cuando descubrió que su forma de mirar el diario era la misma que la de su abuela. No tenía nada que ver con la herencia. Los otros adultos leían distinto, es decir, leían, él solo ojeaba las letras y miraba las fotografías, y era probable que su abuela hiciera lo mismo, que tampoco supiera leer.
Esa tarde se la pasaron hablando de lo bella que era Nellie Bly —por iniciativa de la abuela para cortar el silencio—. Según ella, le recordaba un poco a Melanie Hoover, esa linda chica inglesa que alguna vez fue su amiga. También se preguntaron qué sería lo que llevaría para su gran viaje, un gran enigma que resolverían pronto con una fotografía en el diario.
Él disfrutaba de las conversaciones con su abuela, pero quería también ser capaz de leerle lo que decían los diarios. No saber leer empezaba a fastidiarlo, por eso comenzó a esforzarse más en la escuela. A intentar leer carteles y cosas, aunque muchas veces errara. Y ese esfuerzo lo llevó también pronto cada tarde a casa de la abuela, junto al diario, que ahora le era dado por su padre.
Llevaba el diario e intentaba leérselo. ¿Qué dice aquí?, se preguntaba de pronto entre su silabeo poco comprensible, pero sabía que su abuela no podía responderle. ¿Qué diría? ¿Dejaría las noticias sobre su heroína —y también la de su abuela— a la mitad? Imposible. Ella no merecía eso. Es así que cada día, preguntaba a su padre sobre la noticia, quien algunas veces añadía su opinión y algunas referencias incomprensibles para un niño, porque a la vez hablaba con su madre.
Fuera como fuere, se enteraba así, y con el testimonio de papá tenía suficiente para salvar el día cuando no supiera qué decir.
Nieto y abuela, se sentaban los dos a la mesa pequeña que había en el comedor, uno frente al otro, y él sostenía el diario cubriéndose el rostro, como un adulto, mirando de cuando en cuando hacia la derecha, hacia la izquierda o por encima del papel, a ver si ella lo escuchaba. Luego le enseñaba las fotos y conversaban. A veces, incluía incompletas o desfiguradas las referencias de su padre para sonar más interesante. La abuela sonreía, disfrutaba cada lectura de su nieto, aunque las sabía inventadas, por su cambio extraño entre el silabeo y la fluidez. Sospechaba también de las referencias, cosas comunes en el habla de su hijo, el padre del niño. Pero siempre lo alentaba “mira ve qué rápido estás aprendiendo a leer. Así no te quedas como la abuela”, a lo que le respondía “la abuela es buena, todos deberían ser buenos”, de alguna forma reclamándole su propio lugar, poniéndola por encima de lo que ella misma se creía. Tal vez ya fuera un poco tarde para ir a la escuela, pero nunca lo sería para aprender de un niño.
Pasaron los meses y el pequeño dejó de ocultarse detrás del diario, ahora lo ponía sobre la mesa, se subía a una silla y comenzaba a leer, sin inventarse nada. La anciana estaba encantadísima con su nieto. “Qué suerte que tengo un nieto inteligente que me lee el diario”, decía entre risas.
El mundo en verdad era muy grande. Ya habían pasado tres meses desde que Bly partió y ellos habían seguido cada uno de sus pasos. Pero todo tiene un límite.

NELLIE BLY VOLVIÓ A AMÉRICA

EN POCOS DÍAS NELLIE BLY HABRÍA ROTO EL RECORD DE FOGG

“¿Quién es Fogg?”, lo había leído ya muchas veces. Su padre le explicó que era el personaje de una novela. No tardó en contárselo a su abuela.

NELLIE BLY PARTE DE CHICAGO A NEW YORK


— Ese tren pasa por acá —musitó la anciana luego de escuchar la lectura. El semblante del niño se iluminó de felicidad.
— ¿Podemos ir? —preguntó entusiasmado.
— Podemos ir —asintió la abuela, sonriendo.
Al día siguiente, el número 71 del viaje de Nellie Bly, seguro que pasaría el tren, por la tarde. Justo en el momento ideal para ambos. Ya que era domingo, tuvo que comentárselo a sus padres, quienes también estaban algo emocionados por la hazaña. Así, salieron todos la tarde del domingo 25 de enero a esperar el tren de Bly.
Era impresionante la cantidad de gente que estaba allí solo por ver pasar el tren y saludar rápidamente a la reportera. El niño se encontraba encantado, sentía que compartía algo con el mundo, y que por primera vez en su vida, algo estaba pasando en su pequeña ciudad. Nellie Bly, la hermosa heroína con la que había aprendido a leer, pero también su abuela, su cómplice en sus aventuras por el mundo, para quien él consideraba esto alguna especie de regalo. La anciana se había convertido en una gran fanática de Bly, tanto que hacía bromas con eso. “Tan rápido como el viaje de Nellie Bly”, decía sobre su nieto al escucharlo leer.
De pronto, ahí estaba el tren. No lo veían aún, pero lo escuchaban a lo lejos, y sabían que venía muy rápido. Unos niños se acercaron a los rieles para escuchar, y se retiraron de inmediato al ser reprendidos por un hombre bien vestido: “Es peligroso, no se acerquen tanto”. Y vaya que lo era. Cuando por fin fue visible, en los ojos de todos había expectativa, pero principalmente en los del niño y su abuela, fanáticos auténticos de la heroína. El sonido se hizo más fuerte y ensordeció a todos, nada más era audible, pero no importaba, para nada. Los gritos comenzaron pronto. “¡Viva Nellie Bly!, ¡Viva!”. Algunos sacaban sus pañuelos y los hacían ondear con el aire, a modo de saludo. Otros solo levantaban las manos y gritaban. Así hacían la abuela y su nieto, movían los brazos y gritaban con mucha fuerza, para que su voz fuera la más escuchada, mientras se mantenían muy atentos, muy abiertos los ojos. Y ahí estaba la señorita Nellie Bly, saludando con un pañuelo, y con una sonrisa que alcanzó para todos, y que llenó de alegría los ojos de la abuela.
El niño gritaba con los demás, y siguió gritando hasta un poco después de que el tren se hubiera alejado. Gritaba, jubiloso, y celebraba con su abuela. Ese era ya casi el final del viaje, pero seguro que el mundo era aún más grande.
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