De esta manera les traigo un relatillo de terror porque soy malo:
Hinamatsuri
Recibía los rayos de sol de un marzo encantador. Su preciada hija. ¿Qué había pasado? Después de tanto tiempo, todo parecía tan gris. Tan inservible, ahora todo era diferente. Tal vez, tal vez si solo no hubiera ido ese día, con su hija. Si lo hubiera ignorado todo, llevarla a un parque de diversiones, tal vez todo habría sido diferente.
Matsuo Shiki había perdido a su hija el día de Hinamatsuri (Festival de las Muñecas). Él, en su no tan sano juicio, habría ignorado totalmente este festival, como todos los que evitaba. Poseía un carácter muy supersticioso y paranoico en cuanto a las creencias de su país de origen. Creía, y tenía claro, que mientras más evitara relacionarse con los espíritus, menor sería su relación, más lejos estarían los espíritus, tanto benignos como malignos, de él. Lo tenía muy claro, para él era un hecho.
Los caprichos de su hija, sin embargo, no eran algo que podía simplemente dejar de lado. Desde que su madre había muerto luego de irrespetar a un Yokai, según la versión de su padre, su hija había estado muy triste, demasiado. Cierto era que la costumbre del Hinamatsuri se la había creado su madre, también que su relación con su hija se volvía cada vez más inestable por lo acaecido. Entonces, tomó la resolución de que llevaría a su hija al festival, alejándose por un mero momento, tal vez fatal, de su superstición. Arguyendo que era paranoia, que era un adulto y debía comportarse como tal.
El Hinamatsuri es un festival que ocurre cada año los 3 de Marzo, tiene raíces chinas y su objetivo es alejar a los malos espíritus de los hijos. Pero Matsuo siempre había creído que la acumulación de esos espíritus era algo más bien negativo, que podía tener efectos terribles en la vida de los simples humanos terrenales. ¿Qué tal si tales espíritus atacaban a alguien? ¿Qué ocurriría entonces? Pero estaba seguro de que eso era solo su imaginación. De que podría llevar a su hija sin que sucediese nada.
Todo parecía ocurrir con todo el orden que pueden tener las conglomeraciones. Hicieron una fila, tomaron su bendición del Dios del templo, esperaron a que se llevaran a las muñecas al mar para liberarlas. Y, en su camino, pisó algo, que ignoró simplemente. Vieron a los monjes alejarse en un bote blanco con las muñecas, una despedida a los malos espíritus que poseían y de los que protegían a los niños pequeños. Un atardecer hermoso. Entonces, dos horas después, la tragedia comenzaba.
Volvía a su casa con su hija. En un paseo tranquilo por el vecindario. Habían comido helados, se sentía confiado, unido con su hija. Sentía que todo iba a comenzar, que todo empezaba a tomar rumbo a su bonita familia de dos. Le encantaba ver a su hija sonreír, verla disfrutar con él, como hacía tiempo que no la veía.
En su camino, un extraño señor se acercó. Traía consigo un elegante yukata*, un sombrero de paja japonés y una cándida sonrisa.
—Debe cuidar a su hija. Los tiempos no son buenos. — Su voz era grave, con la misma elegancia que le confería su presencia.
Matsuo solo respondió austeramente con un “Gracias”. Dejando de lado toda clase de formalismo, su paranoia empezaba a trabajar. Quiso hacer el paseo lo más rápido posible.
— Vámonos rápido, querida, se hace tarde — le dijo cariñosamente, tan cariñosamente como su miedo se lo permitía.
Sintió sus latidos del corazón, los de su hija, la acaricia mutua que se proporcionan los árboles; luego un miedo letal, paralizador, al darse cuenta de que no estaba al lado de su hija. Corrió sobre sus pasos, sintió pequeñas risas. Vio al señor. Inmutable. Elegante. Viejo, sumamente viejo.
— ¿Dónde...? ¿Dónde está mi hija, buen señor?
— Oh, disculpe, ¿qué ha dicho? No le he escuchado.
— ¡¿Dónde?! ¿Dónde está mi hija?, ¿no la ha visto? — gritó, lleno de miedo, muerto en ansias.
— ¿Se ha perdido? ¡Si estaba a su lado! Lamento mi frialdad, pero se lo he advertido, señor. — Dijo, tras una sonrisa que le impedía ver más allá de sus dientes, sus afilados dientes. Su increíblemente grande figura, sus fauces deformes, con un pedazo de tela desgarrado en sus dientes.
— ¿Qué... eres…?
— Un simple buen señor. — La risa estruendosa de su voz entre aguda y grave que se sucedía en miles de ecos, a la vez que se alejaba en su enormidad.
El crack que oyó al pisar algo en el festival. Ahora lo entendía todo, el grito que había oído: “¡Una muñeca rota, una muñeca rota!” En la aguda y tierna voz de una niña.
Fin
***
Nota: Esto no sigue fielmente las creencias japonesas porque... no sé suficiente de ello. De todas formas, esto se debe tomar nada más como una ficción, si quieren, un arrebato de un pobre monstruo de la naturaleza corrompida.
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