Ficción conmmorativa de Juana de Arco
Entre murmullos
El fuego estaba por
arder. Su postura era inmutable; su mirada, como perdida entre la multitud,
llena de fuerza, de un poderío que nadie podía comprender. Nadie se sentía a la
par de ella entre la multitud de personas, estaban intimidados, mirarla a los ojos
era caer en un vacío profundo. Era observar la determinación de su verdad.
Amarrada a una estaca,
preparada para arder, ¿pasaría como con Santa Margarita de Antioquía, inmune
contra el fuego? ¿Era cierta la gracia divina que cubría a Juana?
Y, de nuevo, ahí
estaba su mirada, vítreos ojos que no decían más que la verdad. Tan alejada de
todo cuanto sucedía a su alrededor, tan imponente. La Doncella de Orleans nunca
se había visto tan serena, ni aún en los tribunales, con sus respuestas
lacónicas, vestida como un hombre, con una osadía que hacía honor a su nombre,
con un temple que daba fuerza a los rumores. Una mujer de diecinueve años había
dirigido las batallas en nombre de Francia y había ganado. Esa misma mujer que
aseguraba que Dios le había aconsejado; esa misma mujer que hacía cuanto Dios
decía.
El crepitar de la
madera crujió, pronto comenzaría el suplicio.
Ahí, a sus ojos,
estaba San Miguel Arcángel, el primero que se le había aparecido. El magnífico
líder de los ángeles, el implacable y fiel San Miguel, el más cercano a Dios.
No debía temer, ellos le habían dicho que no temiera. Él le había acompañado
desde que oyó su voz a los trece años. Le había hablado y dado confianza, era el
que lo había comenzado todo; el que le había advertido que dos Santos estarían
con ella tanto como él. Seguiría al gran Arcángel hasta el infierno s si era
necesario.
El crepitar de la
madera, de nuevo haciéndose presente. Diciéndole que tenía razones por las que
temer, que ardería en un calor como el de las llamas del infierno. Las
vaharadas de humo brotaban con fuerza, el oxígeno se hacía escaso poco a poco.
“Del infierno…”
Recordó las palabras
permanentes que tanto le hacían temer, que tanto le consumían. Su Dios era uno
misericordioso, había actuado bajo la tutela de los más cercanos a él, no podía
ella arder en el infierno…
“¿Quién de nosotros
morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas
eternas? “
El calor bajo sus
piernas, el humo que seguía subiendo, cual almas en pena recién liberadas. ¿No
era acaso el mismo demonio tentándola? ¿No era él, quien dándola por ridícula,
le arremetía con el temor de su indefectible muerte?
“… No quieres morir,
¿no es así?”
Sintió como recorría
su cuerpo, como el calor del fuego que crecía, cabalgando en la madera. Veía en
el humo, negro como la peste, figuras diabólicas, sonrisas sarcásticas y el
dolor de esas almas en pena.
Y, entre ellos, o
todos ellos, eran y representaban al demonio, como una especie de juego macabro
al que tenía que resistirse.
“Sin embargo, no
puedes resistirte. Lo sabes, ya has sufrido demasiado…”
No caería, no podía
caer ahora, su Todopoderoso Dios la esperaba en las puertas del cielo, porque
solo él disponía sobre ella, porque solo él le dictaba su destino.
“No puedes caer,
Juana. Dios tiene apartado un lugar para ti. Has hecho tal como Dios ha
querido, no tienes nada a qué temer.”
Santa Catalina de
Alejandría estaba ahí, hablándole. Era ella la que había desafiado al Emperador
Romano Majencio con su ferviente amor al Dios Cristiano, era ella la que había
muerto por la verdad. Pero la voz de Catalina se perdía entre el fuego que murmuraba palabras ininteligibles. Eran
miles de palabras por miles de voces, eran voces de ultratumba, que estaban más
allá de lo que ella podía comprender. La mirada de San Miguel Arcángel era
imperturbable. Le decía con sus sinceros e inefables ojos que debía pasar esta
prueba, que la gracia de Dios estaba con ella.
Las voces eran
atormentadoras, eran llantos, eran el rechinar de dientes; y ahí estaba el
fuego eterno, consumiéndola. También estaba Él
ahí, tentándola, con una voz que superaba en fuerza a las demás:
“¿Estás sufriendo
mucho, no sería mejor darte por vencida?”
No podía escucharlo,
no podía verlo; era una contraposición macabra, oía murmullos inentendibles,
pero su voz se hacía eco en su conciencia perennemente. Él estaba ahí, luchando
por encontrar lo más bajo de ella. El
dolor se apoderó de su cuerpo, el oxígeno se hacía escaso.
“¡JESÚS!, ¡JESÚS!”
Gritaba, ya fuera de sí, obnubilada por el dolor, por la asfixia, por el sonido
de miles de murmullos que le decían tantas cosas. Un mar de opciones que no
era sino una bifurcación. ¿Adónde debía
ir?
Su comprensión de la
situación era tan escasa como los que la habían visto decir, llena de
serenidad:
“Puedes decir que eres
mi juez; ten cuidado con lo que haces, porque, de verdad, soy enviada por Dios,
y te expones tú mismo a un gran peligro. Creo firmemente, tanto como creo en la
fe Cristiana, que Dios nos ha redimido de los dolores del Infierno, que las
voces vienen de Dios y sus allegados.”
Lo cierto es que ella
ya no estaba tan segura de nada, lo cierto era que su fe seguía ciega hacia su
Dios, pero que ella se desmoronaba y su mente divagaba entre los consuelos del
Demonio; de las órdenes de los Santos, tantos Santos, y de la voz imperante del
Arcángel Miguel.
“Tienes que creer.”
Y todo quien vio
aquello vio en ella algo incomprensible. Vio que en ella habitaba la gracia
divina, que era una verdadera devota de Dios. Pero estaba muerta y el cielo no
reclamaba su cadáver.