.+.+.+.+.+.+. Suéter rojo I.+.+.+.+.+.+.
Suéter rojo. Esa era la única pista, entre miles. ¿Por qué
tenía que verse en medio de un problema como ése?, más aún, ¿por qué buscaba a
alguien que no conocía solo porque le aseguraban que era imposible no
conocerla? “Sí, estuviste con ella más de una vez”, “¿Y qué hacía?”, “No lo sé,
se fueron. Los perdí doblando esa esquina. Quise llamarte, pero parece que
estabas demasiado entretenido como para siquiera escucharme”. Ese tipo de
conversaciones se había hecho común, pero incluso un mes después de que
comenzaron a él le seguían resultando un completo fastidio.
Un suéter rojo. La única pista. Nadie había sido capaz de
ver más allá. Nadie había podido reconocerla “pero estoy seguro de que eras tú.
Y si no, debes tener un doble andando libre por ahí” haciendo de las suyas sin
importarle que tu nombre e imagen resulten afectadas al punto de generarte
problemas con tus amigos, tus padres y ni qué decir de tu novia. Deberá estar
furiosa. “Lo estaría si fuera mi novia”, piensa. Sin embargo, esta pequeña
excepción no le quita gravedad al asunto.
Con esa idea caminaba por la calle, sospechando de cada
mujer de suéter rojo, de cada inmundicia que pasaba por su mente cada vez que
la imaginaba y era inmediatamente censurado por la figura simplona, a simple
vista nada espectacular, de su no-novia. “Le quedaría bien” el rojo, o tal vez
no. Pero lo sabía indeseable. Ese color se había convertido en un calvario
desde hace un mes. Lástima. En un principio se buscaba a sí mismo, pero
comprendió pronto que dicha empresa era irrealizable incluso para un “genio
maligno”. De alguna manera la chica del suéter rojo ocupaba ahora ese espacio.
Se había convertido en una especie de meta, si no una misteriosa bruja que
parecía conocerlo más que él mismo.
La ciudad era un desastre. Gran cantidad de personas en
movimiento, como en una procesión, guiados tal vez por una fe llamada trabajo,
si no tiempo o dinero. Una procesión que no llevaba a ningún lugar y al mismo
tiempo a todos. Y él era parte de ello. Su fe era la de un loco, sin saber a
dónde iba ni por qué. A eso llegan las metrópolis en algún momento. A generar
individuos sin nada mejor que hacer que sentirse asediados y salir en busca de
una chica de suéter rojo que les solucione la vida, personaje que nunca
aparecía. “Si me ve, seguro querrá llamarme”, lógico. O tal vez no tanto. A
veces las chicas de suéter rojo no actúan como uno espera.
“No hay nada, me iré a casa. Tal vez todo fue un mal sueño”,
se imaginaba protagonizando una serie de televisión. Y pronto aparecería un
ejército de vampiros comandado por una bella de suéter rojo. “Como su cabello”.
En realidad no sabía el color de su cabello, pero así quiso pensarlo cuando vio
a una lindísima chica pelirroja con un suéter del mismo color y se quedó
mirándola.
Nada hubiera pasado si a ésta no se le ocurría voltear a
verlo, darse cuenta de que estaba siendo observada. Observada. Puso ojos de
curiosa y le sonrió, como si lo conociera de toda la vida. Era una mirada
dulce, como de bienvenida, o de “todo está bien”, no hay que preocuparse. Pero
sí que había que hacerlo. Una extraña tomaba de pronto el protagonismo de su
vida. Una extraña para él, pero tal vez ella no pensara lo mismo. ¿Un extraño
para ella? Si así fuera nunca le hubiera sonreído, nunca la hubiera reconocido con
tan solo verla. ¿Una extraña? Tal vez nunca lo fue.
No podía moverse. Un sentimiento de miedo recorría sus venas
e intentaba convencerlo de abortar la misión. Lo convencía, y su poder de
persuasión era tal que logró motivar en él la inercia, que probablemente luego
condenaría, pero que simplemente no podía evitar.
La chica se perdió entre la multitud. Ya no hay rojos ni
suéteres ni chica de suéter rojo. Se sentía aliviado, pero con una gran
impotencia al mismo tiempo. Su indecisión lo había hecho perder la oportunidad
de resolver el misterio, y ahora solo le queda pensar que nunca más la volverá
a ver, que los malentendidos provocados se convertirán en anécdotas ajenas o
que se vería obligado a aislarse por presión social, la presión de ser creído
un mentiroso. Aquella chica que nunca vestía de rojo empeoraba la situación; su
no-novia, ahora su nunca-novia. Y él comenzaría a bordear la locura de
continuar viviendo una doble vida de la cual solo conocía una mitad.
“A esa hora estábamos juntos, ¿verdad?”, tal vez sí, tal vez
no. La memoria lo traicionaba, pero alguien recordaba por él. “A esa hora…”
almorzaba junto a un amigo. ¿Y la chica de rojo?, “Una ilusión”, argüía éste
intentando alentarlo. Aunque la verdad es que ni siquiera sabía bien a qué se
refería con “a esa hora”. Era como si algo conspirara en su contra, haciendo
nulos o difusos los recuerdos que bien podrían aclarar su situación. “A esa
hora…” nadie tomó registro de nada, solo del suéter rojo de una desconocida.
No tenía caso preguntarse si estaba o no. Comenzaba a creer
que conocía realmente a la chica del suéter rojo, que se habían reunido más de
una vez y que había mantenido con ella charlas muy agradables. Comenzaba a
dudar de su no-novia. Tal vez en realidad no la quería, nunca la quiso, y se
auto-engañó para minimizar el impacto de reconocer por fin al amor como un
relativismo mal presentado, maquillado excesivamente, y el universo se nos derrumba. Era un derrumbe innecesario, es
decir, podría haberlo sido. Una decepción dolorosa y poco conveniente.
Tonterías, hombre, tonterías.
La tensión lo obligaba a regresar a casa en busca de un
descanso.
A casa; su apartamento, su habitación, su cama. Quería
tirarse allí y olvidarse de todo al menos por lo que le durara un sueño.
Una puerta abierta le dio una cálida bienvenida. ¿Quién lo
había hecho? Su problemática mente lo hizo pensar en lo peor. Le habían robado.
Pero eso era ilógico, pronto se daría cuenta, cuando revisara la cerradura y
ésta estuviera intacta. Y no solo eso, sino con una llave insertada en la
ranura, la misma llave con que ingresaba a casa todos los días. Ese mismo
artilugio milagroso se encontraba allí. No en sus bolsillos, que revisó de
inmediato. Entonces dudó de sí mismo. Comenzó a buscar de manera violenta y
desesperada al intruso.
¿Quién era?, ¿dónde estaba? “¡¿Dónde estás?!” Nadie
contestaba.
Tiró los libros de la biblioteca al piso, al igual que las
revistas de la mesa. Abrió las cortinas. La ausencia se hacía cada vez más
evidente.
“La habitación”
Dejó todo en caos e ingresó a su cuarto. El caos se
reproducía. Las cortinas y ventanas abiertas, los cajones del escritorio y el
clóset de igual manera. Papeles y ropa por todos lados.
Y un suéter rojo sobre la cama.
.o.o.o.
Subió a la azotea temiendo que algo se estuviera
incendiando. El olor a quemado había invadido los pisos inferiores.
Allí la encontró a ella, un poco ida, observando atentamente
una fogata.
— ¡¿Qué
estás haciendo?! —gritó consternada
— Es
el rojo… —contestó ella, mientras cogía un listón rojo de una caja llena de
ropa del mismo color y lo arrojaba al fuego—, ha dejado de gustarme.
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Bien, eso ha sido todo por hoy. Mañana publicaré la segunda parte. Gracias por leer.
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