La última palabra
Ya de joven, pese a ser expulsado de Harvard no se preocupó, sabía que tenía el futuro asegurado, lo único que no se le permitía ser era un vividor, dedicarse a las fiestas y al alcohol. Era astuto sabía los límites que no debía traspasar. Cuando tu porvenir depende de una firma en un papel, lo mejor es ser amable con la mano que ha de firmar. En su hogar y en sus círculos sociales todo lo que decía era aceptado como cierto, nadie se atrevía a contrariarlo, le gustaba influir en las personas, tener la razón, fue así que supo que era en lo que deseaba desempeñarse. Solo necesitó hacérselo saber a su padre. Un par de conversaciones, un estrechar de manos y un gracias fue todo lo que necesitó. Un Hearst no podía ser dejado a su suerte, el apellido no admitía fracasos, los éxitos obtenidos por los antecesores se distribuían como parte de la herencia. Sabía lo que quería y no necesitaba empezar de cero, hacerse paso con su trabajo; los ojos del joven Hearst se posaron en el San Francisco Examiner y al poco tiempo este se halló bajo su dirección. De gran intuición y olfato, fue adquiriendo cada vez más y más diarios como si de un coleccionista de mariposas se tratara; uno a uno, todos caían en su red. El siguiente paso era adecuarlos a un pensamiento: “Si no pasa nada, tendremos que hacer algo para remediarlo: inventar la realidad". Con un fajo de dinero los que antes podían ser considerados su competencia pasaban a ser sus más fieles seguidores. Los mercenarios mediáticos se dedicaban a ampliar sus opiniones. La ficción entró a formar parte del día a día. Pulitzer su más fiero contrincante no pudo vencerlo en el que ahora era su terreno por excelencia: la prensa amarilla. El azuzar una guerra fue un juego de niños. En la Guerra de Estados Unidos contra Cuba, Hearst fue el dueño de la opinión. España fue señalada como un nuevo enemigo en sus diarios. Su país obtuvo el ansiado Canal de Panamá y él, gran cantidad de ventas. Deseoso de no solo propiciar el movimiento de los sucesos sino ser el causante directo de ellos decidió dar sus primeros pasos en la política. Como todo caballero que se respetara, Hearst necesitaba de una esposa, Millicent Wilson fue la escogida. El verdadero interés por ella se hizo evidente cuando empezó a salir con Marion Davies sin romper su compromiso. Su mujer soportaría la afrenta lo más que pudo hasta al final abandonar a su marido. El nuevo objeto de los afectos de Hearst era actriz y si lo era necesitaba ser la mejor así ella lo quisiera o no. Debía satisfacer las expectativas de su amante. Las películas necesitaban financiación y él tenía lo que se requería. Marion consiguió un protagónico; su imagen se vio perjudicada, fracasó en la política. La Gran Depresión fue un duro golpe a su imperio. Se vio reducido a ser un empleado más, sin poder soportarlo se recluyó en su mansión. Una vez allí continúo con su fama de comprador compulsivo. Una gran cantidad de obras de arte, estatuas y cuadros fueron compradas para ser cubiertas por bolsas o mantos. Su dueño nunca les dedicó un minuto de su tiempo. Estaban allí por el placer del dueño de saber que estaba allí. Podía conseguir mujeres, un auto nuevo, organizar grandes fiestas. Todo con dinero. Pero para el hombre que lo tuvo todo ya nada era suficiente. Aquel 14 de agosto su corazón falló, su última palabra, la que resumiría su vida, su única verdad, la que nadie escuchó fue Lie.
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