Buen día, amigos. Como hoy, 28 de febrero, en 1525, fue ejecutado el último Huey Tlatoani Mexica, es decir, el último emperador azteca. Sobre él es que trata la ficción de hoy. No tengo mucho qué decir hoy, así que ya pueden leer.
El Huey Tlatoani se sabía el último. Sitiado lo que quedaba de su imperio, miraba hacia atrás mientras la canoa avanzaba fuera de Tenochtitlan. Pensaba en la furia que Tezcatlipoca parecía arrojar sobre él. Pensaba en su gente caída, quizá un sacrificio arrebatado sin permiso ¿Qué habían hecho para desagradarle? ¿Qué había pasado con Quetzalcoatl? ¿Por qué los abandonaba? Solo sabía que la desgracia lo iba a perseguir allá donde fuera, pero que era necesario intentar conservar la dignidad de su pueblo hasta el final. Veía, efectivamente, cómo las llamas adoptaban la forma del dios destructor en venganza por haberse enfrentado a sus enviados.
Sus enviados eran traidores del mismo dios y ciegos ante el oro. No eran muchos. Quauhtemoczin recordaba haber terminado con más de la mitad de sus hombres, pero el número que ahora veía tomar venganza era aterrador no solo en números, sino porque se le enfrentaba su propia gente, pueblos amigos que se aliaban con el Malinche en búsqueda del poder. Y a esa gente se enfrentó por tanto tiempo. Le dolía en el alma que el último Huey Tlatoani tuviera que soportar tremenda desgracia.
Él no quería ser el último. Su rostro no se inmutaba a pesar de la sensación de inminente derrota. No podía simplemente declararse perdido ante la sombra del águila, su nahual protector. Deseaba en ese momento adoptar su forma, que de pronto descubriera en sí mismo los mágicos poderes de los hechiceros que seguro habrían escapado convertidos en veloces pumas y demás criaturas. Su nahual lo había protegido hasta entonces. Tenía, al menos, los ojos. Podía prever lo que pasaría pronto.
Al mirar en el agua descubrió que un camino de estrellas se copiaba idéntico desde el cielo. Pensaba en lo dichoso que sería ascender como un águila si pudiera reflejarse en las alturas.
Lo habían visto. Su aliado Tetlepanquetzaltzin también lo sabía. Su propia vía de escape se convertía pronto en una pared imposible de cruzar.
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Fuera de la casa de Atzacoatzin se estaba en silencio. Al interior, Quauhtemoczin, Tetlepanquetzaltzin y los suyos, se enfrentaban al Malinche Hernán Cortés y a sus soldados. Ningún mexica diría nada. El aliado del último Huey Tlatoani evitaba la mirada destructiva del hombre blanco. Quauhtemoczin, sin embargo, tenía la mirada fija en él, dispuesto a no bajar el rostro en ningún momento. Cortés se encontraría intimidado por él cuando cruzaran miradas. Vería en sus ojos la furia de Tezcatlipoca, una furia inigualable, nunca antes vista en sus innumerables batallas. Recordaría al ingenuo Moctezuma y su desgraciado final a manos de su propia gente, al creeerlo aliado de Cortés. Recordaría ese final, las heridas de lanzas y de piedras tan terribles que provenían, quizá, de la ira de los dioses, y le parecería sentir él mismo que esas lanzas lo atravesaban y su cuerpo caía muerto en el nombre de España y de Jesucristo. Paradójicamente, la destrucción venía de su lado.
"Mátame", escuchó de su intérprete sobre el emperador mexica. Estaba tan absorto que no había advertido los pasos que dio Quauthemoczin para señalar el puñal que tenía en la cinta como el instrumento que debería darle muerte. Era impresionante escucharlo decir eso. Sabía que no eran sus únicas palabras, pero ésta única le provocaba placer oírla. Tanto placer que no le concedería su deseo de muerte.
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Esa enfermedad que tenían Cortés y sus soldados de perder la razón ante cualquier tesoro era increíble, tanto para Quauhtemoczin como para Tetlepanquetzaltzin. Aquel oro estaba maldito, quizá por eso estaban todas las desgracias reunidas en un solo lugar. Estos eran hombres capaces de matarse entre ellos por el solo hecho de ver el brillo del metal precioso. Estos eran hombres de Cortés, que especulaban terriblemente y se hundían a sí mismos en un insano deseo que ardía como las llamas en los pies del Huey Tlatoani Quauhtémoc y su aliado. Ardían los pies y el deseo por el oro ¿En dónde está? ¿En dónde está el tesoro de Quauhtémoc? Tirado a la laguna, como muchos de los hombres muertos de Cortés hace más de un año.
Un águila pasó cerca de allí para brindarle fuerza a su protegido. Los pies no los necesitaría si pudiera volar todo el tiempo. Pero había que ponerse en tierra aunque en los pies tuvieran hacinado el infierno.
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El Huey Tlatoani fue utilizado al igual que Moctezuma. No pensaba ya en Huitzilopochtli, en Quetzalcoatl ni ninguna otra deidad. El mismo Jesucristo de Cortés le parecía ausente aunque decían que era hombre, porque era un hombre magullado, prendido a una cruz sin poder moverse. Él no creía ya en los hombres, menos si venían del otro lado del mar. Su mirada de águila le decía que pronto, quizá mucho antes de lo que se imaginaba, la locura por los tesoros y las tierras terminaría en una masacre que se lo llevaría consigo.
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En Itzamcanac, bajo la acogedora sombra de una ceiba, Quauhtemoczin y Tetlepanquetzaltzin esperaban su final. Les aguardaba una horrible muerte, indigna. Cortés y sus hombres contemplaban sus últimos minutos. Cortés, el Malinche, se desharía finalmente de su prisionero para evitar una rebelión. Lo que habían ganado hasta ahora necesitaba ser escrito como una victoria siempre. No permitiría que otro se la arrebatara otra vez. Y temía al último Huey Tlatoani. Le temía tanto que necesitaba matarlo.
De pronto, ese mismo miedo le erizaría la piel. Un momento antes de ser ejecutado, Quauhtémoc se dirigió por última vez al Capitán Cortés. "Tus palabras son falsas, Capitán Malinche, lo supe desde que me permitieras vivir siendo prisionero: ¿Por qué me matas sin justicia?".
La justicia, esa justicia que se clama en el nombre de España y de Jesucristo, esa por la que se pone la palma sobre la Biblia y se jura ante un dios que sufre. Esa justicia que había aplicado a Moctezuma y al pueblo mexica. La misma por la que clamara venganza cada vez que perdía a sus hombres ¿Qué era esa justicia? El vacío ante esta pregunta hacía que Cortés se llenara de una rabia que necesitaba contener frente a su más rudo adversario, que era injustamente colgado hasta la muerte en las ramas de un árbol ceiba. Vio convulsionar los cuerpos y temió por sí mismo, porque si esa mirada justiciera que nunca se apagó en los ojos de Quauhtemoczin no era de este mundo, quizá la ira destructora de Tezcatlipoca no estaba de su lado.
Muy bien, esto ha sido todo. Espero que lo hayan disfrutado. Gracias por leer. Saludos de Tezcatlipoca y Quetzalcoatl [ D; ]
.+.+.+.+.+.+. Quauhtemoczin y la ira
destructora de Tezcatlipoca.+.+.+.+.+.+.
destructora de Tezcatlipoca.+.+.+.+.+.+.
El Huey Tlatoani se sabía el último. Sitiado lo que quedaba de su imperio, miraba hacia atrás mientras la canoa avanzaba fuera de Tenochtitlan. Pensaba en la furia que Tezcatlipoca parecía arrojar sobre él. Pensaba en su gente caída, quizá un sacrificio arrebatado sin permiso ¿Qué habían hecho para desagradarle? ¿Qué había pasado con Quetzalcoatl? ¿Por qué los abandonaba? Solo sabía que la desgracia lo iba a perseguir allá donde fuera, pero que era necesario intentar conservar la dignidad de su pueblo hasta el final. Veía, efectivamente, cómo las llamas adoptaban la forma del dios destructor en venganza por haberse enfrentado a sus enviados.
Sus enviados eran traidores del mismo dios y ciegos ante el oro. No eran muchos. Quauhtemoczin recordaba haber terminado con más de la mitad de sus hombres, pero el número que ahora veía tomar venganza era aterrador no solo en números, sino porque se le enfrentaba su propia gente, pueblos amigos que se aliaban con el Malinche en búsqueda del poder. Y a esa gente se enfrentó por tanto tiempo. Le dolía en el alma que el último Huey Tlatoani tuviera que soportar tremenda desgracia.
Él no quería ser el último. Su rostro no se inmutaba a pesar de la sensación de inminente derrota. No podía simplemente declararse perdido ante la sombra del águila, su nahual protector. Deseaba en ese momento adoptar su forma, que de pronto descubriera en sí mismo los mágicos poderes de los hechiceros que seguro habrían escapado convertidos en veloces pumas y demás criaturas. Su nahual lo había protegido hasta entonces. Tenía, al menos, los ojos. Podía prever lo que pasaría pronto.
Al mirar en el agua descubrió que un camino de estrellas se copiaba idéntico desde el cielo. Pensaba en lo dichoso que sería ascender como un águila si pudiera reflejarse en las alturas.
Lo habían visto. Su aliado Tetlepanquetzaltzin también lo sabía. Su propia vía de escape se convertía pronto en una pared imposible de cruzar.
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Fuera de la casa de Atzacoatzin se estaba en silencio. Al interior, Quauhtemoczin, Tetlepanquetzaltzin y los suyos, se enfrentaban al Malinche Hernán Cortés y a sus soldados. Ningún mexica diría nada. El aliado del último Huey Tlatoani evitaba la mirada destructiva del hombre blanco. Quauhtemoczin, sin embargo, tenía la mirada fija en él, dispuesto a no bajar el rostro en ningún momento. Cortés se encontraría intimidado por él cuando cruzaran miradas. Vería en sus ojos la furia de Tezcatlipoca, una furia inigualable, nunca antes vista en sus innumerables batallas. Recordaría al ingenuo Moctezuma y su desgraciado final a manos de su propia gente, al creeerlo aliado de Cortés. Recordaría ese final, las heridas de lanzas y de piedras tan terribles que provenían, quizá, de la ira de los dioses, y le parecería sentir él mismo que esas lanzas lo atravesaban y su cuerpo caía muerto en el nombre de España y de Jesucristo. Paradójicamente, la destrucción venía de su lado.
"Mátame", escuchó de su intérprete sobre el emperador mexica. Estaba tan absorto que no había advertido los pasos que dio Quauthemoczin para señalar el puñal que tenía en la cinta como el instrumento que debería darle muerte. Era impresionante escucharlo decir eso. Sabía que no eran sus únicas palabras, pero ésta única le provocaba placer oírla. Tanto placer que no le concedería su deseo de muerte.
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Esa enfermedad que tenían Cortés y sus soldados de perder la razón ante cualquier tesoro era increíble, tanto para Quauhtemoczin como para Tetlepanquetzaltzin. Aquel oro estaba maldito, quizá por eso estaban todas las desgracias reunidas en un solo lugar. Estos eran hombres capaces de matarse entre ellos por el solo hecho de ver el brillo del metal precioso. Estos eran hombres de Cortés, que especulaban terriblemente y se hundían a sí mismos en un insano deseo que ardía como las llamas en los pies del Huey Tlatoani Quauhtémoc y su aliado. Ardían los pies y el deseo por el oro ¿En dónde está? ¿En dónde está el tesoro de Quauhtémoc? Tirado a la laguna, como muchos de los hombres muertos de Cortés hace más de un año.
Tortura a Quauhtémoc y Tetlepanquetzaltzin |
Un águila pasó cerca de allí para brindarle fuerza a su protegido. Los pies no los necesitaría si pudiera volar todo el tiempo. Pero había que ponerse en tierra aunque en los pies tuvieran hacinado el infierno.
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El Huey Tlatoani fue utilizado al igual que Moctezuma. No pensaba ya en Huitzilopochtli, en Quetzalcoatl ni ninguna otra deidad. El mismo Jesucristo de Cortés le parecía ausente aunque decían que era hombre, porque era un hombre magullado, prendido a una cruz sin poder moverse. Él no creía ya en los hombres, menos si venían del otro lado del mar. Su mirada de águila le decía que pronto, quizá mucho antes de lo que se imaginaba, la locura por los tesoros y las tierras terminaría en una masacre que se lo llevaría consigo.
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En Itzamcanac, bajo la acogedora sombra de una ceiba, Quauhtemoczin y Tetlepanquetzaltzin esperaban su final. Les aguardaba una horrible muerte, indigna. Cortés y sus hombres contemplaban sus últimos minutos. Cortés, el Malinche, se desharía finalmente de su prisionero para evitar una rebelión. Lo que habían ganado hasta ahora necesitaba ser escrito como una victoria siempre. No permitiría que otro se la arrebatara otra vez. Y temía al último Huey Tlatoani. Le temía tanto que necesitaba matarlo.
De pronto, ese mismo miedo le erizaría la piel. Un momento antes de ser ejecutado, Quauhtémoc se dirigió por última vez al Capitán Cortés. "Tus palabras son falsas, Capitán Malinche, lo supe desde que me permitieras vivir siendo prisionero: ¿Por qué me matas sin justicia?".
Tezcatlipoca, Códice Borgia |
La justicia, esa justicia que se clama en el nombre de España y de Jesucristo, esa por la que se pone la palma sobre la Biblia y se jura ante un dios que sufre. Esa justicia que había aplicado a Moctezuma y al pueblo mexica. La misma por la que clamara venganza cada vez que perdía a sus hombres ¿Qué era esa justicia? El vacío ante esta pregunta hacía que Cortés se llenara de una rabia que necesitaba contener frente a su más rudo adversario, que era injustamente colgado hasta la muerte en las ramas de un árbol ceiba. Vio convulsionar los cuerpos y temió por sí mismo, porque si esa mirada justiciera que nunca se apagó en los ojos de Quauhtemoczin no era de este mundo, quizá la ira destructora de Tezcatlipoca no estaba de su lado.
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Muy bien, esto ha sido todo. Espero que lo hayan disfrutado. Gracias por leer. Saludos de Tezcatlipoca y Quetzalcoatl [ D; ]