El gato del presidente.
Socks siempre se consideró un gato ordinario. Su vida
era casi tan normal como cualquier mascota en territorio estadounidense.
Recibía el alimento al tiempo adecuado, recibía las caricias necesarias. Eso es
lo que le importaba. Pero lo que no sabía el pequeño felino era que era miembro
del que pronto sería el presidente de los Estados Unidos de América, Bill
Clinton.
La nueva vida del gatuno cambió drásticamente al cambiar de
domicilio. La casa blanca. Para él era tan sólo un lugar más espacioso. Muchos
más muebles que arañar, muchos más lugares que explorar. ¡Era simplemente
genial, el paraíso! Sus curiosos ojos miraban a todos los lugares, las
habitaciones, las personas. Socks se sentía como el nuevo rey.
La vida del “Primer gato” era más complicada. Lo primero siempre
era la presencia. El felino nunca podría verse desaseado. Tenía a su
disposición un veterinario y muchas personas más que se encargaban de su aseo
(en realidad no eran muchas, pero para él ya eran bastantes). Era algo
incómodo, ya que anteriormente sólo usaba su lengua como único medio de aseo
(aunque en ocasiones la pequeña hija del presidente lo sujetaba fuertemente
para darle un baño con agua tibia, cosa que sus padres impedían a tiempo).
Otra cosa que había cambiado era la cantidad de personas que
se mantenían pendientes de sus actos. Las cámaras se centraban en él, buscando
una buena foto. Lentamente, se fue acostumbrando,
inclusive llegando a posar. Cada cosa que pareciera interesante, los flashes
iluminaban su flexible cuerpo.
Socks, el gato del presidente y la única mascota oficial de
la casa blanca, vivía una vida muy plácida. Todo cambió cuando a cierta persona
se le ocurrió traer un perro. ¡Que genial idea! El perro es considerado por
muchos como el amigo del hombre. ¿Realmente puede considerarse amigo a alguien
sin criterio, que sólo obedece órdenes, mueve la cola y saca la lengua? ¡Por supuesto que no!
Esos minutos, en los que la familia sonriente acariciaba al
cachorro, fueron los más largos y horribles de su felina vidas. Él miró al perro, y el can hizo lo mismo. Esa
primera mirada sellaría una de las más largas enemistades. Terribles sucesos
sucederían entre ambos.
Buddy, el nombre del infame, nunca había tenido problemas al
intentar “socializar” con Socks. Pero el orgullo gatuno era lo primordial, lo
importante. Es por eso que cada vez que intentaba acercarse, el gato le
propinaba un fuerte zarpazo en el hocico. El perro primero gemía de dolor, para
luego ladrar, gruñir y perseguir al agresor.
Co el tiempo, Buddy ya no reaccionaba amistosamente frente a
Socks. El felino ya no podía andar a sus anchas. Ya no era el rey de la casa.
Ese animal… ¡podía encontrarse en cualquier momento con él!
A los medios le resultaba muy cómica la situación. En ocasiones,
los colocaban uno cerca del otro, para
poder “disfrutar” de la rivalidad mutua. Era tan fastidioso, irritante. El ser
el gato del presidente ya no resultaba divertido. La gente no lo veía como el
gato elegante que siempre había sido.
¿Y al final? La rivalidad, que Socks inició, quedó en
tablas. Ambos fueron separaros cuando la familia Clinton dejó la casa blanca. El
felino nunca volvió a ser el de antes. Conservaría hasta el último minuto de su
vida su porte. Murió siendo “el gato del presidente”.
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