Muy bien, compañeritos, hoy les traigo ¡un relatito!
Ok, ok. Esta ficción es en relación a el Asedio de Masada, un suceso histórico ocurrido, hacia el año 73 d.c., donde los Judios, acorralados y fieles a su doctrina religiosa, tomaron una resolución:
No morir ni permitir ser esclavizados bajo la mano del César.
O algo así. En fin, disfruten su lectura.
Una muy hermosa luz
Escuché
sus palabras con temor. Las escuché sintiendo la presión del ariete de
los romanos. La sentí mientras el olor a sudor y a suciedad nos
acechaba. Escuché cómo decía cada una de sus palabras y nunca le quité
la vista de encima.
Elazan Ben Yair
Vista aérea de la rampa erigida por el ejército Romano |
¿Cómo
podía confiar tan ciegamente en ti luego de escuchar esto? ¿Cómo podía
sentirme identificado y admirarte por tales palabras, aún cuando las
encontraba despreciables y no la propia voluntad de Dios?
Quien mata con el acero, por el acero muere. Eran palabras que ardían tanto como las que pronunciaba Elazan.
“Ya
que hace largo tiempo decidimos no ser esclavos de los Romanos, ni de
nadie más que Dios mismo, quien por sí solo es el creador y único Señor
de la Humanidad, es ahora el momento en que debemos hacer esa resolución
verdadera en práctica...”
Todos
no podían hacer más que mirarlo atentos. ¿Qué quería decir? ¿Lucharíamos
a muerte? ¿Dejaríamos que nuestras mujeres y niños fueran esclavos si
perecíamos en un vano intento?
Y
ahí es donde todo se volvía más perturbador. Porque lo entendías.
Entendías cada una de sus palabras, no había dicho nada todavía. Un
segundo. Dos segundos. Tres segundos. El nudo se formaba en su garganta,
la expectación crecía. No obstante, el silencio fue respuesta
suficiente para los más valerosos, lo miraron con complicidad.
Dios
nos miraba desde arriba, con su mirada pesada, lo sentíamos con su
omnipresencia. Sentíamos cómo su mirada nos reprobaba en cierta forma.
Pero nuestras manos mortales y mentes acabadas por el cansancio no veían
otro camino.
“... Fuimos los primeros en rebelarnos, y también seremos los últimos que lucharemos contra ellos.”
Hubo
otro silencio, más corto, un silencio que nos daba una pequeña luz. Era
siquiera una luciérnaga. Pero vaya que calmaba nuestro dolor.
Ya
veía movimientos de una mujer y su madre, anciana. Pensé en lo que les
deparaba, sabedor de la verdad próxima a anunciarse y me sentí pecador,
sucio, asesino.
“No
puedo hacer otra cosa que estimar este favor que Dios nos ha otorgado,
que está todavía en nuestras manos morir valientemente y en un estado de
libertad.”
El
murmullo creció como la duda. Elazan nos miraba con una mirada llena de
serenidad, nos miraba también con seguridad y resolución. Si no fue la
profundidad de sus ojos, lo meditado de sus palabras, su contemplativo
semblante, lo que calmó a nuestro pequeño grupo, enclaustrado y
hambriento, fue Dios mismo. Dándole el don de la Duda en momentos de
desesperación, en momentos en los que solo nos quedaba una alternativa
para seguir fiel a él. Pero he ahí la ironía que para serle fiel,
teníamos que pecar.
Morir y matar por nuestras manos.
Y las lágrimas desbordaron. No hay duda de ello. Y nos sentimos devastados todos y sentíamos el pesar en nuestros corazones.
Eleazar
entonces dispuso con nosotros los hombres a diez de los que se
encargarían de degollar a las familias y a todos los que restaban de
nosotros.
Y fue tal mi suerte que estuve entre esos diez.
El
frío de la noche penetraba y la escasa luz de las antorchas hacía que
todo se viera de manera diferente, siquiera glorificado porque sabíamos
que de alguna forma Dios se encontraba entre nosotros. En el fuego. En
nuestros corazones. En nuestras almas dubitativas ante el momento
definitivo.
Romanos en la rampa hacia Masada |
Cada
una de las familias se dispuso en el suelo, extendiendo sus cuellos.
Algunos temblaban y sudaban del miedo. Otros añadían a esto el llanto.
Muchos de nosotros, los diez, lloramos.
Mientras lo hacíamos, con voz trémula, recitábamos nuestras oraciones.
—Tengo... tengo miedo, Elazar. Tengo...
— Shh... Es la voluntad de Dios que nos entreguemos a él.
Y su voz seguía clara mientras calmaba a las personas que morían bajo el acero. Inocentes.
Sentir
el cuchillo desgarrando sus cuellos. ¡Qué consuelo era saber que
intentábamos degollarlos de la manera más indolora posible!
¡Qué consuelo era el morir de esta manera, acorralada y bajo nuestra propia mano!
Pero seguí. Seguí y de eso me enorgullezco.
Entonces, una vez solo diez de nosotros quedaron. Elazar entre nosotros. Este dijo:
—
Ahora, de los diez que restamos, uno se encargara de darnos muerte a
cada uno de nosotros. Para luego acabar con su propia vida.
Elazar
fue justo hasta el final. Porque a pesar de que se esperaba de que
fuera nuestro líder quien nos diera muerte, el azar, cruel e insano, me
eligió a mí para darle muerte a mis compañeros.
Entonces prorrumpí en llanto.
—
¡Tal castigo no puede serme dado, por favor, Elazar!— Exclamé, con mi
voz rota. Lo vi y vi a los demás, y supe que ellos sentían lo mismo que
yo.
—
Es Dios quien ha escogido que nos des muerte. No tienes que ver con
desprecio, Jaziel, tu papel. Pues lo que hacemos lo hacemos por honor,
dignidad y respeto a nuestro señor, Dios Todopoderoso.
Pese
a que aprecié sus palabras, me sentía irremediablemente sucio. Yo, el
más joven de todos, manchando mi nombre con sangre, no merecíamos esto.
No lo merecíamos.
Sin
embargo, cada uno se dejó degollar con una cara llena de paz y con una
facilidad que me dolía. Tuve así que matar a Elazar, que me miró con su
mirada llena de sabiduría, y que acarició mi cabello momentos antes de
morir. Él, compañero de mi padre, muerto. Y yo, vivo por el simple azar, dudé de la certendad de mi muerte. Pensé
que tal vez podría huir, esconderme. No me importó lo deshonroso que
podría ser. No me importó por un instante, el cuchillo que estaba en el
suelo. Estaba libre de todo, simplemente esconderme habría bastado.Sin
embargo, mientras un gran fuego crepitaba en las afueras de nuestra
fortaleza, me sentí observado. Y al ocurrir esto me sentí verdaderamente
sucio.
Aquello
me hizo percatarme de mi ambiente, de los cadáveres desperdigados,
sentí como cada uno de ellos me miraba. Sentí la sangre de los que había
matado quemándome, como reclamándome tal deshonra. Oí la voz de alguien
a quien no podía reconocer, a alguien lejano, y sentí también su
presencia. La sentí a mi lado, diciéndome:
“No temas, Jaziel, no temas.” Era una voz paternal, acaso divina.
Sentí
como llevaba mi mano al cuchillo ensangrentado que yacía en el piso. Lo
así, con fuerza, y mi mano tembló por un segundo, víctima otra vez de
mi cobardía. Así, con una fuerza que no conocía en mí mismo, corté mi
cuello.
Y
mientras recuerdo todo esto, mi vista se hace borrosa. Y a pesar de que
el dolor fue intenso en el momento inicial, siento un adormecimiento
placentero. En lo obnubilado de mi vista veo seres no humanos a mi
alrededor, seres felices... y veo una luz.
Una muy hermosa luz.
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