Esta publicación debió haberse hecho dos días antes, ya que
la fecha a la que se refiere es el 2 de setiembre de 1945, día en el cual se
termina formalmente la Segunda Guerra Mundial con la firma de la rendición de
Japón. Hagamos como si fuese lunes 2 y no miércoles 4 y seamos felices.
Hirohito fue el emperador que estuvo en el trono imperial de
Japón durante la segunda guerra mundial. Su participación en ésta ha sido
muchas veces controversial, ya que algunos le atribuyen mucha más
responsabilidad militar de lo que la historia oficial nos relata.
El 15 de agosto, seis días después del bombardeo de
Nagasaki, Hirohito le habló por primera vez a su pueblo a través de la radio,
anunciando la rendición de Japón en la guerra con un discurso bastante conocido.
Días después en la Bahía de Pekín se daría un tono formal y simbólico a esta
rendición. Los japoneses, naturalmente, sintieron todos estos trámites como el
inicio de una larga humillación, porque se estaba aceptando, entre otras cosas,
la ocupación de Estados Unidos.
Como yo creo en conspiraciones y me gusta el te, he escrito este cuento.
El honor saboteado
Sabía que no sería rápido, pero lo prefería a tener que volarse los sesos con una pistola o hacer todo el ritual del Harakiri. Ahí a su costado estaba de pie Mei, su fiel sirviente, con una bandeja de plata sobre la cual estaba la decisiva taza de té; sus ojos estaban hinchados de tanto contener las lágrimas, pero se paraba erguido a pesar de sus 78 años y no poder mirar directamente a los ojos de su amo.
— Puedes dejar la bandeja y retirarte, si es tu deseo.
Mei dejó la bandeja en la pequeña mesa frente a la silla del emperador y retrocedió cinco pasos. Se quedó ahí.
El emperador Hirohito |
Hirohito sabía que aquello sería decisivo en la historia de su patria. Todos sabrían con gran asombro que su emperador no era un Dios, sino un simple mortal que también sentía culpa y vergüenza por todas las humillaciones por las que estaba pasando Japón. Acabar con su vida era para él la única salida honorable luego de haber aceptado la rendición y aquel discurso por radio. No había vuelta atrás, además ya todo estaba preparado para que al día siguiente se firmara la rendición en la Bahía de Pekín. Su sello real ya estaba formalmente en camino a estamparse en el documento de la deshonra.
Había escrito cuidadosamente una carta en la cual explicaba
todo lo que realmente quiso decir siempre a su pueblo durante todos aquellos
años de guerra y que las presiones políticas impedían.
Estaba sentado mirando
fija y seriamente la taza de té, cuando tocaron la puerta. Era el menor de sus
hijos varones con su sirviente. Mei dejó pasar al pequeño Hitachi, quien corrió
hacia su padre, lo abrazó fuertemente y con la misma rapidez dio media vuelta y
corrió hacia la puerta entreabierta, detrás de la cual Hirohito presentía la
presencia de su esposa Nagako, vestida enteramente de blanco y el rostro más
blanco aun, con una irreparable expresión de tristeza.
La puerta se cerró. Quedaron nuevamente los dos, solos.
Esperó un par de minutos para parar la hora en su reloj pulsera, cogió
tranquilamente la taza y se tomó el té a sorbos lentos. Esperaba sentir dolor
inmediatamente, pero tuvieron que pasar varios minutos para sentir las primeras
presiones en el estómago, que extrañamente se sucedieron por una presión en los
músculos. Sentía que las fuerzas se le escurrían por completo. Se recostó con
los ojos bien abiertos en el espaldar de la silla acolchada y esperó. La
conciencia se le iba apagando de a pocos, cerró los ojos. Todo era negro.
Cuando abrió los ojos se sobresaltó tanto que se atoró con
su propio grito ahogado. Frente a él estaban tres de sus ministros. No pudo
comprender hasta que sus turbados ojos se posaron en la cabeza gacha de Mei.
Era un dos de setiembre de 1945. Habían saboteado su propia muerte. La
rendición ahora no podía ser más humillante.
Mamoru Shigemitsu, Ministro de Relaciones Exteriores, a bordo del USS Missouri, firma el Acta de Rendición en nombre del Gobierno Japonés. |
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