Vengo flotando en una nube y no veo bien desde el cielo, discúlpenme. Las nubes me hablan en un idioma ajeno al que todos hablamos. Ah, ah, interferencia. Esto es un relato raro sobre Lautaro, que intenta plasmar una idea rara que surcó mi mente y que acepte a brazos abiertos. ¿Debí aceptarla? ¿Somos una tetera gigante que erra por el espacio? No lo sé. ¡Y tú tampoco deberías saberlo!
¿Qué quién era Lautaro? Fue un joven indígena, que, indignado por el abuso español, y siendo instruído por los españoles como un yanacona aprendió de estrategia militar a una muy corta edad, ¡para luego escapar para dirigir a sus compañeros mapuche!
Leftaru, volando
“Yo soy Lautaro, que acabó con los españoles.” Sus ojos
estaban fijados en la cara del español. La lanza atravesando su pecho, escapándosele en miriadas de gotas rojas. La sangre que saboreaba y emergía desde su garganta.
“Yo soy Lautaro y muero bajo la lanza española.” La espada de Valdivia, valioso
tesoro, se deslizaba de sus dedos que perdían fuerza.
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Pedro de Valdivia |
Recordó los ojos de Valdivia y se preguntó si su mirada era
similar, se preguntó sintiéndose sereno por la derrota, si era lo mismo que
cualquier líder español.
Indígenas se
peleaban entre ellos, aquellos eran picunches, aquellos otros mapuches, y aún
había promaucaes. Entre ellos se mataban y recordó las torturas provocadas por
el conquistador español para que les temieran, para evitar las insurrecciones.
Lautaro recordó su cara ahora, había miedo, por supuesto, había rabia, el
entrecejo fruncido, como el de él ahora. No le dijo nada, supo que se lamentó
de haberlo tenido a su lado cuando era apenas un jovencito, de ojos vivaces,
mientras avanzaba en sus campañas militares. ¿Quién lo habría dicho, que un
indígena, un bestia, llevaría con tal destreza a sus iguales? Nadie, cuando
supo que había escapado, hacía ya más de cuatro años, lo asumía muerto o un don
nadie en alguna tribu. Esperaba que se muriera, porque un bestia domesticado no
es ni bestia ni hombre, es un ser que no tiene a donde ir.
Se preguntó si no era lo mismo que Valdivia, un cruel líder,
al revivir momentos en los que había torturado a sus aliados indígenas que no
estaban de acuerdo con sus métodos. Se supo traicionero de los Mapuches porque
a veces se confundía de Dios y creía que un Dios era el mismo que el otro,
aunque reconocía a Antu cada vez que miraba al cielo y sabiendo que estaba
siempre ahí el pillán, se sentía un mentiroso y le enrabiaba ver que había
indígenas tan perdidos en su apática paz,
en su adiestramiento español, viendo cómo sus compañeros eran
torturados. Y le hervía la sangre saber que uno se atreviera a dirigirle la
palabra y a discutirle cuando no era más que un ignorante que no sabía nada de
la guerra, de las batallas que había ganado, porque entonces reconocía la
debilidad de ellos, cuando los observaba celebrar hasta la embriaguez.
Tenía frío y un ardor que parecía adormecer su cuerpo. Sus
rodillas perdieron fuerza y miró a Kuyén que se perdía en la fusión del día y
de la noche. Se veían las luces de algunas wangulén, estrellas como habrían
dicho los españoles, y cavilando se dio cuenta de que tanto había asimilado la
cultura española que ahora se llamaba a sí mismo Lautaro y esperaba recibir
algún perdón por sus pecados.
“Era Leftaru. Yo Leftaru, que hoy muero, vencí a los
españoles; los derroté por primera vez en Tucapel.”
Y recordó sus rostros, tal exitosa trampa y rememoró a
Marcos Veas que le enseñó a usar la espada. Y sintió de nuevo como si cayera de
su mano, porque perdía fuerzas y ya no sabía lo que venía después de que uno
fuera herido de muerte. Creyó ver en el futuro cómo enseñaba a sus compañeros,
cómo les demostraba que el caballo era como uno más de ellos, un compañero que
se une a la lucha, uno que es libre y que admite a la naturaleza como parte
de sí.
Se supo arrogante, como el propio Valdivia, cuando vio a
Veas por última vez y este le insistió en que se rindiera. Admitió en su mente
delirante que la idea era todavía insultante y que Veas no podía comprender un
carrizo, porque era un español y no era hijo de la tierra por la que luchaba y
poco sabía de los Pillán o de Ngenechén y supo que solo quería lo mejor para
los suyos, porque él lo veía y sabía que en sus maneras había condescendencia y
eso ahora le quemaba como una lanza.
“A los españoles, que nos veían con ese asco, con esa
altivez, porque su piel es blanca y muy pálida y creen que su Dios es el Dios y
no nuestro Dios, no Antu, ni Ngenechén ni Elchen ni Elmapun. Hablan de un
Cristo y de un Padre que no es sino Dios y… Yo Lautaro. ¿Leftaru?” Oyó las
voces de sus padres, ¡Leftaru, Leftaru!. “¿Chumngelu? ¿Por qué uno rechaza su
yo perteneciente a la naturaleza, a los Ngen, en cuanto uno conoce el éxito?
¿Será mi legado el de un Pillán?”
Pequeños hilos que formaban su cuerpo se desprendían de él
mientras veía como la realidad se volvía un difuso mapa. Tenía los ojos
cerrados, el entrecejo fruncido, apretando los dientes. La ira no se disipaba. Se
convertía en un pellú, y ahora comprendía mejor que la tierra era una con la
tierra de los espíritus y veía a los Wekufe que revoloteaban como cuervos
porque había tantas almas, tanta muerte en el Mapu que se llenaba de sangre y tenía miedo, porque todo ahora era como una
niebla de realidad tangible, de seres que estaban vivos y de seres que ahora
luchaban para mantener alejados a los demonios. Se sintió tentado, por un
momento y no supo si era Satanás o qué era pero tenía cadenas, y llevaba tras
ella a varias personas que no sabía si conocía. La cara de uno se volvía algo
irreconocible, entendió que cuando uno se moría no había diferencia entre los
cadáveres. Leftaru o cualquier otro, para un brujo no había diferencia. Era un
ánima y ya está.
Abrió los ojos, sintió su pecho contra el suelo, lleno de
tierra. El claro español de un soldado diciendo.
“¡Aquí españoles que Lautaro es muerto!” Se
volvía un cántico. Algunos indígenas corrían e injuriaban a los españoles, pero
eso solo los hacía víctimas y más de ellos se volvían almas intentando llegar a
Ngill chenmaywe. Había otra batalla en esa batalla, la batalla por no ser
corrompidos por los wekufe.
Lautaro miró bien fijo a los ojos(¿acaso
tenía ojos?) a uno de los demonios y este tembló y sintió que las ánimas de la
naturaleza lo apoyaban de una forma u otra. Leftaru vio a las Trempulcahue y quiso dirigir su
última batalla hacia él Ngill chenmaywe, dejar detrás a los Wekufe. Trascender.
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Lautaro |
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“Yo Leftaru, muerto bajo los conquistadores
españoles, he dejado una huella en los Mapuche, acaso un camino a seguir, un
último intento para recuperar nuestras tierras.”