Ishi, un nombre dado por antropólogos, a un indígena norteamericano de una tribu que, para ese momento, se creía extinta, bajo la mano de los blancos. Ishi el indígena que, obligado por el hambre, se encontró robando y luego fue llevado a una Universidad para que los antropólogos pudieran conocer más de la tribu de los Yahi. Explicación: los Yahi no daban su nombre a enemigos y la única forma de obtener el nombre de uno era que un amigo en común lo presentara. Tampoco pronunciaban el nombre de sus muertos. Así:
Ishi, el que perdió su nombre
Bajo un cielo que oscurecía por nubes grisáceas, llegó un hombre que había perdido su nombre. Estaba cubierto de mugre y sudor, herido y hambriento bajo días crueles. Había aceptado que su soledad estaba escrita bajo viejas historias de su tribu y comprendía que el odio solo lo privaría de sobrevivir… además de eso, tenía miedo. Era como un globo incontenible que crecía bajo su pecho y peligraba con explotar en cualquier momento.
Aceptó el nombre de Ishi dado por un antropólogo de la
Universidad de California, lo aceptó bajo la realidad que se perpetuaba por sus
tradiciones.
“No tengo nombre, ya que no hay quien me nombre.” No había
ningún amigo que lo llamara por su nombre ni nadie que lo presentara a
desconocidos, su nombre daba lo mismo decir que estaba perdido o que lo había
olvidado para él. Su nombre y el nombre de las personas que quiso, también
estaban perdidos. Cada vez que se refería a su abuela, a sus hermanos, a sus
padres, a sus primos, nunca decía sus nombres.
“Es parte de nuestras tradiciones nunca mencionar el nombre
de alguien que ha muerto.”
Ishi había nacido para perderlo todo. Eso era algo que
aceptaba. Lo recordaba en las palabras de su abuela que ahora sonaban cada vez
más distantes.
Ahora perdía su vida, lentamente; había tomado las comodidades
de la civilización para sobrevivir y la que lo había salvado, le otorgaban
innumerables enfermedades que nunca había sufrido en su vida al aire libre.
Así, un médico americano se había vuelto uno de sus más grandes confidentes,
ambos hablaban siempre de cómo cazar. Saxton Pope era un cazador experimentado,
pero podía aprender un par de cosas de alguien que había vivido en los bosques
de California toda su vida.
El indígena sabía que perdería su vida en unos cuantos años
y guardaba todavía su secreto más grande.
A veces, en la noche, oía disparos de escopeta. Sentía como
lo halaban, como lo cargaban a cuesta. Oía el miedo en los gritos; el dolor… y
entre esos estallidos y gritos, risas y palabras ininteligibles. Odiaba hablar
inglés, el suyo era un acento roto que no respetaba nada de aquel idioma.
Odiaba a los blancos o los había odiado la mayor parte de su adultez. Recordaba entre esos violentos sueños una
cosa más. Era una suerte de saber que no tenía por qué poseer. ¿Cómo un nativo
podría saber cómo murieron unos cuantos pistoleros que había aniquilado a la
mayor parte de su tribu?
Robert Anderson. Era un nombre que había escrito en tierra
mojada desde que era un chico, siempre huyendo por miedo a que más blancos
fueran a por ellos.
Lo había visto morir en un sueño que había sido tan vívido
que recordaba haber sentido la sangre bajo sus pies desnudos. Lo había visto
gemir “lo siento, lo siento, lo siento” como un desquiciado. Hablándole a nada
o lo veía a él y cuando Ishi volteaba para atrás, no miraba a nadie. Había
sangre salpicada. Robert Anderson despedazado,
en el suelo, balbuceando un inglés que de repente a su corta edad, era
totalmente entendible.
Pronto, bajo el paso de los años, sucedería un segundo
evento. Ya era un adolescente y poco recordaba de la masacre además de un
aguerrido odio hacia la civilización. Los Yahi se habían dividido en distintos
grupos, la antigua tribu de 400 indígenas se había dividido en varias de 50
miembros que apenas hacían lo justo para sobrevivir.
El primer disparo despertó en él pánico. Dormían en una
cueva que solo tenía dos salidas, una que, bajo una caída, daba directo al río
y la otra, tapada por cuatro vaqueros que disparaban sin piedad. No pudo ver
sus caras ni oír sus voces. Solo oyó el miedo y la desesperación. Muchos
murieron en la caída, eran muy jóvenes o viejos. Sobrevivieron su abuela, su
hermana, su tío y algunos familiares más.
Y de ahí vino un segundo viaje. Ishi de nuevo veía la muerte
de cuatro vaqueros, a cada uno por su cuenta, moribundos, sanguinolentos y
rogando por sus vidas. La pregunta crecía y se le imponía, ¿era él un monstruo?
Pero oía voces que desmentían ese hecho. Voces que no sonaban como nada que
hubiera escuchado antes y veía símbolos perdidos, que traían memorias directas
de cuando la tribu estaba en su apogeo; artefactos que permitían el uso de
artes prohibidas o de dioses indeseables.
Veía en los ojos a un reptil y junto a ellos los cadáveres
de montones de blancos. El reptil, una salamandra de tamaño descomunal, hablaba
el mismo idioma que había oído antes. Le explicaba de manera afable, sonreía en
cuanto le era posible. Sacaba su lengua, comprometía a Ishi a cosas que no
terminaba de comprender.
“Eres solo un niño.” Entendió decir a la salamandra. “Tan
joven, tan ingenuo.” Y reía, una risa corta y aguda.
Luego, cuando murió su abuela, cuando desaparecieron su
hermana y su prometido, pocos años antes. Recordaba y se daba cuenta de que a
pesar de que su abuela había muerto por culpa de los blancos entrometidos, estos
no habían recibido su venganza. Era algo que esperaba ya, a pesar de que el
odio se había extinguido.
Ahora, cuando recorría los bosques con los antropólogos y
contaba cuanto sabía, ansiaba por encontrar algún artefacto que tuviera alguno
de esos símbolos. Estos le hablarían a él, le explicarían el miedo que crecía
bajo su pecho. El vacío que había desaparecido en su lugar.
Ahí, donde ocurrió la primera masacre, el lugar al que temía
más. Había una tendencia oscura en el ambiente que cubría al lugar, como si
estuvieran violando un lugar sagrado, todos caminaban temerosos. Saxton, el
médico y amigo de Ishi, lo sostenía y comprobaba que su respiración se volvía
forzosa. El indígena estaba al borde de caer, en los límites de lo que su
sanidad le permitía. Oía las voces que recordaba de su niñez, pero estas eran
voces provenientes de un energúmeno. Voces que tenían un tinte maligno que
contribuía al ambiente del lugar… y cerca del río. Había una sombra tan grande
que los cubría a todos como si fuera una nube.
Una figura que se hizo presente ante todos.
Ishi habló rápido, no
se entendió nada. Antes de caer bajo la fiebre que lo sucumbía, dijo a Saxton
“esto era lo que temía, este es el ser al que se debe la muerte de Robert
Anderson y de todos esos blancos que han disparado sus armas sobre nosotros.”
En su voz no había odio, eso lo supo el médico.
Sin embargo, tenía miedo, porque al caer Ishi todos
comprendieron las palabras que decía la gigantesca criatura y no tardó ésta en
meterse en sus mentes. Los acompañantes del indígena cayeron, enloquecieron y a
los pocos días los encontraron muertos. Ishi fue encontrado con vida, pero
moribundo, lo que parecía una enfermedad desconocida, pronto se identificó como
una rara variante de tuberculosis.
Y el miedo se expandió sobre California, como un globo que
crecía bajo los pechos de cada uno de sus habitantes.
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