Hola, seguimos con la semana de #SanValentín, esta vez con una ficción sobre María Antonieta, reina de Francia y de Navarra, y la Duquesa de Polignac, con quien mantuvo una relación muy cercana ;)
El amor de María Antonieta
El amor como apareció en doscientas cincuenta entregas durante cinco
Años
El amor de economía quebrada
Como el país más expansionista
Sobre millares de seres desnudos tratados como bestias
César Moro
Ahora todo había cambiado, mis
cabellos se habían vuelto transparentes y solo me quedaba esa gloria
melancólica, la que queda tras haber probado la felicidad. La de los héroes de las historias de Homero,
la majestuosidad de la fatalidad de Aquiles residía sobre mi espalda. Las
lágrimas de Werther, pues, esas ya se me habían acabado; en quien pensaba más
era en Rousseau, claro, en él y en tus labios, esos…
Desde mi calabozo puedo escuchar el barullo,
los gritos que piden mi cabeza. Las voces gruesas que me llaman con nombres
vulgares, que me inventan más delitos de
los que podría recordar. Pensaba que la maldad solo existía en las novelas o en
la ópera, recuerdo que Fersen me dijo alguna vez que yo no había nacido para conocer
la miseria; por ello, no debía husmear en los temas sociales del reino. Decían
que era muy delicada, que mi inocencia no podía soportar todo ello, pero,
ahora, la única que está en la mazmorra diciéndome palabras bellas son tus
recuerdos y las ratas. No sabría decir a cuál de las dos le tengo más afecto.
Ya casi no reconozco mis manos, las venas sobresalen a mi piel pálida y
cuarteada. Creo que el final se acerca y no puedo más que intentar no romper en
llanto.
Cuando
llegué por primera vez a Francia tenía 15 años y pensaba que el amor podía
crecer solo con la foto de un príncipe desconocido. En mi noche de bodas, tras
el desánimo y la insatisfacción de algo que desconocía sospeché que el amor no tenía que ver con lo físico,
con las caricias; me dije, algo debe de andar mal contigo. Más tarde llegaron
las fiestas de disfraces, llegaron las salidas nocturnas, mis primeros hijos,
llegó Fersen y llegaron nuestras manos. Como diciéndome que todos mis
razonamientos habían estado errados, me tomaste el rostro y entendí que tus labios
eran los míos, por eso ya no dolía, por eso no anhelaba otras pieles. Tus manos
conocían los senderos de los placeres más oscuros; cuando mis cabellos eran
dorados, cuando Francia todavía era esplendorosa y nuestros orgasmos llenaban las
madrugadas con gritos explosivos que hubieran podido despertar una guerra, pero
nunca sospechamos que habíamos atraído una revolución.
La reina de Francia, la puta de los cortesanos. Dicen que hacían orgías
en su casa en Trianón, que le decía a Luis XVI que necesitaba del campo para
relajarse pero en realidad era la guarida de todos sus amantes. Son casi
las 9, en unas horas tendremos que separarnos. La angustia no deja de apretarme
el pecho y Madame de Polignac me ponía
nerviosa con su actitud apacible. Nos
quería enviar pasteles para quitarnos el hambre, por qué no se le ocurrió
ofrecernos sus joyas, perra infeliz. Pensaba que la vida se reducía a tomar
champaña y follar como coneja. Entonces le rogué a la servidumbre que me
quedaba que se fueran del cuarto. No dejaba de temblar, mi cabeza recordaba el
rostro de mis hijos y las caras de esas personas, sus gritos. Me tomó de los
hombros y mientras me besaba sus manos retiraban poco a poco lo que quedaba de
mi bata gris. Cuando llegó a Francia todos
sabíamos que solo vendrían desgracias. Despilfarrando el dinero del reino en
póker y en calzones con bobos. Ay, la reina perdida, la pordiosera de amores
que regalaba su sexo por algunas risas, por salir del aburrimiento, como
pidiendo un circo que la arrastrara de su vida… ¿de sus joyas? Nuestras
manos estaban arrugadas por el tiempo que habían estado bajo el agua. Querida,
me dijiste, nos veremos en las afueras de Francia en algunos días, cuando todo
haya pasado. Con la voz entrecortada le dije aquellas palabras mientras le soplaba
burbujas en jabón en los cabellos. Sigue
de frente, camina hasta el escalón más alto… Sus cabellos sobre mi espalda,
sus dedos girando y aquellos rulos mojados rozando mi frente. Sabía que sería
nuestro último baño, querida, lo sabía desde el comienzo. Estira el cuello, puedes decir algunas palabras, encomiéndate al señor.
No, querida, no nos veremos más.
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