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Lady Chrysanthème(2da parte)
Había una sensación de calma desesperante,
un desasosiego silente de características mortales. Esto hacía que Trouble
Pinkerton se sintiera perdido, a la deriva y eso era frustrante. Medio día
había pasado delante de sus ojos con él a la merced de la inercia. No podía
decidirse sobre qué hacer, sobre qué era lo correcto o si había algo correcto o
no o si importaba de alguna forma que algo fuera o no correcto. Estaba molesto,
pero ésta era consumida en sus raciocinios. Veía al vacío como algo
reconfortante, en contraposición con el silencio que parecía decirle por medio
de susurros que era un hijo de perra. No tenía idea de si tenía que odiar a
Giacomo Puccini por alguna razón o si Benjamín F. Pinkerton había sido un hijo
de perra o si Cho-Cho(apodo que le resultaba pueril) tenía la culpa por ser una
ilusa de mierda. ¿Tenía algo que ver Liz en todo esto? ¿Era ella también una
pendeja? ¿Era él mismo un perro desgraciado y estúpido?
“Si yo soy un perro, entonces ella es una
perra…” Pensó, un pensamiento intrusivo que desvanecía toda la filosofía, todo
el cuestionamiento que pasaba por su mente. Se le ocurrió que era gracioso, si
él era un perro desgraciado entonces ella era una perra, porque perros y perras
van bien juntos. Seguido de eso, se figuró que la relación en sí era estúpida…
Nunca debió amarla, debió ser un amor platónico. No le gustaban las chicas con
ínfulas de grandeza, no le gustaba la elegancia, su actitud podía ser
insoportable… Prefería una melodía hecha por la mano de un artista en lugar de
una guitarra sucia por la distorsión. “Una cosa no tiene que ver con la otra,
si a alguien le gusta alguien, es así y ya está.” Era la forma en la que quería
simplificar su amor, era su aura de misterio, de artista, la que le atraía. Era
ese tono de historia que formaban los dos, un deje de la mano del maestro
Puccini. Toda su niñez lo había visto componer, era la parte buena de él.
Lo que había aprendido del italiano, sin
embargo, era la agresividad. Una violencia medida, un grito y un empujón contra
la pared. Ejercer miedo a quienes les tenías que ejercer miedo y ser
extraordinariamente gentil con tus iguales y adversarios. Sonreírles,
agarrarlos por su lado suave, tenerlos a la vista, en una falsa sensación de
control en todo momento. Giacomo Puccini no confiaba en nadie, era viejo como
el demonio y su sonrisa era la de un tierno abuelo. Todos lo querían, la gente
de la mafia lo apreciaba. Los artistas admiraban su trabajo, era un ser
confiable, con un gusto exquisito. Con esta dualidad que mantenía con una
armonía precisa, había hecho que su cabaré se volviera famoso incluso en una
Confederación que por lo general era considerada un basurero.
¿De qué forma veía él todo este drama? ¿Lo
odiaba, por haber sido un hijo de perra con Liz? ¿Le habría recordado a
Benjamín? De una forma extraña, le tranquilizaba el tener cierto parecido a su
padre. No le tenía cariño, no lo odiaba, solo pensaba en él en ese momento
porque había leído la carta y había comprendido las similitudes entre ambas
historias. Si la hubiera leído antes, la hubiera votado después del segundo
párrafo. Empero, se sentía identificado con los delirios de un viejo
drogadicto. Sabía que era un drogadicto, sabía además que era él quien había
proporcionado las drogas para su sobredosis. Giacomo le había encargado drogas
para ese periodo, tal como le había escondido el hecho de que su padre seguía
viviendo ahí o vivía ahí desde quién sabe cuándo. Eso era intrascendente, lo
que le intrigaba era la razón por la que le proveía drogas a un viejo decrépito
que había provocado la muerte de su estimada Madame Butterfly.
“¿Qué dirá Giacomo sobre todo esto?
¿Admitirá que formó parte de su suicidio, que es un secuaz en todo este
tramado?”
Liz no despertó ese día con una resaca.
Aborrecía el alcohol. Era un olor que conocía del aliento de su madre. La que había entrenado su voz, con la que
compartía el amor por la música. Su madre tenía una voz hermosa y era débil,
era frágil. La recordaba llorando, sufriendo por un desamor. Era enamoradiza.
El recuerdo de sus lágrimas era la razón por la que no lloraba, su debilidad
era la razón por la que quería ser fuerte. Quería que su madre admirara esa
fuerza, que la viera como un ejemplo y así era. Su madre encontraba la belleza
y elegancia con la que actuaba su legado. Su carencia, la melancolía natural de
una persona que bloqueaba, era evidente en su actuación como un todo. Aceptaba
también que esto era su culpa y que su hija tenía toda la fuerza que a ella le
faltaba. Una fuerza materializada en su potente voz.
Giacomo Puccini sabía que el sentimiento
que Liz albergaba era tristeza, no tenía su energía usual. Estaba más irritable.
La ausencia de Trouble era palpable. Habían sido cinco meses de un frenesí juvenil
raro para las características de ambos, y chocaron.
“Trouble seguro habrá pasado la noche
borracho, inhibiendo el dolor, ¿qué mas va a hacer? Liz, Liz es diferente, probablemente
sufrió toda la noche por él. “ No
podía hacer nada. Tenía las manos atadas.
Sabía que no había leído la carta… podía asumir que con el transcurso de
la noche o del amanecer, la habría leído, si no la había botado apenas se la
entregó. “Esa carta solo será yesca. Arderá en su mente, pensará que es la
misma mierda que su padre. Nada es comparable, no. Su padre estaba roto
emocionalmente, era un tarado, además, un tarado que pagaba bien.” Pensar en el
desenlace del asunto le resultaba extenuante.
El problema no tenía solución, en sí, ni siquiera conocía la raíz del
problema. Liz no confiaría ese secreto con él ni con su madre ni con nadie. Era
una carga personal.
Sus ojos no tenían rímel regado. Su
apariencia como tal era la de siempre. Estaba tan hermosa como podía estarlo,
su ceño estaba fruncido, sí, pero ella siempre despertaba molesta. En su forma
de actuar había un atisbo de debilidad, una vulnerabilidad abierta. ¿Quién
conocía más sus sentimientos, Trouble Pinkerton o ella misma, Lady
Chrysanthème? Pensó. Ella, sin duda alguna. Trouble era un inepto emocional, no
conocía el amor ni la ternura. No era un estúpido, pero su experiencia era
limitada. Eso lo tenía claro, la razón de la pelea era trivial. Era el hecho de
que hubiera peleado lo que los destrozaba. Pinkerton tenía miedo a perderla.
Tenía miedo a reencontrarse con la soledad y descubrir que extrañaría a Liz y
ella… descubría lo expuesta que se sentía al haber discutido con él. Descubría,
además, que lo amaba más de lo que creía y de que la debilidad no era del todo
mala. Se preocupaba por él, por su impulsividad… Seguramente estaría pensando
en sandeces. Aún así, se sentía en un
territorio desconocido, se sentía herida y no comprendía por qué, no odiaba a
Trouble, le molestaba más sentirse herida por una idiotez. No se podía perdonar
a ella misma por ser tan ilusa y creer que podía controlarse, pero podía
perdonarlo a él. La duda era si él sería
capaz de perdonarse.
Pinkerton aceleró su nave, Butterfly, en un
acto en el que nada tenía sentido. Ni el vacío ni el sonido ni su amor por Lady…
por Liz ni si ella lo había perdonado. El único que camino que veía era verla a
sus ojos, besarla, sentir su piel de nuevo. No importaba nada más, por eso,
aceleró su nave hasta velocidades ilegales. Nada, nada importaba en absoluto,
porque solo quería verla una vez y decirle que nada importaba, solo ella. No
tenía por qué estar molesta, él tampoco tenía razón alguna para estarlo. En
todo caso, lo sentía y se lo diría. Le diría que lo sentía, lo repetiría hasta
el cansancio. Se redimiría ante su belleza, se perdería hablando con ella, como
tantas veces había pasado. El espacio-tiempo no tenía importancia, la realidad
era insignificante.
“¡AGH! Maldito universo.” No podía entrar
al planeta yendo a tal velocidad, se convertiría en chatarra llameante. Bajó la
velocidad, se estabilizó la entrada de su nave con la atmósfera, estaba listo
para acelerar de nuevo. Excepto que su nave no respondía, el sistema de
arranque estaba ausente. “Jodida chatarra…”, su nave estaba en caída libre, el
motor se negaba a responder. Lo único
que podía hacer era mandarle un mensaje a Giacomo, sus posibilidades de
sobrevivir eran bajas.
Un mensaje de silencio llegó, solo se oía
turbulencia. Liz lo imaginó muerto, su último mensaje era el silencio. ¿Una
nota de suicidio? Giacomo fue el segundo en verlo, Liz estaba ahí, anonadada.
“Puede ser cualquier cosa, no lo sabemos
todavía… Habrá que esperar.” Claro que Liz ya sabía esto, Giacomo lo decía en
voz alta para sentirse seguro. No quería perder la compostura, perder a Trouble
era en cierta forma perder a un hijo. Y sabía, si antes había dudado sobre la
fortaleza de Liz, que si moría dejaría de ser la misma. Lo bloquearía, seguramente,
¿qué demonios importaban sus suposiciones? ¿Qué podía saber él verdaderamente
de ella? Nada. Solo deseaba lo mejor, tenía miedo a la catástrofe, a lo
incontrolable de la situación que se presentaba. Liz, por su parte, estaba
absorta. Todo parecía un sueño, parecía poco real, nada estaba en su sitio. El
oxígeno que respiraba parecía falso, todo a su alrededor era una mentira.
Trouble temió al hablar, porque su voz se
iba romper en mil pedazos y una lágrima caería. No quería que lo escucharan
así, su orgullo se lo impedía. El silencio se extendió por una hora más. Pinkerton llegó a la hora de su actuación, el tema era negro, sujeto a una melodía triste. Lady Chrysanthème se veía genuinamente dolida, como si la actuación proviniera del sentimiento. Sus ojos se reencontraron en medio de la actuación, en la parte álgida sus lágrimas embellecieron la escena... El amor renació del brote del crisantemo y del vuelo de un petirrojo, y ambos se encontraron de nuevo consumidos por la concuspiscencia.
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