Delirios
Su habitación
estaba desordenada. En su mente rondaba una idea
vaga. Llevaba dos días encerrada en su
habitación, sin comer, sin trasladar a su yo actual al mundo tangible. Ella no
existía, lo que existía era el medio en el que los personajes dentro de su
cabeza se movían. Ensayo y error.
Su vida se perdía
en un sinsentido, en una ilógica realidad que no le concernía para nada. Y leía
cada línea de una carta, cuando desvariaba y pensaba en lo existente, en lo material. Una carta, ¿de nadie? De
alguien, de alguien. Pensaba, por momentos, en su cuello, desnudo y se
enrojecía y encontraba sus labios.
Virginia Woolf |
“¡Ah! Querida
Ginny, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Por qué los días se empeñan en alejarnos?" Rezaba la carta. "Hoy, mientras visitas me incordiaban, he
decorado las horas en las que nada pasaba con tu presencia, te he imaginado,
aquí, con tu fragancia llenando la habitación y…”
Una mariposa
entró en su cuarto, “¿eres tú, Emily?”, es un pensamiento que se asoma, “¿eres
tú quien toma esta forma, Monarca de los Nadies? ¡Qué augusta visita! Ah, ¿dónde has estado?
¿Dónde he estado yo, dices? He vagado”, por incontables y conscientes mundos
que aguardaban su visita, “y no te he visto. Creí ver a los nadies, de quienes
me has hablado.”, y el miedo abordaba, pues estaba sola y no entendía nada.
¿Era ella Virginia? ¿O era su nombre otro, estaba ahora en una historia? Virginia Woolf, ¿era ese otro personaje de
sus historias? “Estoy tan sola a veces, Em. No veo a nadie, y sabes que me
desespera la falta de conversación. Sabes que amo London, New York, el revoloteo
de las calles.” Emily era una mariposa monarca y su reino se extendía en todo
lugar donde hubiera nadies.
“… He encontrado
en el cielo un confiable consejero; he salido a pasear con ‘Edward’ y hemos
hablado. Nos hemos confiado fantasías aparatosas, y tú, Vivi, has estado
permanentemente a mi lado, así lo he querido. En esa conversación pueril de la que he formado parte
bajo la luna, en una noche de Otoño[…]” La mariposa, resplandecía, se iba, “[…]
y, tímidamente, te he robado un beso,…” esperando que no le importe.
Emily Dickinson |
El sentido se
quebraba, ¿y dónde estaba Emmie? Mejor era preguntarse dónde estaba ella,
Virginia, y si algún día ambas estarían juntas por siempre y si alguna vez
saldrían por las calles de un gran ciudad, cogidas por los brazos, sonrientes,
felices y verían a todos y tal vez Em entendería que no es nadie o ella
entendería que ambos son nadie, y que la imponente sociedad es ruido en una
realidad que se quiebra.
Silencio, en una mente que enmudecía. Ella no era un personaje y Emily seguramente tampoco. Precisamente,
estaba en el campo. Escuchó una campana, la de la iglesia, y escuchó la voz de
su madre. Lo veía todo claro y odió la desolación. Dickinson suspiraba un
lejano beso, ¿lo ensayaba?, y Woolf lo sentía, apenas, en sus labios. Tenía que
volver a la normalidad, no estar “loca” y estar con Em. Su madre tocaba la
puerta con fuerza. El sinsentido se callaba. Tenía que fingir cordura.
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