Hace 29
años falleció Jorge Luis Borges, en 1986. En ese sentido, y después de releer
«El brujo postergado» decidí, qué mejor excusa, escribir sobre él, o, huelga
decir, en base a su magnífico cuento. A saber:
El horror, o lo que debería serlo
A Los Fetos
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno
precisamente, precisamente ahora. Siglos y siglos y sólo en el presente ocurren
los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo
que realmente pasa me pasa a mí…
Jorge
Luis Borges
Visto en perspectiva todo resultó
siendo más que raro, cómico. Habíamos ido con Walter, nuestro profesor de
antropología, al centro. Nos dijo que una corazonada le decía que algo
habíamos de encontrar. Y vaya que no se equivocó. Mientras nos reuníamos nos
comenzó a mostrar, desde su celular, un vídeo de cómo era la ciudad hacía tan
solo 5 años. Las cosas habían cambiado al punto que, algunos lugares, como el
Gran Teatro Nacional, el tren eléctrico que pasaba raudo a cada momento cerca
de ahí e incluso un centro comercial popular ni existían. Tampoco nosotros
teníamos cómo saber que lo harían. Donde es ahora el Gran Teatro antes había
sido sede de, varias veces, ferias del libro de viejo e internacionales; y, la
mayor parte del año, un estacionamiento. La canción de fondo era rara, mítica,
«¿japonés, profe?» preguntó Claudia con acierto. «Así es», fue la respuesta del
profesor, escueta, sin sobresaltos.
—Profesor, —interrumpió gitana—, si me da al menos la cuarta parte de lo que tiene lo curaré de su maldición. —Afirmó a boca e’ jarro.
—Profesor, —interrumpió gitana—, si me da al menos la cuarta parte de lo que tiene lo curaré de su maldición. —Afirmó a boca e’ jarro.
Yo dudé un momento de si eso era a lo que él se refería con su «corazonada» o si él lo había preparado todo. Más aún con lo que pasó con Zileri la última vez y cómo él, el profesor, en vez de argumentar, comenzó con una seguidilla de falacias que, una vez identificadas todas, no me quedó más que reírme y darle toda la razón a Zileri.
—¿Cuánto es lo que tengo? —Le preguntó casi imperturbable Walter.
La gitana no dudó y le dijo «500 soles solo en un bolsillo». Walter río de buena gana y rompió la tensión. Su rictus solemne de profesor universitario de nuestra universidad cambió. Reía de buena gana, como un niño. «Señora, —le dijo— lamento informarle que si bien es fin de mes, a mí me pagan los cincos y no tengo ni medio peso en el bolsillo». La mujer lo miró incrédula, su cara había cambiado. Había quedado expuesta en medio de nosotros, sus potenciales clientes, por un tipo flaco más bien bajo y prieto y de pelo hirsuto bien al ras que no paraba de reírse. Parecía actuado, histriónico, pero a la vez del todo natural. Maldije a los mil diablos que Zileri no estuviera presente. Siempre llegaba tarde. Carajo, Zileri, cómo la cagas. Miré a Claudia de reojo que miraba la escena divertida «¿le crees?», le pregunté. «¿Qué cosa?», me respondió. No me seguía. ¿Acaso nadie pensaba que podía haberla armado?
¿Qué es lo que íbamos a hacer? La verdad que no sé. Al profesor se le ocurrió sacarnos el último día de clases de la semana de junio, a tan solo dos semanas de la entrega de la monografía final que no sería otra que nuestro examen final, porque, según él, encontraríamos material valioso hoy, justo hoy. Hasta ahora había sido todo inútil y lo único que había calado en mí era que el profesor mentía. Aquel episodio de la gitana fue ridículo porque de un plumazo se había tirado por la borda lo que él propuso a lo largo del curso: que existe lo paranormal y que la ciencia no tiene la respuesta a todo. Ya iban a ser las 9 de la mañana y no llegaba ni medio salón. La cita había sido a las 8 en el Parque Universitario. «¿Cuántos somos?», le preguntó a Evelyn. «Exactamente 13, profesor», respondió ella. «Trece, bien, —lo dijo con una media sonrisa—, los apóstoles y Cristo concluyó». No reprimió un risa ridícula. Falta Zileri, le dije. «¿Ah, sí? Zileri… entonces lláma… —fue interrumpido estrepitosamente por un borracho que se dejó caer encima de él que, con un giro rápido, pudo zafarsele—». Todo era para no creerlo. Ya de nuevo con nosotros dijo: «con trece nos basta. A las 9 nos ponemos a trabajar». ¿A trabajar? ¡A vagar será! Claro, como Zileri no te aguanta tus cojudeces... No usaba móvil así que hacer una llamada hubiera sido en vano. Carajo, ven, ya.
«¿Qué es lo que buscas?». «¿Ah?». «Puede que yo tenga la respuesta. Sígueme, tu madre ha muerto, ¿no? Pobrecito, sígueme, vamos.» Intenté huir. Era en vano. Ya estaba dentro del edificio. Había una luz tenue que no dejaba ver las escaleras por donde había subido. ¿Por qué entré en un inicio? Porque me pareció que por ahí se había ido el profesor con el grupo. ¿Dónde estaba, para empezar? Todo fue muy confuso, es decir, cómo me perdí. Porque estaba perdido… ¿no? Creí haber visto a Zileri comprando gatos chinos en las inmediaciones de la calle Capón. «¡Zileri!», grité, inútil, pareció no verme. Intenté seguir sus pasos rápidamente pero perdí el rastro, ¿lo perdí realmente? No sé, cuando caí en cuenta... ya no estaba, ¡ni nadie del grupo! Le había dicho a Claudia que me espere pero no vi a nadie. Solo al profesor. Parecía comprar en la misma tienda donde estuvo antes Zileri, ¿no? «Por aquí», me dijo una señora. «¿Alumno del profesor, no?» «¿Ah?, sí», le dije instintivamente, «sí, sí». Él te espera. «Pero, ¿qué es lo que buscas? Lo que realmente buscas», me preguntó mientras subía las escaleras. «Sígueme, sígueme». Me adelantó el paso rápidamente y cuando caí en cuenta ya no podía ver las escalera por donde había subido. ¿La luz había dejado de iluminar? Desperté como a las 3 a. m. Pude ver el rostro de la vieja a través de mi ventana entonces comprendí que todo había sido un sueño. Cómo que el rostro de la vieja en mi ventana… Zileri no dejaba de llamarme.
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