Las musas piden que vuelva a
contar historias que todos conocemos, historias distorsionadas por hombres
antiguos que no comprendieron los mensajes de los dioses. Hoy hablaré de Ícaro
y Apolo y de cómo la hija del arquitecto del Laberinto de Creta, porque Ícaro
era mujer, fue amada y olvidada por el dios solar.
Recién
abandonados los laberintos mentales que creó su padre al servicio de Minos, laberintos
neurolingüísticos tras laberintos emocionales, Ícaro vio pasar a su amado. Aurora,
la de rosados dedos, se lo había advertido: Apolo pasa por este mismo cielo,
cuatro hermosos corceles tiran de su carro. Si continuas volando en esa
dirección se encontrarán al mediodía. E
Ícaro avanzó dejando atrás al que culpaba de la separación con su amado. Su
padre había sido condenado al mismo castigo que una bestia antropófaga para la
que diseñó sus tres últimos laberintos, sería su guardián.
Y,
aunque Helios le propuso a su amada huir juntos ella se rehusó:
—Es tiempo de
que vuelva al Olimpo con los míos, esta apariencia humana es temporal, es hora
de que asciendas conmigo como corresponde.
—No
puedo, mi padre ha sido condenado, y he de seguir su destino. No puedo ser una
diosa mientras él sufre el mismo castigo que el Minotauro. Debo ayudarle, estar
con él, apoyarlo. Es mi padre.
Gritó
su nombre, pero Apolo no volvió atrás. Solo pudo ver la espalda de su amado que
se alejaba velozmente. Ella tenía alas, bien podía aprovechar una corriente de
aire e ir tras él y alcanzarlo, ahora podía acompañarlo en el carro a dónde
quisiera. Lucía distinto, pero sin duda era él. Su padre le había advertido que
si un dios le daba la espalda no habría nada que hacer, pero era diferente. Él
era diferente, podría darle nuevas oportunidades, finalmente ella había
abandonado a su padre. Habían escapado juntos, pero llegado el momento se había
marchado por su cuenta para encontrarse con él.
Se
acercó lo suficiente para creer que gritando obtendría una respuesta, la cera
con la que su padre había unido las plumas de sus alas se derretía, temía caer
sobre el mar antes de ser escuchada. Gritó más fuerte, se le ocurrió que
abrazándolo, que si llegaba a besar su espalda él recordaría, la llevaría en
sus brazos a todas partes y serían felices en el Olimpo.
Voló
y gritó, pero él no escuchaba. Sus alas, cada vez más ligeras, no podían
competir con los veloces corceles de fuego y él se iba alejando y alejando. No
pudo oírla caer al mar y ella sintió que
de algún modo extraño él había presentido su muerte cuando se separaron.
Que apenas ascendió la había visto morir, antes incluso de escapar del
laberinto, mientras recorría pasajes una y otra vez y él era coronado con
laureles. Él con sus divinos dones de
oráculo había profetizado su muerte y hace mucho la había olvidado.
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