Yet... digo, y otro "descanso" de Caín... La verdad es que me copié de Zack Z. porque no sabía que poner. Admiren mi sinceridad. Este es un pequeño relato... que tal vez forme parte de un universo propio, distinto del de Caín. Puede que solo sea un relato aleatorio que escribí solo por escribir y que no tiene lugar en ninguna parte, si no en una especie de planeta fantasma, donde la misma escena se repite ad infinitum. Realmente no lo sé. ¿Cómo lo podría saber? No recuerdo como llegué aquí. Creo que fui secuestrado, en fin. Diviértanse:
Vocación
Vocación
Sentí su mirada escrudiñando cada milímetro. Era pesada y
desoladora. Pude recrear los hechos que la habían hecho así. Era la mirada de
un hombre que lo había perdido todo. Esa mirada que solo alguien que reconoce
la perdición puede tener e incluso así había humanidad en ella.
Conocí su nombre hacía treinta años. Treinta jodidos largos
años. Conocía bien al hombre. Sabía que le gustaba el coñac y que cuando no
bebía ron, bebía café negro. Le gustaba el sabor fuerte, sentirse despierto.
Eran secuelas de la cocaína, me dijo alguna vez. Todavía se sentía inclinado a
esa sensación.
“La primera vez que consumí cocaína, maté a un hombre.”
Fueron las primeras palabras que oí de él. Estábamos en un grupo de
rehabilitación. Era un sicario entrenado por el gobierno. Todos en este salón
cometimos asesinatos de algún modo u otro. Determinados individuos creen que
presionar un botón que hace detonar una bomba no te convierte en un asesino.
Dicen, horrorizados, que solo los que cortan la carne o aprietan el gatillo
fríamente son asesinos. Patrañas. Son las excusas que uno se crea. Él no tenía ninguna. Él reconocía que la cocaína solo le dio el impulso que necesitaba,
yo comprendía con precisión a qué se refería.
“El pobre hombre al que asesiné se iba a reunir con sus
hijos y esposa al día siguiente. Era un hombre de familia y a la vez un cerdo
idealista peligroso para el gobierno. Cuando miró mis pupilas, dilatadas, en
esa noche oscura reconocí un miedo descomunal en sus ojos. Comprendió al
instante que era una presa y como presa que era no hizo más que correr,
tropezándose con los muebles de su casa. Lo agarré por el pescuezo, cual
animal, apuñalé su espalda a la altura de los riñones cinco veces. Seguía vivo
y gritando con una voz desgarradora. En ese momento me cansé de sus gritos.
Pensé que era un cobarde por no plantar pelea, por huir, por llorar como un
desgraciado mientras clamaba piedad y gritaba el nombre de sus hijos y su esposa,
entonces corté su garganta. Murió al poco tiempo, me fui pirando. Esa fue la
primera vez que consumí cocaína y la primera vez que maté a alguien.”
Todos lo miraron con genuino miedo. La gente de la
rehabilitación se autocomplacía con
relatos llorosos y trágicos de cómo habían luchado contra las ganas de matar a
alguien, de cómo habían intentado mantener la dignidad del asesinado incluso
cuando se emborracharon o se drogaron para matarlos. Era pura mierda. Todos
sabían lo que había pasado. Lo que contaban no era más que una versión
lacrimógena para sentirse mejor con ellos mismos.
Sentí su mirada y supe en ese instante que me había
descubierto. ¿Qué se dice cuando la presa descubre a su cazador y ambos se
vuelven tanto cazadores como presa? No sé qué se dice.
Esa era la situación actual. Él era un hombre riguroso, sucio
y corrupto. Había embargado sus sentimientos para no sentir como el
remordimiento se comía a su alma. Era un hombre que había llorado genuinas
lágrimas luego de matar a ese político barato. Un hombre que había llorado
solo, pues no tenía amigos. Ocho años desde que mató a la primera víctima hasta
que estuvo en el grupo de ayuda. Ocho años en los que se hundió en el más
profundo calabozo, y ése era solo el comienzo.
Había sed de sangre en el aire, oí como la hoja de su navaja
salía de la funda y rasguñaba el viento.
Diez años después del grupo de rehabilitación, estaba casado
y tenía dos hijos. Un grupo terrorista que se enteró de su papel en los golpes
políticos de hacía dieciocho años se interesó por sus servicios. Él estaba
retirado. Su esposa y sus hijos sufrirían de un peligro mortal. Se asegurarían de
que sufrieran. Le dijeron que cuidarían de ellos, que tomarían su seguridad y
bienestar como parte del trato, mas era una banal mentira.
Llegó a la veintena de asesinatos dos años después. Era
frío, sigiloso, calculador. Sabía hablarle a los rateros, qué decirle a los
yonquis, cómo tratar a una prostituta. Lo que eran los modales básicos de la
podredumbre y la autodestrucción, los tenía perfeccionados. Vivía de motel en
motel, consumía heroína de vez en cuando porque le recordaba a la sensación de
paz que tuvo en los años con su esposa y sus hijos. No sabía nada de ellos.
Cinco años después vuelve.
Su mujer está prostituyéndose en una calle. Habían roto su
promesa, no le pagaron más que miserias ni mantuvieron a su familia. Habían
roto la sanidad de su esposa, la habían vuelto una vil puta de esquina. Sus
hijos eran maltratados por sus clientes, pero ella solo quería cristal.
La mató dos días después. Lloró desconsoladamente como no lo
había hecho desde su primer asesinato. No había remedio, no había alas en un
ángel caído, no había perdón para un pecador, no había un Dios que juzgara
alguna cosa, solo hechos que llevaban a la desgracia y a la inmundicia. Un albur ocioso que dictaba los grados de
adversidad de la muchedumbre.
Diez años después uno de sus hijos era un ratero. El otro lo
odiaba y era un estudiante ejemplar, era su orgullo. El ratero violó a una niña
de ocho años, luego a un niño de diez. Mató a una prostituta que se negó a
mamársela por una calada de su hierba. Su padre entró por la puerta de atrás de
su departamento. Era una ciudad fría pero su hijo yacía semidesnudo,
consumiendo heroína con su mirada perdida.
“Despierta imbécil.”
Estaba ido. No había palabras que lo despertaran ni acciones
que cambiaran lo que había hecho. Le disparó dos veces en la cabeza, no lloró
por él. Tres días después lo encontraron y lo echaron a la basura. La opinión
general era que se lo tenía merecido, un pederasta no es más que escoria
defecada por demonios.
Se lanzó sobre mí con una violencia demencial. No era tan
rápido como cuando estaba en su veintena. Sus reflejos habían decaído por
milésimas de segundo. No era tan fuerte.
Su navaja desgarró mi chaqueta, medio segundo después mi codo se clavaba
en sus costillas, el filo había traspasado el cuero y seguido de largo. Tenía
tres costillas rotas.
“Siempre lo supe. Desde que vi tus crueles ojos verdes. Supe
lo que eras.”
“Lo sé.”
“Supe que eras un hijo de puta, que no hacías más que
juzgarnos a nosotros. ¿Qué has hecho tú, además de mirar? ¿Has vivido nuestras
desgracias? ¿Has asesinado a un hombre con tus propias manos?”
“A miles de ellos.”
“¿Has llorado alguna vez?” Una lágrima parecía asomarse por
la esquina de su ojo.
“No. Nunca.”
“Lo sabes todo.”
“Lo ignoro, realmente.”
“¡Cómo puedes...!” Estaba indignado.
“Es inútil saberlo todo. Pero por ejemplo, me bastó sentir
tu mirada para conocer tu nombre.”
Había algo más.
“Nunca te conocí. Nunca me viste hasta ahora.”
“Hasta el momento en que te diste cuenta de quién era, no
tenía la menor idea de tu existencia. Entonces conocí tu nombre y las tuercas
hicieron que estuviera ahí cuando confesaste por primera vez todo. Lo demás lo
supe por inercia.”
Lloraba lágrimas de impotencia.
“Es la tercera vez que lloras desde que eres un adulto. Tú
vida está por irse.”
Sus manos temblaban, no podía articular una palabra,
comprendía lo que pensaba. Cavilaba sobre mi horrible naturaleza, sobre mí, lo
pesado de mi severa mirada.
“Incluso las miradas de los hombres pesan sobre las de
nosotros, los privilegiados. Tal vez tú fuiste uno o tal vez serás uno.”
Mi mano cerró sus ojos, hubo paz en su cuerpo. El tiempo se
detuvo. La decadencia del lugar fue revocada por un hermoso palacio
blanquecino.
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