Llega el cuarto capítulo de CAÍN: La máscara de auqui, y en esta ocasión con un poco del pasado de Julián Mallqui y su transformación en chamán. Como no encontré una imagen que me gustara esta vez, hice un dibujito de la máscara. Este capítulo será dividido en dos partes, aquí va la primera :)
A la casa de Diógenes las mañanas llegaban atravesando una rendija sobre la puerta. Un haz de luz descendía por la pared de adobe hasta dar con su rostro y despertarlo. Desde la aparición de este haz, Julián contaba en voz baja, como le había enseñado su madre, y se limitaba a observar, no solo para no molestar, sino porque, en su camino, la luz parecía despertar a alguien más, un ser a quien quizá por miedo o por respeto había decidido no hablarle. Tras contar diez minutos, la luz alcanzaba el borde de una máscara de cuero. Diógenes, su padrino, le había contado sobre los auquis, espíritus del ande que bajaban a visitar los pueblos con aspecto de viejos hombres de cabellos largos. «Son los que vigilan, los que cuidan», le dijo aquella vez, entonces no podía evitar que su imaginación le diera vida a esa máscara. Cada mañana, el auqui lo observaba como si fuera capaz de leerle la mente. La luz se empozaba en sus ojos vacíos y adquiría una visión dorada, pasaba por su boca y le sonreía con mofa, y si algo no le gustaba arqueaba los labios a la inversa, siempre intimidándolo.
Para Julián esta escena se repetiría hasta los nueve años, edad en que la máscara, ya por madurez, ya fuerza de costumbre, se convirtió para él en un signo de calidez. Sabía que estaba en casa porque amanecía y la veía en la pared, sonriente. Desde que llegó a la casa de Diógenes, a los siete años, Julián había ocupado el mismo rincón del cuarto para dormir. Era incómodo, pero no podía pedirle más al pobre de su padrino, se tomaba ya bastantes molestias al recibirlo en su casa y tratarlo como si fuera su propio hijo. Poco le importaban los reclamos malintencionados de su tía: que no tenía ni para él mismo y cómo así iba a mantener a un niño, que seguro lo haría trabajar para pagar sus vicios. Pero Diógenes no era nada de eso, era un hombre pausado y noble, un chamán que disfrutaba conversar con la gente que lo quería. Así, podía ser también un hombre descuidado, que llegaba tarde a casa rebosante de felicidad y de alcohol, pero nunca un mal hombre.
Su interés por el chamanismo llegó tiempo después. Aunque vivían en la misma casa, Diógenes siempre lo mantuvo al margen. Ser chamán no es cosa de niños, le decía y lo mandaba a leer o a jugar. Era inevitable que esta restricción generara en Julián una curiosidad difícil de aplacar. Diógenes era consciente de que el niño rebuscaba entre sus cosas. Sabía que aprovechaba las horas que no estaba para mirar en su alforja, en las cajas debajo de su cama y los cajones de la vieja cómoda. Sabía que incluso había retirado al auqui de su sitio para verificar que no ocultara nada. Él observaba los pequeños cambios en la casa y aparentaba no saber nada. «Doctor tienes que ser», le decía a veces, y lo mandaba a estudiar; le contaba maravillas sobre ese futuro, sobre su vida en Lima, lejos de la pobreza, y su regreso a Cajamarca por su padrino, para darle alguito —bromeaba— y curarle si tenía algún dolor.
A los catorce años, Julián había decidido que no sería un doctor ni un ingeniero, le gustaba la chacra y admiraba tanto a Diógenes que se tuvo que pelear con él para que aceptara por fin enseñarle algo. Ese día, aprendió a leer la coca, pero su iniciación como chamán se haría esperar. Diógenes conocía la rudeza de ese camino, lo muy saturado que estaba de sombras que perturban la mente y la arrastran tan cerca de la locura que resulta imposible discernir dónde comienza y dónde termina uno mismo, lo fácil que es para un novato perderse a sí mismo en ese vacío de sentido, los peligros de oscurecer el espíritu y dejar morir el cuerpo para convertirse en enfermedad, en daño. Lo había visto él mismo años atrás y quería demasiado a Julián como para permitirle sufrir tanto por tanto tiempo.
Así, le permitió ser testigo primero, ayudante suyo. Ya no lo mandaría fuera de la casa cuando llegara un paciente, ya no lo dejaría con la señora Concepción si necesitaba atender a alguien por la noche. Empezaba a darse cuenta de lo corto que parecía el largo tiempo que llevaba cuidando a Julián, quien se convertiría pronto en un hombre de mirada decidida y afable, como su padre.
»Cap. 3 »Cap 4.2
.+.+.+.+.+.+. CAÍN: La máscara de auqui - Cap. 4.1.+.+.+.+.+.+.
A la casa de Diógenes las mañanas llegaban atravesando una rendija sobre la puerta. Un haz de luz descendía por la pared de adobe hasta dar con su rostro y despertarlo. Desde la aparición de este haz, Julián contaba en voz baja, como le había enseñado su madre, y se limitaba a observar, no solo para no molestar, sino porque, en su camino, la luz parecía despertar a alguien más, un ser a quien quizá por miedo o por respeto había decidido no hablarle. Tras contar diez minutos, la luz alcanzaba el borde de una máscara de cuero. Diógenes, su padrino, le había contado sobre los auquis, espíritus del ande que bajaban a visitar los pueblos con aspecto de viejos hombres de cabellos largos. «Son los que vigilan, los que cuidan», le dijo aquella vez, entonces no podía evitar que su imaginación le diera vida a esa máscara. Cada mañana, el auqui lo observaba como si fuera capaz de leerle la mente. La luz se empozaba en sus ojos vacíos y adquiría una visión dorada, pasaba por su boca y le sonreía con mofa, y si algo no le gustaba arqueaba los labios a la inversa, siempre intimidándolo.
Para Julián esta escena se repetiría hasta los nueve años, edad en que la máscara, ya por madurez, ya fuerza de costumbre, se convirtió para él en un signo de calidez. Sabía que estaba en casa porque amanecía y la veía en la pared, sonriente. Desde que llegó a la casa de Diógenes, a los siete años, Julián había ocupado el mismo rincón del cuarto para dormir. Era incómodo, pero no podía pedirle más al pobre de su padrino, se tomaba ya bastantes molestias al recibirlo en su casa y tratarlo como si fuera su propio hijo. Poco le importaban los reclamos malintencionados de su tía: que no tenía ni para él mismo y cómo así iba a mantener a un niño, que seguro lo haría trabajar para pagar sus vicios. Pero Diógenes no era nada de eso, era un hombre pausado y noble, un chamán que disfrutaba conversar con la gente que lo quería. Así, podía ser también un hombre descuidado, que llegaba tarde a casa rebosante de felicidad y de alcohol, pero nunca un mal hombre.
Su interés por el chamanismo llegó tiempo después. Aunque vivían en la misma casa, Diógenes siempre lo mantuvo al margen. Ser chamán no es cosa de niños, le decía y lo mandaba a leer o a jugar. Era inevitable que esta restricción generara en Julián una curiosidad difícil de aplacar. Diógenes era consciente de que el niño rebuscaba entre sus cosas. Sabía que aprovechaba las horas que no estaba para mirar en su alforja, en las cajas debajo de su cama y los cajones de la vieja cómoda. Sabía que incluso había retirado al auqui de su sitio para verificar que no ocultara nada. Él observaba los pequeños cambios en la casa y aparentaba no saber nada. «Doctor tienes que ser», le decía a veces, y lo mandaba a estudiar; le contaba maravillas sobre ese futuro, sobre su vida en Lima, lejos de la pobreza, y su regreso a Cajamarca por su padrino, para darle alguito —bromeaba— y curarle si tenía algún dolor.
A los catorce años, Julián había decidido que no sería un doctor ni un ingeniero, le gustaba la chacra y admiraba tanto a Diógenes que se tuvo que pelear con él para que aceptara por fin enseñarle algo. Ese día, aprendió a leer la coca, pero su iniciación como chamán se haría esperar. Diógenes conocía la rudeza de ese camino, lo muy saturado que estaba de sombras que perturban la mente y la arrastran tan cerca de la locura que resulta imposible discernir dónde comienza y dónde termina uno mismo, lo fácil que es para un novato perderse a sí mismo en ese vacío de sentido, los peligros de oscurecer el espíritu y dejar morir el cuerpo para convertirse en enfermedad, en daño. Lo había visto él mismo años atrás y quería demasiado a Julián como para permitirle sufrir tanto por tanto tiempo.
Así, le permitió ser testigo primero, ayudante suyo. Ya no lo mandaría fuera de la casa cuando llegara un paciente, ya no lo dejaría con la señora Concepción si necesitaba atender a alguien por la noche. Empezaba a darse cuenta de lo corto que parecía el largo tiempo que llevaba cuidando a Julián, quien se convertiría pronto en un hombre de mirada decidida y afable, como su padre.
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Bien, va avanzando la historia de Julián. La siguiente parte la publicaré en unos días.»Cap. 3 »Cap 4.2