O eso es esto. O ambas.
No sé.
¿Tú sabes?
El amor en los ojos de ella
Tenía miedo, nunca antes había visto a una bruja. Mi cuerpo temblaba, un frío sepulcral me estremecía a cada momento. Tenía miedo porque sabía lo que venía. No podía decir, bajo ninguna circunstancia, que no me esperaba esto. Es… es difícil de explicar y tampoco lo recuerdo demasiado bien.
Creí… que era el tono de su voz, pero no, no era eso. Pensé que sería algo más. Creí… que era su mirada… tampoco era. Creía que podía ser… ser un conjunto de cosas, la forma en la que se apoyaba sobre la mesa, la manera en la que sus pies la mantenían sobre el suelo que, en cierto momento y bajo cierto espectro, podías darte cuenta de que no formaba parte de esta dimensión. Ella no estaba realmente de pie, levitaba.
Ella no estaba en ese cuarto ni yo.
Llevaba tres semanas fuera del mundo real.
Estaba en el mundo de las ideas, en la consciencia absoluta, en la nada, en la zona de creación de los Dioses. ¿El paraíso? ¿el purgatorio? Da igual. El hecho es que no era y ella tampoco era.
No éramos; ella quería que yo no fuera y se beneficiaba de eso. La cocina en la que estábamos pronto se desmaterializó. Recuerdo haber intentado aferrarme al brazo de la silla, emitió un pequeño chillido.
Ella se rió. Ella ya no era ella. Ella no era una mujer, no era un ser vivo, no era un ser consciente.
Era algo.
Era nada.
Era parte del espacio vacío y me rodeaba. Sentía su calor presionar mi cuerpo pero me estremecía ante su presencia fantasmagórica.
Veía sus ojos cuando cerraba los míos. Sentía su mano cuando apretaba muy fuerte y me soltaba cuando la relajaba. Pronto comprendí que recorría cada centímetro de mi cuerpo con su delicadeza etérea.
Me besaba, me lamía, me hundía en sí misma. Estaba dentro de ella. Ella estaba dentro de mí. Lo que respiraba era su esencia, lo que tomaba era su esencia. Todo era ella.
Nada tenía un sentido estricto o un orden o una jerarquía. La amaba y al otro momento la odiaba, la admiraba o la olvidaba. Cada segundo que pasaba era una reminiscencia de ella. Cada bocanada de nada era un beso concupiscente.
La oí llamarme cuando era un niño y ella era mi madre. La oí clamar mi nombre en su cama y yo era su amante. Vi como tenía a un hijo que tenía mi nombre, como nos regocijábamos y luego moría.
Ella abrazaba al pequeño bebé mientras lloraba desconsoladamente.
Agarraba sus pequeñas manitos y las besaba. Miraba sus ojos, los del bebé, cuidadosamente, como si su mirada fuera a destruirlo y fue así.
No importa qué tan cuidadosa fuera su mirada, tenía la fatal consecuencia de destruirlo todo. Pasaban dos, tres, cuatro, cinco segundos y la escena se repetía.
¡Basta!, gritó. Vi como la atmósfera vibraba y ella estaba delante de mí. Crecía desmesuradamente y ella ya no me miraba con ternura si no con lascivia. Pronto sentí su calor en mi pecho, su calor era mi calor.
Yo excitado era ella excitada. Ella jadeaba y yo jadeaba.
Mi lengua se desvanecía en ácido.
Mi nariz se derretía.
Mis ojos explotaron.
Mi corazón implosionó.
Fui ella y vi a un desgraciado, a un infeliz, a un hombre patético, a nadie. No había nadie en frente de mí, porque se había muerto la basura a la que acababa de observar.
La vi de nuevo a ella y vi a una Diosa.
A una bruja, me corrigió.
Era ella y era yo. Éramos. No éramos.
Recordó la primera vez que me tocó, han pasado milenios desde aquel incidente. Sentí que me tocaban y sentí que tocaba a alguien.
Me oí decir te amo.
Gracioso.
Estúpido.
Insensato.
Hermosa.
Te veo y veo por qué me odias. Me veo y veo por qué me amas. El motivo de todo se vuelve sumamente obvio. Se vuelve inicuo.
Un ofidio se regodea de saber mi nombre, mas yo no tengo nombre. Yo no soy. El ofidio se arrastra por el piso, saca su lengua bífida para medir la temperatura. Ve que no produzco calor.
Yo sé tu nombre, me dice. Lo conoceré en diez segundos. Diez, nueve,…, dos, uno. Ya está. Ya lo conozco. ¿Conoces tú tu nombre?
No, no lo conozco.
¿Conoces tú mi nombre?
Tampoco. ¿Lo debería de saber?
No, soy un simple lagarto y los lagartos no tenemos nombres. Solo somos. ¿Eres tú?
A veces.
¿Y cuando no eres, qué sientes?
No se siente nada cuando no eres. Cuando soy, me siento asqueada de mí misma. Me odio porque soy y en algún momento no fui.
Pronto volverás a no ser.
Lo sé, pero odio no ser.
Conozco tu nombre.
No lo conoces, conoces lo que era mi nombre. Conoces lo que fui en el momento en el que supiste mi nombre, ¿pero fue ese mi nombre o me diste tú ese nombre?
Yo te di ese nombre y ese fue tu nombre. ¿Quieres saber cuál era tu nombre?
¿Tiene alguna importancia?
No.
¿Tiene alguna importancia la vida de los humanos?
Tiene tanta importancia como ellos mismos le dan.
Alguna vez fui humano, hombre.
Y ahora eres mujer.
Y en un rato no seré.
¿Por qué ya no eres un hombre?
Recuerdo una leyenda de cuando era hombre.
No me interesan las leyendas, mi vida se basa en la incertidumbre porque es corta, conocer una leyenda desafía lo corto de mi vida. Ahí está un roedor, mi comida. Lárgate, no quiero nada de leyendas.
La leyenda dice que hubo una vez una serpiente que tentó al hombre a comer de la fruta. Una naranja, creo.
Es una manzana.
¿No y que no conocías de leyendas?
Yo fui esa serpiente y ahora soy otra. En treinta días seré otra y mañana seré la misma que hoy soy.
De todos modos esa no es la leyenda que conocía. Es una leyenda mucho más antigua.
¿Qué dice esa leyenda?
¿Por qué tú no puedes ser yo?
Eso desafiaría las leyes del ser. ¿Qué decía esa leyenda?
Una vez un hombre miró a una mujer y esta mujer no era mujer. Se dice que tampoco era algo en absoluto ni que fue ni que será. Este hombre amaba a esa mujer con brío porque sabía que no podía amarla. Algo— un roedor, quizá—, le decía que no confiara en ella, él la beso y se inundó en sus ojos y creyó estar en el paraíso o en ningún lugar.
Estaba tan profundamente incrustado en su rutina que dejó de ser.
Encontró el amor, entonces.
Tal vez.
Encontró el odio, entonces.
Es posible.
¿Dejó de ser y luego qué?
Se acabó. Todo.
Oh, qué triste.
:D
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