El honor - Reto 01

Hola, ¿qué tal?, esta sería oficialmente la primera entrada del año (shame on me), y venimos con algo un poco lúdico. Sucede que hace muy poco comenzamos a jugar entre nosotros con unos retos generados en Seventh Sanctum y nos animó bastante. El primero tenía las siguientes premisas:

- Un personaje está deprimido durante casi toda la trama. Además, un personaje tomará una decisión que le cambiará la vida.
- Un personaje se lamenta durante la historia. En la trama, un personaje estará envuelto en un accidente vehicular. La historia termina en una torre o edificio alto. La historia está ambientada en medio del invierno. Durante la historia, se hace una entrega.
- La trama está ambientada mil años en el pasado.

A partir de eso surgieron dos relatos. El mío va a continuación.

.+.+.+.+.+.+. El honor.+.+.+.+.+.+.

Sujeté bien el látigo, su fricción contra la piel de mis manos me hacía pensar que si pasaba un minuto más agitando terminaría desgarrado, quedarían mis huesos desnudos y vería flotar mi carne en dirección contraria, dejándome unas líneas de sangre muy finas en el rostro; mis huesos se desmantelarían y perdería el control del carro, cayendo mi cuerpo hacia un lado, presto para el último bocado de tierra de mi vida.

Ellos no se preocuparían por matarme tan pronto, podía morir desangrado o al golpearme con una piedra en el cráneo, eso no importa. Lo que les interesaba era lo que les había robado, eso era lo único importante y estaba dentro del carro, silenciosa a pesar de su miedo. Y silenciosa incluso después de que los míos se hicieran realidad: en vez de desgarrarme las manos, el carro tropezó y se dio vuelta. Salí disparado, pero me aferré al látigo, mala decisión, pues el caballo me cayó encima cuando estrellé boca abajo, muy cerca de una piedra que podría haberme matado. El carro se soltó y resbaló por el despeñadero, viniéndose abajo junto con mis esperanzas de verla con vida al final de tan tortuoso viaje.

Había fallado, y en la misión más importante de mi vida. No cabía duda que estaba muerta y que me condenarían a morir por mi fracaso. Del otro lado, nuestros perseguidores se iban victoriosos. Tal vez no se habían salido con la suya, pero en esta guerra nunca ha importado lo mucho que se gane, sino lo tanto que haya perdido el enemigo, y nosotros acabábamos de perder una pieza clave.
Algunas horas después de que se fueran, y con el caballo muerto sobre la espalda, decidí levantarme. Tendría rotas un par de costillas y, si no tenía cuidado al caminar, un dolor me hincaba los nervios hasta los pies. Lo primero que tenía que hacer era cerciorarme de su muerte, ver su cuerpo maltrecho allá abajo, pero nada se veía desde arriba aparte neblina. Debía bajar, costara lo que me costara, incluso si moría en el intento.

Me llevó dos días llegar abajo, los huesos me tronaban cada vez más debido al frío y mis manos desnudas parecían a punto de reventar de tanto sobarlas. El carro estaba allí, hecho pedazos al igual que el cuerpo de la princesa, cuyo rostro, no obstante, se había salvado del desastre y el profundo blanco que lo adornaba me hacía pensar, con culpa, que quizá nunca la había visto tan hermosa.
En efecto, estaba muerta. Pensé en llevarme el cuerpo, en cargarlo sobre mi espalda, pero al primer intento sentí que una de las costillas perforaba mi carne. Cayó, además, de sus prendas, una joya que nunca se había quitado, ahora la muerte la desprendía de su cuello y yo la transustanciaba en la princesa, en su cuerpo muerto y hermoso.

Le hice una tumba y emprendí el viaje, atesorando la joya y lo que me quedaba de vida. Uno nunca piensa realmente hasta que presiente el final, ninguna emoción es verdadera hasta ese momento. Me traicionaba el cuerpo, mi rostro tocó el frío suelo infinidad de veces, interrumpiendo mi camino, pero mi mente nunca se detuvo.

Siempre supe que era una mala idea servir de esta forma, que solo los hombres más tontos desperdician su vida por el progreso de una nación, que había algo más importante que había perdido de vista, pero no estaba seguro de qué. Si se trataba de amor, la única mujer que tuvo mi corazón fue la princesa, y ahí vamos de nuevo, un militar enamorado de su princesa, una historia conocida que siempre termina en tragedia. Un secuestro, una oportunidad para robar información, un meticuloso plan de rescate, y ambos terminan muertos para el pesar de la nación que los aguarda. Eso fue lo último que pensé con el rostro pegado a la tierra, sin saber si llegaría alguna vez a mi destino.
Cuando desperté, me encontraba en la torre. El emperador me miraba malhumorado desde su silla mientras unos soldados me sostenían dubitativos de ambos brazos, que para mi asombro no se quebraron a pesar del frío. Me soltaron en el instante en que levanté la cabeza, caí como un saco de tierra.

Todos allí suponían de mi fracaso, pero esperaban escucharme. Descubrí la joya de la princesa y el rostro del emperador se nubló. «No hay nada ya para mí más que esto, la prueba de que esta hermosa mujer existió y murió estando en mis manos», con gusto hubiera recibido a la muerte si me permitiera amarla en mi próxima vida. O quizás no, quizás estaba escrito en mi destino actuar de otro modo, traicionar al amor para luchar por el poder, entregar la información que había recogido en bien de la nación que nos esperaba con los brazos abiertos, y convertirme en héroe en honor a su memoria. Es un bien despreciable ese honor que todo lo trastoca, que reprime el flujo natural de la vida, que obliga a vivir o a morir en nombre de algo que nunca hemos visto. En «honor» a su memoria, nunca pensé en morir a su lado, sino en sobrevivirla para construir el mundo que me tocaba construir como soldado.

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Pronto el siguiente relato, que viene de parte de Hao Sigismondi. Saludos.

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