Parece que no ha habido demasiada suerte con el tema de los retos, porque ha pasado mucho tiempo desde el último post. Por eso, este será quizá el último texto que se publique con esa etiqueta (o tal vez el último reto de textos, no sé). En este caso, las condiciones del reto eran: incluir un toro y un demonio al inicio de la historia, y que un personaje utilice una herramienta. A ver cómo va...
Los ancianos del pueblo se cuentan la historia de un toro rojo, uno de sus ancestros que había convivido en paz con la gente. Era tres veces más grande que un toro normal y tenía una barba blanca que casi llegaba hasta el suelo. Su longevidad frente a los humanos se debía, según dicen, a que aún entonces, en lo profundo de las montañas, habitaba un demonio con la forma del agua, y que, cuando estaba enojado, se esparcía por todos lados provocando sequías y contaminando a las gentes y a los cultivos. Este demonio, pues, llevaba muchos siglos asediando este mundo y provocando desgracias. Por su parte, el toro rojo era dador de vida y les devolvía la esperanza haciendo brotar una plantita de papa o de maíz en la tierra estéril.
Un día, un poblador llegó con la noticia de que habían encontrado al toro herido. ¡Un ancestro herido, sangrando negro, como el color del demonio! Todos tuvieron miedo. «Qué va a pasar ahora», se preguntaban. Entonces el toro habló y mandó a llamar al hombre más joven del pueblo. Le trajeron a uno que acababa de casarse y a otro que había hecho su primera caza hacía no mucho, pero el ancestro dijo «No», quería que le traigan al más joven de todos, al más pequeño, un niño de poco más de tres años. ¡Qué iba a hacer con el niño! Cuando lo vio por fin cerca, el toro se sacudió y comenzó a toser fuerte, luego abrió la boca y en su lengua había una piedra verde que brillaba. «Hagan de ella una punta de lanza», dijo, «solo un inocente puede enfrentarse al demonio, envíenlo cuando haya cumplido los cinco. Ese tiempo tardará el demonio en volver y solo él será capaz de ver su corazón y atravesarlo de una vez y para siempre».
Así, pasaron dos años tras la muerte del último ancestro. Estaba hecha la lanza y el pequeño se había entregado a su destino con tal compromiso que, según los antiguos, empezó a hablar como un hombre, pero era imposible encontrar en él alguno de sus vicios.
La tarde que se adentró en las montañas, la gente lloraba por temor a perder la última de sus esperanzas. Prendieron una fogata y le rezaron al espíritu del dios toro mientras lo veían alejarse. Según dicen, los rezos continuaron por varios días y varias noches. La única que abandonó la vigilia fue su madre, quien dejó el pueblo al día siguiente, sin avisarle a nadie.
Allá en lo profundo de las montañas, cerca de un pantano, el niño rezaba en silencio. Esperaba por días la llegada del demonio sin forma y capturar la imagen de su corazón en sus ojos, los únicos que serían capaces de verlo. Entonces sintió algo húmedo alrededor de su cuerpo. Su madre acababa de encontrarlo y había saltado hacia él, interrumpiendo su rezo. «No puede ser», murmuró muchas veces al iluminarla con la luz de su lanza. Los brazos de su madre daban signos de enfermedad, sus venas habían empezado a teñirse de un color oscuro.
El demonio debía estar cerca. Se soltó de su madre y comenzó a amenazar a ciegas con la lanza, pero todo fue silencio hasta que escuchó el grito de su madre. Lloraba aterrada ante su figura; no solo la había alcanzado la enfermedad, había condenado también a su hijo al abrazarlo. El niño sintió un dolor intenso en la espalda y pronto también en el pecho, estaba siendo debilitado por el demonio. Se acercó al pantano, esperando encontrarlo allí, escondido, pero solo vio su propio reflejo, enfermo, envejecido, y un vacío que crecía en su pecho, listo para adueñarse por completo de su cuerpo. Solo entonces comprendió la muerte del ancestro. Les había indicado cómo enfrentar al demonio, mas no mencionó nunca la forma que tendría esa batalla. Tan decidido como se había vuelto, utilizó todas sus fuerzas para atravesarse el pecho, pero su madre lo abrazó por la espalda en el último instante, quedando petrificados por la eternidad.
Dicen que allí donde murieron empezó a crecer un musgo muy verde que tiene la capacidad de curar cualquier mal. Por eso todos los años, en la época de cosechas, el pueblo enciende una fogata y va rezar a la montaña, agradeciendo los nuevos tiempos de abundancia.
.+.+.+.+.+.+. Toro Rojo.+.+.+.+.+.+.
Los ancianos del pueblo se cuentan la historia de un toro rojo, uno de sus ancestros que había convivido en paz con la gente. Era tres veces más grande que un toro normal y tenía una barba blanca que casi llegaba hasta el suelo. Su longevidad frente a los humanos se debía, según dicen, a que aún entonces, en lo profundo de las montañas, habitaba un demonio con la forma del agua, y que, cuando estaba enojado, se esparcía por todos lados provocando sequías y contaminando a las gentes y a los cultivos. Este demonio, pues, llevaba muchos siglos asediando este mundo y provocando desgracias. Por su parte, el toro rojo era dador de vida y les devolvía la esperanza haciendo brotar una plantita de papa o de maíz en la tierra estéril.
Un día, un poblador llegó con la noticia de que habían encontrado al toro herido. ¡Un ancestro herido, sangrando negro, como el color del demonio! Todos tuvieron miedo. «Qué va a pasar ahora», se preguntaban. Entonces el toro habló y mandó a llamar al hombre más joven del pueblo. Le trajeron a uno que acababa de casarse y a otro que había hecho su primera caza hacía no mucho, pero el ancestro dijo «No», quería que le traigan al más joven de todos, al más pequeño, un niño de poco más de tres años. ¡Qué iba a hacer con el niño! Cuando lo vio por fin cerca, el toro se sacudió y comenzó a toser fuerte, luego abrió la boca y en su lengua había una piedra verde que brillaba. «Hagan de ella una punta de lanza», dijo, «solo un inocente puede enfrentarse al demonio, envíenlo cuando haya cumplido los cinco. Ese tiempo tardará el demonio en volver y solo él será capaz de ver su corazón y atravesarlo de una vez y para siempre».
Así, pasaron dos años tras la muerte del último ancestro. Estaba hecha la lanza y el pequeño se había entregado a su destino con tal compromiso que, según los antiguos, empezó a hablar como un hombre, pero era imposible encontrar en él alguno de sus vicios.
La tarde que se adentró en las montañas, la gente lloraba por temor a perder la última de sus esperanzas. Prendieron una fogata y le rezaron al espíritu del dios toro mientras lo veían alejarse. Según dicen, los rezos continuaron por varios días y varias noches. La única que abandonó la vigilia fue su madre, quien dejó el pueblo al día siguiente, sin avisarle a nadie.
Allá en lo profundo de las montañas, cerca de un pantano, el niño rezaba en silencio. Esperaba por días la llegada del demonio sin forma y capturar la imagen de su corazón en sus ojos, los únicos que serían capaces de verlo. Entonces sintió algo húmedo alrededor de su cuerpo. Su madre acababa de encontrarlo y había saltado hacia él, interrumpiendo su rezo. «No puede ser», murmuró muchas veces al iluminarla con la luz de su lanza. Los brazos de su madre daban signos de enfermedad, sus venas habían empezado a teñirse de un color oscuro.
El demonio debía estar cerca. Se soltó de su madre y comenzó a amenazar a ciegas con la lanza, pero todo fue silencio hasta que escuchó el grito de su madre. Lloraba aterrada ante su figura; no solo la había alcanzado la enfermedad, había condenado también a su hijo al abrazarlo. El niño sintió un dolor intenso en la espalda y pronto también en el pecho, estaba siendo debilitado por el demonio. Se acercó al pantano, esperando encontrarlo allí, escondido, pero solo vio su propio reflejo, enfermo, envejecido, y un vacío que crecía en su pecho, listo para adueñarse por completo de su cuerpo. Solo entonces comprendió la muerte del ancestro. Les había indicado cómo enfrentar al demonio, mas no mencionó nunca la forma que tendría esa batalla. Tan decidido como se había vuelto, utilizó todas sus fuerzas para atravesarse el pecho, pero su madre lo abrazó por la espalda en el último instante, quedando petrificados por la eternidad.
Dicen que allí donde murieron empezó a crecer un musgo muy verde que tiene la capacidad de curar cualquier mal. Por eso todos los años, en la época de cosechas, el pueblo enciende una fogata y va rezar a la montaña, agradeciendo los nuevos tiempos de abundancia.
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